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viernes 13 diciembre 2024

Avándaro como idea

por Juan Villoro

Se cumplen cincuenta años del festival de Avándaro, que dividió a mi generación entre quienes tuvieron la suerte de disfrutar de maravillosas incomodidades en nombre del rock y quienes no llegamos a la tierra prometida y mitigamos nuestra envidia pensando que pronto habría un festival mejor. Y nos quedamos esperando…

En 1971 yo tenía catorce años, edad dramática en la que se conciben ideas propias que dependen de la voluntad ajena. Mi padre salió del país después del movimiento del 68. Había pertenecido a la Coalición de Maestros y varios de sus amigos estaban en la cárcel de Lecumberri. Al cabo de un año, regresó con pocos ánimos de que su hijo participara en gestas colectivas y menos en una que no parecía destinada a cambiar las condiciones sociales de producción, sino a fundir miles de almas en una nube de mariguana con forma de amiba. Total: se negó a darme dinero para ir a Valle de Bravo con la misma contundencia con que se negó a comprarme una guitarra eléctrica.

La verdad, actuó como debía. Era absurdo que un menor de edad viajara por su cuenta a un acto incierto que pretendía combinar el rock con una carrera de coches. Esto último era curioso. Tal vez los organizadores quisieron neutralizar un impacto rebelde al anunciar al rock como parte de una competencia automovilística. México no estaba para novedades (en 1969, la presentación del musical Hair en Acapulco provocó que la jurisprudencia se interesara en la peluquería; en sesiones inolvidables, se discutió una ley para prohibir melenas). La psicodelia, que ganaba prestigio en otras partes del mundo, se suavizaba al llegar a un país de partido único. El principal santuario musical de entonces era la Pista de Hielo Insurgentes, donde Los Dug Dug’s y otros grupos eran presentados como la inofensiva pista sonora de los patinadores. Poco a poco, el mercado asimila lo que se le opone y una popular cadena de tiendas llegaría a vender “Los zapatos más popis a los precios más jipis”.

En un país donde los colados siempre tienen más argumentos que los invitados, resulta imposible resumir las causas para ir a un concierto masivo, desde el anhelo de ligue y reventón hasta la búsqueda de una desconocida hermandad, en sintonía con mensajes cósmicos. Si Avándaro fue significativo como hecho, lo fue más como Idea. Uno de sus principales evangelistas fue Armando Molina, quien reunió una documentación tan precisa que permitió que miles de personas tuvieran elementos para asegurar que habían asistido al festival. “Si te acuerdas de los años sesenta, no estuviste ahí”, reza el dicho. En cierta forma, quienes confesaban haberse dormido mientras tocaba Three Souls In My Mind se volvieron más verosímiles que quienes informaban en detalle del momento en que se fue la luz o tarareaban la melodía a cuyo compás bailó la célebre “encuerada de Avándaro”.

Como todo suceso destinado a volverse legendario, Avándaro tuvo más testigos en la imaginación que en la realidad. No es casual que el más reciente libro sobre la gesta, con texto de Federico Rublí y fotografías de Graciela Iturbide, lleve un título de verificación: Yo estuve en Avándaro.

Si unos engrandecieron la gesta hasta el delirio, otros argumentaron que el “Woodstock mexicano” no resistía la comparación con otros festivales; aquí las cosas llegaban tarde y empeoradas. A propósito de Argentina, escribió Borges: “Todo, según se sabe, ocurre inicialmente en otros países y a la larga en el nuestro”.

Sin embargo, no se puede rebajar la importancia de una inaudita concentración de gente joven a tres años de la matanza de Tlatelolco. El mundo no cambió en el valle donde sonaron los metales del grupo Tinta Blanca, pero a muchos les cambió la vida.

Las rupturas de la Era de Acuario tuvieron curiosas consecuencias individuales. Concluyo con el ejemplo de un amigo que se transfiguró en Avándaro. Añado, sin el menor sentido crítico, que vive anclado en ese Momento Único. Habla del festival como si fuera un constituyente de Querétaro, un promulgador del futuro. Bajo un cielo ya lejano, se sintió uno con la especie y avistó una arcadia donde todo puede ser distinto. El hecho de que esa novedad se encuentre en el pasado no rebaja su importancia.

Como todos, mi amigo está condenado a ser común; como pocos, dispone de un instante irrepetible en el que, asombrosamente, es feliz.


Este artículo fue publicado en Reforma el 03 de septiembre de 2021. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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