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martes 10 diciembre 2024

Breve amor eterno

por Juan Villoro

Hay actividades tan admirables que preferimos que las hagan otras personas. Es el caso de la poesía. Poca gente la lee, pero casi nadie la repudia; hacerlo equivaldría a negar la posibilidad de que alguien más sensible que nosotros describa los dolores y las maravillas del mundo. Esto incluso influyó en una de las experiencias más superficiales de Occidente: los concursos de belleza. Cuando las aspirantes a reinas deben mencionar un pasatiempo, se declaran lectoras para quedar bien.

En la Ciudad de México circulan hombres barbados, de inmensa mochila en la espalda, que lanzan una pregunta desarmante: “¿Te gusta la poesía?”. Decir que no es tan ruin como decir que no te importa que los niños mueran de hambre en Ruanda. Por desgracia, la respuesta afirmativa trae una condena: el hombre abre la mochila que alberga sus obras completas. Una ojeada basta para comprobar que lo que él llama “poesía” es una simple disposición vertical de las palabras, pero ya caíste en la trampa y te limitas a pagar por los poemas.

Repudiar la poesía causa escándalo. Eso logró Gombrowicz con una conferencia en Buenos Aires en la que arremetió contra los gestos ampulosos y las poses sublimes de los poetas. Fue incendiario, pero, lejos de iniciar un movimiento antipoético, confirmó su estatus de saboteador crónico. En forma típica, cuando abordó un barco para volver a Europa luego de largos años en Argentina, su mensaje de despedida fue: “¡Muchachos, maten a Borges!”.

Más allá de ciertos arrebatos, y de las dudosas atenciones concedidas por la Inquisición o las dictaduras, la poesía ha circulado con el prestigio de lo que resulta tan incuestionable como intangible. Al modo del boro o el argón, es un elemento que define la realidad sin que conozcamos su valencia.

Y, sin embargo, abundan los usos sociales de la poesía. Uno de los recursos más recurrentes de Hollywood es el de vincular a los protagonistas con un poema. De pronto, la hermosa actriz dice el primer verso de un poema de Yeats y el galán de turno recita el segundo. La escena es inverosímil, pues rara vez la erudición se ajusta con tan perfecto engranaje, pero funciona porque al gran público la poesía le queda tan lejos como la física cuántica; lo importante es que los actores compartan un password.

Algo parecido sucede cuando un político cita un poema. Conviene que quien escribe sus discursos lo haga declamar a Nervo en Nayarit y a López Velarde en Zacatecas. Citar a Schiller desde un templete resulta falso. El escritor fantasma debe escoger palabras convincentes, que prestigien la ignorancia del político.

Los raros que sí se atreven a leer obtienen recompensas inauditas. Ante los cambiantes colores de la naturaleza y la forma en que el pasto cobra vida, Pellicer escribió: “el verde se alimenta de amarillo”. Un cronista deportivo podría encontrar ahí la clave de la afición mexicana de futbol, que comienza apoyando a México y acaba apoyando a Brasil.

En situaciones extremas, la poesía es un recurso de sobrevivencia. William Ernest Henley sufrió la amputación de una pierna y escribió el poema “Invictus” para reafirmar su espíritu de lucha. Los últimos versos decían: “soy el amo de mi destino; / soy el capitán de mi alma”. Henley recorrió las aulas de Oxford con una pata de palo y su amigo Robert Louis Stevenson se inspiró en él para el personaje de Long John Silver en La isla del tesoro. Muchos años después, Nelson Mandela memorizó aquel poema para soportar 27 años de cautiverio como el preso número 46664 de Sudáfrica.

“El amor es eterno mientras dura”, escribió Vinicius de Moraes. La poesía concede esa eternidad. Su extensión resulta engañosa porque ningún otro género expande tanto su sentido: no ahorra las palabras; las condensa. ¿Hay mayor reflexión sobre la superioridad de la pasión sobre la historia que esta máxima de Anacreonte: “No me vencieron los ejércitos: fui derrotado por tus ojos”?

La poesía enseña a escribir en prosa. Eduardo Galeano quería lograr una historia de amor a la que no le sobrara nada. Maestro de la síntesis, la redujo a un párrafo y le pareció gigantesca. Tampoco le gustó que quedara en un par de frases. Si no hubiera frecuentado a los poetas, no habría dado con la solución: “Ellos son dos por error que la noche corrige”.

La poesía decanta tantos misterios como la noche.


Este artículo fue publicado en Reforma el 21 de octubre de 2022. Agradecemos a Juan Villoro su autorización para publicarlo en nuestra página.

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