España tiene el curioso récord de tener el mayor número de gobernantes asesinados. Ningún otro país tiene tantos presidentes ultimados, ni tantos regicidios fracasados, ni tantos atentados políticos, muchos de ellos motivados por razones, a veces, inexplicables. En este largo y lúgubre historial un total de cinco jefes de gobierno han muerto en magnicidios perpetrados por anarquistas, republicanos o etarras. Al célebre general Prim, de tan buen recuerdo en México, le sorprendió la muerte junto al Paseo del Prado a finales de1870. “Al retirarse del Congreso fue atacado su carruaje en la calle del Turco (hoy Marqués de Cubas) por una cuadrilla de asesinos ocultos en dos coches de alquiler”, contó el diario liberal “La Iberia”. A Cánovas del Castillo la figura más influyente de la política española del último cuarto del siglo XIX, lo mató en 1897 un anarquista italiano, quien recorrió media Europa para llegar a España y ejecutar su plan. Quince años más tarde, un ácrata acabó con la vida del presidente Canalejas, atacado por la espalda a mientras observaba la vitrina de una librería en la Puerta del Sol. Un libro escrito poco más tarde por Francisco Franco (bajo el seudónimo de “Jakim Boor”), acusaba del magnicidio a los masones. En 1921 el jefe de gobierno Eduardo Dato cayó víctima de la ira anarquista cuando tres asesinos le descerrajaron dieciocho balazos frente a la Puerta de Alcalá, a la vista de todos.
La lista de magnicidios españoles España acaba con el del almirante Luis Carrero Blanco, sucesor designado del caudillo, de quien se decía era “más franquista que Franco”. Hizo caso omiso de las advertencias de las fuerzas de seguridad -que lo consideraban un objetivo central de ETA desde su asunción a la presidencia del Gobierno- y se negó a aumentar sus medidas de seguridad y a variar sus muy estrictos itinerarios. El 20 de diciembre de 1973, mientras se dirigía rutinariamente a misa, el vehículo oficial donde viajaba de repente se elevó por los aires, alcanzando una gran altura, la cual sobrepasó los cinco pisos y la planta baja de un edifico cercano. Los etarras habían excavado un túnel por debajo de la madrileña calle Claudio Coello y colocaron en él 100 kilos de explosivos. A las once de la noche de ese mismo día, en París, ETA emitió un comunicado asumiendo la responsabilidad. El atentado contra Carrero fue el golpe más atrevido propinado a la dictadura en sus cuarenta años de duración. Inaudito: a pesar de la notoriedad internacional alcanzada por el Proceso de Burgos de 1970, ETA era todavía un grupo terrorista solo presente en el País Vasco y cuyas escasas víctimas mortales no ocupaban altos cargos.
¿Había logrado ETA darle la puntilla al franquismo? A corto plazo definitivamente no. De hecho, solo apuntalar a los sectores más duros del régimen, los cuales vieron en la osadía de los terroristas la demostración de que las medidas aperturistas solo podían acarrear desastres, opinión compartida por los falangistas, por los miembros más intransigentes del régimen e incluso por la familia del propio Francisco Franco. Su esposa, Carmen Polo, era reacia a las reformas y defendió (hasta conseguirlo) el nombramiento del ultraconservador Carlos Arias Navarro -por entonces ministro del Interior- como sucesor de Carrero. Arias emprendió una purga de los elementos aperturistas del gobierno acatando el deseo expreso del generalísimo de “volver a las esencias”. Sin embargo, a la larga este enroque de los franquistas duros solo terminó por reafirmar a quienes consideraban imprescindible evolucionar hacia una democracia homologable a las europeas.
El nombramiento de Arias causó perplejidad, porque como titular de la cartera de Interior era la persona responsable de los evidentes fallos de seguridad suscitados el día del atentado y los cuales permitieron a un puñado de terroristas acabar con la vida del máximo responsable ejecutivo del gobierno de España en plena capital y escapar de la escena del crimen sin ningún contratiempo. Este asombro se vería refrendado cuando, durante su tradicional discurso de Nochevieja, el dictador utilizó de forma sibilina el popular refrán “No hay mal que por bien no venga”. Todo ello dio pie a la teoría del magnicidio planeado por sectores dentro del régimen interesados en acabar con Carrero, quien no se llevaba bien con el denominado “búnker”, encabezado por el falangista Girón de Velasco, así como por la esposa del Caudillo, Carmen Polo, y su yerno, Cristóbal Martínez Bordiú, marqués de Villaverde.
Muchos periodistas, historiadores y jueces han cuestionado durante décadas la versión oficial. Se preguntan por qué el sumario anduvo a trompicones por años e incluso llegó a desaparecer. Fue un crimen, dicen, demasiado perfecto para haber sido ingeniado por un grupo de jóvenes inexpertos, muchachos veinteañeros con conocimientos de ingenieros profesionales capaces de hacer una perforación en una vía pública sumamente transitada. ETA nunca había cometido una acción con tales niveles técnicos. ¿Y cómo pasaron desapercibidos estos terroristas en una sociedad dominada por el control férreo de policía política franquista, la cual se encargaba de impedir con singular eficacia la entrada clandestina a la capital de comunistas y etarras? De repente, unos “chiquillos” (quienes, por cierto, estaban fichados) entraron en Madrid como si nada para asesinar al “ogro”. Y tras el magnicidio, sin explicación alguna, se omitió declarar el estado de excepción y se evitó poner en marcha la llamada operación “jaula” (máximos controles), como había ocurrido con atentados anteriores.
A principios de 1974 se publicó en el País Vasco francés un libro con el título “Operación Ogro: cómo y por qué ejecutamos a Carrero Blanco”. La obra, contada desde la perspectiva de los magnicidas, estaba firmada con el pseudónimo “Julen Agirre” y dio lugar a una serie de enigmas y controversias. El principal aspecto que sigue hoy alimentando teorías es la referencia a un misterioso personaje vestido con gabardina quien dio pistas clave a los terroristas. La existencia de tan misterioso soplón nunca fue comprobada, pero la impecable y exacta información que supuestamente proporcionó, junto a otros datos colaterales, apuntalan la opinión de quienes señalan a ETA como un mero el brazo ejecutor. Por otro lado, la cercanía del lugar de los hechos a la embajada estadounidense (en la calle de Serrano) y la visita a Madrid de Henry Kissinger el día anterior del atentado, llevaron a muchos a apostar por una implicación de la CIA. De acuerdo con esta versión, “documentos desclasificados” demuestran la forma como Washington consideraba a Carrero “intolerante, ultracatólico, feroz anti-masón, profundamente reaccionario, y un estorbo para el desarrollo de los intereses estadounidenses en España”. Pero ninguna teoría conspirativa ha encontrado documentos probatorios definitivos. Más allá de algunas críticas algo acerbas, en los archivos descalificados de la CIA no hay ninguna prueba contundente relacionando a la agencia con el magnicidio. También es muy probable que el misterioso “hombre de la gabardina” no fuera sino solo un personaje urdido en el libro Operación Ogro para servir como pista falsa.