sábado 15 junio 2024

El amor según Paul Ricoeur

por Germán Martínez Martínez

Está de moda denigrar al amor adjetivándolo como romántico. “De moda” porque, aunque cabría la crítica a la práctica social presente y a su pasado, lo observable en la cotidianidad no es un ejercicio de reflexión con sus coherentes derivaciones, sino la repetición de lugares comunes. Hay contradicciones y el amor se ha constituido —como el neoliberalismo y otras entelequias— en villano favorito y objeto de descalificación. En ciertos círculos sociales, hablar en contra del amor hace que uno quede bien y algunos incautos hasta lo aceptan como seña de salud mental (cuando suele ser farsa que pretende ocultar lo contario). Un ensayo del filósofo Paul Ricoeur (1913-2005, Francia), “Amor y justicia” (1990) puede dar pie, forzándolo un poco, a una crítica legítima al amor como tiende a practicársele en siglo XXI en muchos lugares del mundo.

Al hablar de estos temas, Ricoeur se movió en los planos de la teología y la filosofía. Yo quiero traducir mi lectura de su ensayo a la mundanidad de las relaciones de pareja. La caridad —virtud de amar a todas las personas por y en el amor de dios— seguramente es sublime, pero mi certeza es que en el amor de pareja enfrentamos nuestras cúspides de vivacidad y que la vida cobra sentido gracias a esos encuentros, aunque sean escasos y, probablemente, la mayoría no los experimente. Ricoeur diferencia entre justica y amor, pero su objetivo es “lanzar un puente entre la poética del amor y la prosa de la justicia, entre el himno y la regla formal”. Comienzo a forzar las cosas: una parte perniciosa del discurso contemporáneo sobre el amor es darle un giro positivo a algo que puede ser perverso. Se tiende a tomar como aceptable que uno se enamoraría o que incluso debería enamorarse de ciertas cualidades positivas —algunos hoy lo expresarían al revés propugnando evitar lo “tóxico”, pero la lógica es la misma— así el amor sería acto de justicia: te amo porque te lo mereces y me es imposible amarte porque… La justicia inspiraría al amor.

Altero el orden de su exposición y anoto que a Ricoeur le interesaba la diferencia entre justicia y amor, por eso se ocupaba de los “rasgos del discurso de la justicia”. Partía de que “el amor no argumenta, si se toma por modelo el himno de I Corintios XIII. La justicia argumenta, y de una manera muy particular, confrontando razones a favor y en contra, supuestamente plausibles, comunicables, dignas de ser discutidas por la otra parte”. Pero en la justicia la argumentación podría ser infinita, en cambio, “el ejercicio de la justicia no es simplemente asunto de argumentos, sino de toma de decisión”, en particular en los sistemas judiciales. El filósofo argumentaba que hay un “formalismo legítimo de la justicia” tanto en la “práctica judicial” como en el “ideal de un reparto equitativo de derechos y de beneficios de cada uno” para lo que aludía tanto a Aristóteles como a Rawls. Por eso —ligado al planteamiento de Rawls— Ricoeur afirmó que “el punto más alto al cual puede apuntar el ideal de justicia es el de una sociedad donde el sentimiento de dependencia mutua —incluso de mutuo endeudamiento— quede subordinado al del mutuo desinteresamiento”. Puede notarse que en este punto de su razonamiento se tocan la justicia y el amor.

El libro Amor y justicia contiene diversos ensayos.

En la construcción del puente entre amor y justicia, Ricoeur hacía dos preguntas: “cómo la cualidad poética del himno se convierte en obligación” y “de qué manera […] la Regla de Oro anuncia la Regla de Justicia”. En su indagación sobre la caridad —con fuentes bíblicas— el filósofo reflexionaba: “el amor al prójimo, bajo su forma extrema de amar a los enemigos, encuentra en el sentimiento supra-ético de la dependencia del hombre-criatura su primer vínculo con la economía del don”. Ricoeur ofrecía una explicación diciendo: “un acercamiento ético a la economía del don, el cual podría resumirse en la expresión: porque te ha sido dado, da a su vez. Según esta fórmula, y por la fuerza del ‘porque’, el don prueba ser fuente de obligación”; asimismo afirmaba el filósofo: “la economía del don desarrolla una lógica de sobreabundancia que, en un primer momento al menos, se opone polarmente a la lógica de equivalencia que gobierna la ética cotidiana”. Generosidad, no espíritu contable.

Es no obstante en su disquisición sobre la Regla de Oro que Ricoeur tendió el puente, pues podría sintetizarse que “sin el correctivo del mandato de amar, en efecto, la Regla de Oro sería sin cesar entendida en el sentido de una máxima utilitaria cuya fórmula sería do ut des, yo doy para que tú des. La regla: da porque te ha sido dado, corrige el a fin que de la máxima utilitaria y salva la Regla de Oro de una interpretación perversa siempre posible”. La conclusión deriva hacia iluminar los códigos —“penal” y de “justicia social”— porque el puente que Ricoeur produce se dirige a hacer “de la justicia el medio necesario del amor; precisamente porque el amor es supra-moral sólo entra en la esfera práctica y ética bajo la égida de la justicia”.

Ricoeur discute ideas del filósofo John Rawls.

Claramente estamos en la esfera del amor como caridad y no sólo en el plano de la pareja. Ricoeur sugería que la “dialéctica” entre amor y justicia debiese ser que el amor inspirase a la justicia. Volviendo a mi propósito de extender sus ideas, el planteamiento es contrario a la concepción según la cual: me enamoro porque es justo hacerlo dados los bienes que tú representas. No se requiere mucha sagacidad para darse cuenta de que concebir al amor como merecimiento está en contradicción con otra denigración de moda: la que se hace de la meritocracia. Es decir, se ataca una noción equívoca de meritocracia y, al mismo tiempo, se concibe que un amor “no tóxico” tendría carácter de merecimiento. La cuestión está llena de errores. En sociedades subdesarrolladas como la mexicana la crítica a la meritocracia es copia fuera de lugar de discursos existentes en sociedades ricas en que se alcanzan límites que quizá vuelven pertinente tal reflexión. En México lejos de aborrecer la meritocracia habría que hacerla posible (que personas delirantes atribuyan sus condiciones al propio mérito y no a la arbitrariedad es otra cuestión, aunque esto parezca ideología de un sector social). La pregunta pertinente es si se alcanza el amor por medio de méritos —por justicia— o si la vía del amor es distinta. Cabe ver cómo describía Ricoeur el amor. En mi concepción —que expongo al final— el camino pasa por la libertad no por la justicia.

Ante la dificultad o facilidad de hablar sobre el amor, Ricoeur planteó la cuestión de esta manera: “¿tiene el amor, en nuestro discurso ético, un estatuto normativo comparable al del utilitarismo o incluso al del imperativo kantiano?”. De nuevo paso a mi plano de interés. Un asunto que abordaré en otro “El amor según…” es el de concebirlo como una transacción, que es una forma degradada, pero acaso inevitable del encuentro entre dos personas. Hay un factor ineludible de intercambio, pero la cuestión se vuelve patentemente ajena a la vivacidad del amor compartido cuando tenemos —por usar un estereotipo— a una joven y atractiva mujer volcada en su apariencia, ocupada y preocupada por la de los demás y a un hombre con claros rasgos de vejez, pero amplios recursos económicos, que no pueden sino desagradar a tal mujer y que ni con el consumo de drogas prescritas e ilegales equivalen a la coincidencia en vitalidad. Hay algo triste en la situación, pero su relación puede ser funcional —desde beneficios intrascendentes hasta la constitución de un patrimonio— e incluso las partes pueden encontrar justificaciones para ella —“me quiere porque la protejo”, “el poder es erótico”— pero en esta transacción y otras más sutiles y comunes, estamos en la dimensión del utilitarismo no en la caridad ni en el amor de pareja.

Ruinas de la antigua ciudad de Corinto, Grecia.

Ricoeur establecía que “el amor habla, pero de forma distinta al lenguaje de la justicia” e identificaba tres rarezas del discurso del amor que son, al mismo tiempo, “resistencias” al análisis ético y la clarificación conceptual. Según él, “el discurso del amor es en primer lugar un discurso de alabanza” y por eso lo vinculaba con los himnos. En una nota resaltaba este rasgo pues argumentaba que el discurso del amor —al menos el de Pablo en su primera epístola a los corintios— “exalta la altura del amor por una especie de hipérbole negativa, pronunciando la nadificación de todo lo que no es el amor”. Después, Ricoeur se refirió a que “la segunda extrañeza del discurso del amor concierne al empleo desconcertante del imperativo”. De eso derivó: “hay algo escandaloso en ordenar el amor, es decir, un sentimiento” y que “es un mandato que contiene las condiciones de su propia obediencia por la ternura de su reproche: ¡Ámame!”. Así el análisis del discurso amoroso llevó a Ricoeur a designar los rasgos del amor como “la poética del himno” y “la poética del mandato”, para llegar a la tercera rareza: “el poder de metaforización que se vincula a las expresiones del amor”. Este último punto llevaría a que “el tropo expresa la tropología substantiva del amor, es decir a la vez la analogía real entre afectos y el poder del eros de significar y de decir el ágape”. El filósofo añadía que la lectura del Cantar de los cantares como “alegoría del amor espiritual” ha hecho del texto “el paradigma de la metaforización del amor erótico”. La idea del amor de Ricoeur pasaría por ser una poética de la alabanza de lo amado, con un carácter arrasador cercano al mandato y un poder de metaforización que resulta transformador.

Si según los argumentos de Ricoeur se quedan cortas tanto la mera transacción utilitaria como el planteamiento del amor resuelto por la justicia de su elección, ¿cuáles podrían ser vías factibles para el amor de pareja? Pienso cuando menos en una opción, que si bien no se ciñe a lo expuesto por Ricoeur tampoco se aleja o contradice el núcleo de su idea del amor, pues no renuncia a la pasión de la alabanza, ni escapa del sentimiento imperativo, ni carece sino que goza del vuelo de la metaforización. No es por encontrar bienes estandarizados que uno ama, pues por este camino el mecanismo es meramente de conformidad colectiva, así se trate de un grupo reducido —se valora lo que dicta la comunidad, por lo que la elección “amorosa” se vuelve reiterativa y las personas indiferenciables, aun cuando se venden como “alivianadas”— en cambio el ejercicio de esta posibilidad puede ser personal. En vez de la búsqueda de lo supuestamente deseable o el aprovechamiento de lo útil, siempre que se trate de personas construidas como individuos, en libertad pueden ejercerse criterios que confronten o no los sociales pero que sean producto del desarrollo de la individualidad. Como acto de libertad esto, lejos de ser gratificación garantizada, conveniente ajuste social o acción de justicia, conlleva la responsabilidad de escoger las consecuencias de compartir la experiencia con una persona con infinitos problemas, como todas. Porque como escribió Pablo de Tarso: “ahora[, en casi cualquier momento,] vemos por un espejo, veladamente, pero entonces[, en el amor,] veremos cara a cara”. De eso se trata: sólo por y en la individualidad y la libertad nos veremos cara a cara.

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