Una escena recurrente. En cualquiera de las redes sociales aparece una imagen, un encabezado, una foto, algún video, de algún político haciendo o diciendo alguna barbaridad, atacando a alguna autoridad, ofendiendo a un ciudadano, amenazando a alguna institución, proponiendo alguna ley absurda.
Un usuario promedio al encontrarse con un mensaje de este tipo, sin detenerse a una segunda reflexión, lo replica manifestando su sorpresa, su malestar, su enojo. Al mismo tiempo que manifiesta su inconformidad lo difunde y a la vez propicia, contagia, a otros a que también lo hagan, quienes dan por válido el mensaje incitador solo por quien lo está difundiendo más que por su veracidad, por ser real o no.
Es un ciclo que se mueve a velocidad de vértigo. En minutos se desatan tormentas de mensajes cargados de toda clase de reclamos, de exigencias, y una extensa variedad de epítetos ofensivos.
Pero, al poco, después del arrebato inicial, llega la refutación. Colectivamente se cayó en un engaño. Una pantalla fabricada, un mensaje descontextualizado, un video editado, una imagen manipulada, una pieza de información sensacionalista. Aunque en este punto, ya no importará mucho; la inercia del malestar inicial es imposible de detener y, a partir de nada más que meras filias y fobias, irracionales por definición, una idea inexistente, imprecisa, o una completa mentira, habrá incidido en el colectivo.
Cuando el autor de la pieza inicial la difunde, sabiendo que no es precisa, que no es siquiera real, y lo hace con la intención de hacerla pasar por cierta buscando causar confusión o malestar, se le llama desinformación.
Causar malestar es un elemento importante, aunque no lo principal. Resulta de utilidad porque cuando al flujo masivo de información se le agrega el elemento emotivo, el usuario nubla aún más su juicio para discernir sobre la validez, o no, de la información que consume. Quienes entienden el modelo saben que la carga emotiva en la forma de presentar una pieza de información es esencial para llamar la atención del usuario.
Estamos en una era sobrecargada de datos sueltos que no necesariamente son información ni mucho menos llegan a ser conocimiento útil. Al contrario, esta saturación acciona mecanismos que la audiencia, en persona del usuario, le permiten lidiar con los efectos adversos que le causa.
Hasta ese punto la desinformación ya es un problema grave con su efecto y alcance masivo sobre la audiencia, y lo es peor cuando los periodistas, los medios, caen en estos engaños.
Los medios masivos enfrentan una larga crisis de prestigio y de credibilidad, que ha tenido como peor consecuencia la pérdida de su confiabilidad. Hoy no es extraño que amplios segmentos de audiencia vean los medios masivos tradicionales como entes aliados subordinados exclusivamente a intereses económicos y políticos, como elementos adversos, enemigos del ciudadano común. Fenómeno que se agravó con el auge de los llamados medios alternativos y las redes sociales.
El problema es peor cuando se tiene, ahora, espacios que no pasan de ser ventanas de propaganda, proselitismo, o adoctrinamiento. Espacios disfrazados de medios que distribuyen contenido sesgado, manipulado, sin sustento, haciéndolo pasar como información, como noticias.
Esto tiene como resultado un escenario de una complejidad antes nunca vista. Los periodistas de profesión, ya sea en los medios alternativos o tradicionales masivos, enfrentan retos y complejidades inéditos en la historia.
El caos del internet actual, en especial con las redes sociales, ponen a la audiencia en una situación de conflicto ante la información disponible, con lo que domina es el sesgo de confirmación: la audiencia tenderá a consumir sin cuestionar aquello que confirme sus ideas, sus juicios, prejuicios, supuestos, y en general sus atavismos. En la misma lógica, repelerá, incluso combatirá, aquello que le resulte adverso, que lo cuestione, que le desagrade.
La realidad difundida texto tras texto, imagen tras imagen, desde todas las voces, la audiencia de medios digitales cada vez más fácilmente, y hasta con cinismo en muchos casos, puede sencillamente repelerla y no aceptarla como la verdad.
El papel histórico de los medios como parte de la ruta para aliviar este problema no es menor. En parte eso ayuda a entender por qué forman parte de los grandes objetivos a donde están dirigidos los esfuerzos de confrontación mediante información.
Para el caso de México tenemos un caso que a futuro deberá ser objeto de amplio estudio en las escuelas de periodismo. Uno de los mejores peores ejemplos que se puede encontrar hoy día, el show fársico que se ofrece cada mañana, donde personajes aliados, convenientes, exigen llamarse periodistas, pero no pasan de ser voces y plumas prestadas para amplificar al aparato de gobierno en sus ataques, denuestos. En sus mentiras y manipulación.
La historia sí ha dejado lecciones claras que ahora también deberían tenerse más presentes que nunca. Los periodistas verdaderos, de profesión, más allá de las posturas de simpatía o ideología, son figuras que sirven como una de las acotaciones necesarias para el poder, el gobierno, y su ejercicio es señal clara de la salud de la democracia de un país.
Sí se ha de encontrar alguna forma de solución al problema de la desinformación es casi inevitable que pase por encontrar en los periodistas uno de sus principales puntos de apoyo y sustento. El escenario de caos actual exige de un verdadero periodismo libre, independiente, eficaz, que recupere por méritos propios la credibilidad de su audiencia. Que se distinga de los aparatos de propaganda travestidos de medios, sin importar si son alternativos o tradicionales.
De otra forma, el escenario es bastante poco halagüeño y México ya empieza a caminarlo. El problema de la desinformación se vuelve el pretexto ideal para que los gobiernos de talante iliberal, autoritario pues, exijan erigirse como fiel que valide o no la veracidad de la información. Y para hacerlo el recurso ideal son las imposiciones, que ofrecen como regulaciones y otras formas de control que se buscan instituir.
De esa forma, también, encuentran el recurso perfecto para normalizar su posverdad: su retahíla de ataques, ofensas, imprecisiones y mentiras, convirtiéndola en LA verdad por decreto.
Hagamos red, aprendamos a discernir sobre la veracidad o no, del contenido consumido, y sigamos conectados.