En Las noventa Habanas (katakana editores, 2019) Dainerys Machado Vento nos presenta un conjunto de relatos en los que la capital cubana aparece a sol y a sombra, con su mar y sus barrios, ella misma y su reflejo en Norteamérica, vieja, renovada y eterna, real e imaginada, con sus mujeres y sus hombres, sus viejos y sus niñas…
Acerca de ese volumen, en el que podemos echar una mirada a muchas Cubas con versamos con la autora, quien dice que La Habana “siempre me sorprende en medio del caos o del descuido”.
Machado Vento (La Habana, 1986) estudió Periodismo en la Universidad de La Habana y es maestra en Literatura Hispanoamericana por El Colegio de San Luis. Ha sido editora en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y en la Casa Editorial Tablas-Alarcos. En 2016 recibió el Premio Estatal de Periodismo San Luis Potosí.
AR: ¿Por qué un libro de relatos como el tuyo?
DMV: Salí de Cuba en 2014, a estudiar una maestría en Literatura en México. Desde la distancia empecé a pensar diferente en mi ciudad. Aunque en Las noventa Habanas hay algunos textos anteriores a esa partida, en general el libro es una reflexión ficcional sobre el pasado, la gente y la ciudad que yo sabía que estaba dejando quizás para siempre.
ARM: Habías estado principalmente en el periodismo y la academia. ¿Por qué decidiste ingresar en el campo de la ficción?
DMV: Creo que fue una transición natural. Me gradué en Periodismo en la Universidad de La Habana con una tesis sobre la rehabilitación pública del escritor cubano Virgilio Piñera y con unas ganas inmensas de publicar crónicas, de hacer entrevistas de personalidad, críticas de teatro. Pero en la revista Bohemia, donde empecé a trabajar, me tocó cubrir temas de construcción y turismo. Fueron tres años de mucho aprendizaje, tanto profesional como humano. Todo lo que quería y lo que no quería ser lo encontré en esa redacción.
Llegó pronto el momento en que el periodismo, y especialmente el periodismo cubano, dejó de satisfacer mis ganas de decir. Apliqué a una maestría en Literatura en El Colegio de San Luis, y en mi último año allí apliqué al doctorado en la Universidad de Miami. En los momentos de soledad que la academia y la migración me regalaron insistentemente, fue natural que me aproximara a la ficción.
Pero fíjate que siempre digo que la historia de la mejor literatura latinoamericana está anclada en el periodismo: Elena Garro, Gabriel García Márquez, y en Cuba, Pedro Juan Gutiérrez y Leonardo Padura (por sólo mencionar a algunos), todos han tenido largas carreras periodísticas, algunos de ellos incluso cuando ya se consideraban narradores conocidos. Yo, por ejemplo, sigo viendo la vida como una periodista, creo que son formaciones que no se curan.
Me fui de Cuba con la idea de no reportear más, y dos años después en San Luis Potosí gané el Premio Estatal de Periodismo 2016 con un reportaje sobre los indicadores de hambre en la región. Estaba otra vez metida hasta los codos, haciendo entrevistas, reportajes de investigación.
AR: En varios de los relatos está muy presente la relación de las hijas con las madres, con la abuela. ¿Qué quisiste significar con esta relación?
DMV: No podría decir que construí esa reiteración de manera consciente, y de hecho debo confesar que eres el primero que me hace notarla. Diría que, por un lado, puede que tenga que ver con la condición juvenil de muchas de las voces narrativas del libro, que viven en familia y tienen en esos grupos y especialmente en sus madres y abuelas el centro de sus vidas.
Por otro lado, creo que es inevitable repensar continuamente el papel de la familia en cualquier representación de Cuba. La familia allí es el núcleo por el que pasan todas las decisiones que se toman en la vida. Y en una sociedad patriarcal, donde las mujeres tienen la mayor responsabilidad en el hogar, probablemente las madres y abuelas terminan siendo las villanas y las heroínas de todas las historias.
AR: También en el libro aparecen lectores y autores en los relatos: Martí, Virgilio Piñera, Borges y otros. ¿Qué tanto revela tus lecturas y tus influencias?
DMV: Sin duda son parte fundamental de mis lecturas. Quisiera decir que también tuve la suerte de que me influyeran en la escritura, pero esa afirmación podría sonar un poco pretenciosa y, en todo caso, correspondería a las personas que me leen hacerla.
AR: En un relato hay una mujer que explica que sus padres le enseñaron que el único lugar de Cuba donde se puede ser completamente libre es el cuerpo. En las historias del libro también hay mucha sensualidad. ¿Cómo se convierte este en una forma de libertad?
DMV: La sensualidad es uno de los estereotipos del ser cubano. Como todo estereotipo, tiene mucho de verdad. El divorcio, el aborto, son algunos de los pocos derechos que se han respetado en Cuba incluso antes de los años sesenta y supongo que eso también ha influido en la forma en que los cubanos percibimos nuestros cuerpos. En un país donde el gobierno ha prohibido muchas cosas y el pueblo ha aprendido a vivir vigilándose uno al otro, preocupado aún por lo que piensa el vecino, el sexo es una de las pocas cosas que no está mal vista.
Pero en perspectiva diría que es la sensualidad “normalizada”, regularizada, la que no está mal vista. La comunidad homosexual en Cuba ha sido reprimida, constantemente marginalizada; la bisexualidad es un tabú. O sea, básicamente no estoy de acuerdo con lo que dice la protagonista del cuento “Es de familia”. El cuerpo podría ser un espacio de libertad si las personas dejaran de juzgarse unas a las otras y comenzaran a respetarse.
AR: Sobre “Mi amiga Mylene”, donde se lee “irse de Cuba es renunciar a todo cuanto hemos tratado de ser hasta hoy”. ¿Qué nos dice este relato sobre la relación actual entre la Cuba aún revolucionaria y los jóvenes escritores cubanos?
DMV: Esta pregunta ameritaría una tesis… de hecho una parecida a la que estoy escribiendo para mi doctorado. Una respuesta breve y más general de lo que quisiera sería la siguiente: es posible leer autores jóvenes que hicieron su carrera en Cuba y ahora viven fuera fingiendo que fueron censurados por las instituciones oficiales; autores jóvenes que maduraron como opositores al gobierno; autores jóvenes que viven dentro o fuera de Cuba y no se cuestionan demasiado su realidad política; también hay grupos que solo se leen sólo entre ellos y gente más dispuesta a colaborar.
Creo que esa diversidad enriquece el panorama literario y político del presente. Probablemente en los años noventa más personas pensaban como los personajes de ese personaje Mylene, y creían que irse de Cuba era renunciar a una carrera literaria o profesional; pero los tiempos son otros, y los jóvenes escritores cubanos sobreviven donde se planten, dentro o fuera de la isla, con todas sus complejidades y riquezas. Algunas de estas figuras tienen obras muy políticas, otras apolíticas; algunas trabajan de gratis y a otras les interesa cobrar mucho dinero, pero en todos los casos están siendo libres de elegir sus caminos creativos, algo que le fue negado a nuestros mayores.
AR: En el libro hay varios relatos sobre la otra Habana, en la que se exponen desde los recuerdos gratos de la cubana hasta la discriminación en la estadounidense. Es Miami, de la que en un relato se dice que es “una copia demasiado idéntica de La Habana”. ¿Cómo entiendes la relación entre ambas ciudades en términos literarios?
DMV: ¿Me preguntas como entiendo las relaciones literarias entre Miami y La Habana? ¿O cómo comprendo literariamente la relación entre ambas ciudades? En cualquier caso, creo que los adjetivos serían: compleja y fluida. No se puede entender la literatura cubana sin Miami y viceversa. No se puede entender a Cuba sin Miami, y viceversa.
AR: También aparece por allí México, especialmente en el cuento sobre una suegra y en otro donde se evoca a Leonora Carrington. ¿Cómo ves a México en tus relatos?
DMV: México es el espacio desde el que la mayoría de los relatos están escritos; desde allí comencé a mirar hacia el resto del mundo. México está en algunos relatos y detrás de todos, aunque no sea visible. Allí también aprendí a verme como cubana, a entenderme en mi historia nacional. México representa, además, todos los puntos medios que existen entre La Habana y Miami. Solo en Cuba y en Estados Unidos hay que elegir ser revolucionario o anticomunista. En el resto del mundo, como en México, un cubano puede admirar el proyecto educativo original de la revolución, pero criticar al gobierno. Creo que solo desde esos puntos medios se puede comprender realmente que existen muchas Cubas y que algunas de ellas deberían ser salvadas.
AR: Uno de los personajes recuerda que “La Habana era una sola calle donde su abuelo y la poesía se juntaban volviéndose nada”. En esos términos, ¿cómo recuerdas a esa ciudad?
DMV: No diría que recuerdo a La Habana porque siempre trato de llevarla viva. Visito la ciudad a menudo y siempre me sorprende su belleza en medio del caos o del descuido. ¿Sabes que si caminas por La Rampa rumbo al malecón vas pisando de reproducciones de obras de pintores cubanos como Wifredo Lam, Amelia Peláez? También se puede subir a la azotea del edificio Bacardí y ver el mar; al último piso de la antigua Plaza Cívica y ver el mar; La Habana es también su mar, y el mar estará ahí después de todo.
AR: El último relato es una bella descripción de la vida cotidiana e íntima en un barrio habanero, ¿Hay algo que pueda romper ese orden natural?
DMV: Yo espero que sí, porque en realidad ningún “orden” es natural.