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Oí hablar por primera vez de Irma Serrano en cierto cotilleo familiar encendido por dos libros firmados por ella, “A calzón amarrado” y “Sin pelos en la lengua”. Finalizaban los años 70 y aún era impropio que una mujer revelara sus concesiones para tener la fama y, además, detallara la relación que tuvo con Gustavo Díaz Ordaz, el expresidente responsable de la matanza de estudiantes en 1968. A los 13 años, esas excentricidades no me interesaron, mi único interes era que México fuera campeón del Mundial de Futbol en Argentina.

La segunda vez que oí hablar de ella fue precisamente cuando la conocí personalmente, a mediados de 1986, un domingo a mediodía en el mercado de la Lagunilla del Distrito Federal. Sin regatear el precio de un jarrón de porcelana “Viejo París”, la señora me ordenó envolver la pieza que llevaría a su casa de Chiapas, su tierra natal. La vista que en ese entonces me permitían mis 24 años divisó una impostura, alguien vacío que, al no tener vida propia, la representaba. Eso vi: la actriz que crea su personaje hasta que el personaje la suplanta. Es “La Tigresa”, murmuró mi vecino extasiado cuando yo tenía grabado su rostro plástico, el lunar negro en medio de la frente y los ojos desorbitados que apenas contenían sus pestañas postizas. Hasta ese momento las únicas tigresas que yo conocía se llamaban Kalantán y Bettie Page.

Estoy seguro de haber visto la película “Santo contra los zombies” estrenada en 1962, cuatro años antes de que yo naciera. La vi gracias a las extenuantes repeticiones fílmicas de la televisión en Canal 4, pero no reparé en que junto al Enmascarado de plata estuviera Irma Serrano, entonces más parecida a un cuervo que a un felino. De cualquier modo la aventura de salvar al mundo fue más atractiva incluso que Lorena Velazquez, quien también participó en esa odisea. Algo similar sucedio durante mis caminatas en la calle de Donceles de la ciudad de México: jamás reparé en que el Teatro Fru Frú, otrora “Virginia Fábregas” y mucho antes “Renacimiento”, inaugurado en 1889, fuera propiedad de aquella aficionada a las antiguedades. Entrados los 80 supe que compró el teatro en 1973 y lo inauguró con una adaptación suya de Nana de Émile Zola, que más tarde también llevaría al cine. Ese dato sí fue trascendente dado mi aprecio irrenunciable por las prostitutas con personalidad y lo fue aún más porque en el Fru Frú se montaron otras obras como Lucrecia Borgia y Yocasta Reina, finalizando los 70.

La última vez que escuché a la artista fue en el año 2000, durante el noticiero que conducía Joaquín López-Dóriga. Era senadora de la República. Cargaba 67 años, tenía la cara gruesa, la nariz deforme y el maquillaje desesesperado entre el legendario lunar y el pigmento blanco como de máscara de cartón. Simpaticé con su crítica a la televisión aunque ésta se debía a su resentimiento por haber sido desechada como parte de un negocio del que ella participó. Sobre todo, me dio pena su voz arrastrada y los desplantes de diva enquencle con los que arremetió contra el comunicador, a quien tildó de priista cuando ella inició su aventura política en el PRI. Dos años después, desesperada de caer en el olvido, declaró que sólo había amado tres veces, los demás fueron “acostones”, y que los homosexuales eran los mejores amantes. Pero no conmovió a nadie, ya no tenía la frescura de antaño ni eran los 70.

Tengo frente a mí una fotografía de Irma Serrano, captada el 8 de diciembre de 2022 en su cumpleaños 89. Está muy lejos del día en que arribó a la capital para actuar, bailar y cantar “15 años tenía Martina cuando su amor me entregó”, entre otras letras rancheras. Muy lejos de sus poses contra María Felix, los pleitos con Isela Vega y fuera del ring donde peleó con Santo, en la segunda cinta en la que actuó con él. También en el celuloide fuera de la cama donde formó parte de “Las amantes del señor de la Noche” y ausente de las “Noches de cabaret”. Ahora, en la imagen octogenaria están sobrepuestos el cráneo a los tejidos, las cuencas a los ojos y los dientes a la sonrisa. El lunar y las cejas legendarios son tinte negro de su expresión languida, ausente cual hoja de papel amarillenta y olvidada como una muñequita de Sololoy recostada en la vitrina de alguna tienda de antiguedades de la Lagunilla.

Irma Consuelo Cielo Serrano Castro fue impetuosa y libre. Su astucia la incrustó en el espectáculo y la fiesta nacional que, hace poco más de 60 años, avistó el futuro ineluctable de la modernización. Su rol no fue sutil, hubiera ido contra su naturaleza. Tampoco refinado, sus cantaletas rústicas y su lenguaje ordinario son parte de la autenticidad que le dio reconocimiento. Otra parte está en la osadía que tuvo, por encima de otras exóticas, rumberas y vedettes, para hacer del desnudo y de la reseña de la intimidad femenina actos trangresores. Su arbitraria y vulgar adaptación de Nana es lo de menos si nos atenemos a las críticas de amplios sectores mojigatos que aseguraron que la obra multiplacaba a homosexuales y lesbianas.

Irma Serrano fue el estornudo impertinente en la mesa de gala, el aplauso a una pieza musical que no ha terminado o el chiflido en medio de una sonata. La majadería del público que exigió ver pelos en el teatro y la arrogancia de la diva rodeada de pieles de leopardo. Fue el ridículo como hábito de vida y el quebrando de la pureza como aspiración. Una gran intérprete de sí misma. Bailarina, cantante, actriz, escritora, empresaria, anticuaria y política. Apetitosa nínfula para viejos raboverdes e invierno cobijado por jóvenes a sueldo.

Quiérase o no, su rugido es parte de los sonidos de aquellos tiempos.

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