La semana pasada Estados Unidos conoció una de las más alucinantes crestas del “nihilismo trumpeano”. El expresidente fue imputado por tercera vez, ahora por delitos tan graves como defraudar a los Estados Unidos y conspirar contra el derecho al voto de los ciudadanos justo un par de días después de que el New York Times confirmara mediante una encuesta la forma como los republicanos lo adoran: 57 por ciento de ellos lo apoyan para ser su abanderado en las elecciones del 24 con todo, por todo y pese a todo. Es casi surrealista que un sujeto tan a todas luces deleznable sea líder inamovible del otrora conservador Partido Republicano, cuya principal seña de identidad se forjó en torno a temas la moralidad y el carácter. Recuérdense los discursos de Ronald Reagan o los Bush, llenos de elogios a “nuestros profundos valores morales y nuestras fuertes instituciones sociales”. ¿Cómo se explica este insólito fenómeno? Es baladí cualquier intento de racionalizarlo. En la fuerza de las ideas o de la plataforma de gobierno no se encuentra el secreto, desde luego, habida cuenta de que nada de eso existe. El expresidente tiene una abierta indiferencia, cuando no desprecio, por los hechos y ha logrado hacer que sus seguidores prefieran vivir una realidad alternativa. Justo por eso muchos analistas han bautizado a este engendro como “nihilismo trumpeano”.
Trump es un nihilista. Hay quienes lo niegan por considerar al zafio magnate incapaz de cualquier tipo de elucubración intelectual y simplemente los catalogan como un egocéntrico ignorante. Es insensato aplicar cualquier filosofía particular a las acciones de un dirigente megalómano y miope. Pero, en última instancia, todos están de acuerdo en que a Donald Trump solo le interesa Donald Trump, y ello implica un cierto tipo de nihilismo, entendido este concepto como el rechazo de todos los principios religiosos y morales y la creencia de que el gobierno, la política y el proceso político no tienen sentido. Ya decía Antonin Artaud: Todo tirano o aspirante a serlo es, a final de cuentas, un “anarquista coronado”. Los narcisos extremos como el Donald solo creen en ellos mismos, y nada más. No creen en la sociedad, no creen en las instituciones, no creen en las ideologías, no creen en la racionalidad, no creen en la gente. Solo YO. Por eso Trump vive en desapego a la verdad, y por eso en su momento le atrajo tanto la personalidad de ideas de Steve Bannon, oficiante de una oscura y torcida teoría cíclica y nihilista de la historia la cual, entre otras vesanias, advierte la inminencia para Estados Unidos de una hecatombe.
Para muchos de quienes han estudiado su fatua personalidad, Trump “es una forma de medir el resentimiento social y los odios raciales”, por eso carece de plataforma. Pero por sobre todas las cosas, a este personaje lo motiva unicamente la lujuria del poder por el poder mismo. Ciertamente carece de cualquier tipo de fundamento ideológico. Los gritos de guerra su insurrección son negaciones de personas o hechos. “America First”, “MAGA” e incluso la propia supremacía blanca se basan esencialmente en la negación de otros, ya sean inmigrantes, extranjeros o personas de color. Pasa lo mismo con la mentira de que las elecciones fueron robadas. Implacable narcisista preocupado siempre y exclusivamente por sí mismo, el magnate vive del desprecio a los demás y de la idolatría a su persona. Ha logrado divulgar e imponer entre sus millones de seguidores su imagen de cínico millonario inescrupuloso que se ha convertido en una especie de “antimodelo”. Tiene éxito a pesar de vanagloriarse por no pagar impuestos y ser notoriamente machista, vulgar e ignorante, y al legitimarse estas conductas cualquier cosa es posible. Representa al paradigma del tipo listo, exitoso y carismático y eso le da una connotación de culto a la personalidad que se afana en legitimar de alguna forma todos sus dislates, su falta de respeto por el juego limpio y esa innoble creencia de que los más importante es ganar a toda costa.
Trump es un transgresor, de ahí su habilidad de canalizar la rabia de muchos estadounidenses contra las élites. Supo representar incluso mejor que Berlusconi al empresario eficaz que compite con grises “políticos profesionales” y presentarse como un “antipolítico” enfrentando a burócratas que jamás han sabido crear empleos y pagar nóminas por sí mismos. Esta transgresión pudo romper el tedio de la democracia tradicional (sistema de gobierno a final de cuantas mediocre) con un lenguaje soez, gritos destemplados, eslóganes elementales, chistes vulgares y comentarios misóginos. El desprecio hacia la corrección política dio lugar a un personaje híbrido y -en realidad- muy común: el multimillonario prosaico que gracias a su riqueza y audacia se convierte en una especie de superhombre ajeno a los rigores de los códigos de conducta normales. Este discurso llano y rudo conecta con mucha gente, especialmente con el electorado menos formado.
Así se llegó a la increíble ironía de ver triunfar a un multimillonario que lanza peroratas con un lenguaje tabernario contra las élites y denuncia los agravios y las dificultades de las clases media y trabajadora, pero que ya en el poder promueve políticas en favor de sus congéneres, los ricos. De acuerdo con el politólogo Garry Willis, Trump representaría el arquetipo del demagogo “por completo desinteresado en trabajar por soluciones reales a los males sociales, capaz solo de ofrecer una oportunidad de gritar en la oscuridad mientras, al mismo tiempo, reclama encarnar a la nación, hablar por ella, ser su única esperanza para la redención”. Esta sed de poder, combinada con la indiferencia y la negación de la responsabilidad social, equivale a un nihilismo devastador.