Se ha vuelto lugar común pensar que todo el poder del régimen obradorista reside en el presidente. Si bien es cierto que Obrador ha concentrado un enorme poder unipersonal por encima de la institución presidencial, que no tiene propiamente gabinete, que ha desmantelado a la administración pública federal, que desacata a los otros poderes de la Unión y que tiene pulsiones autocráticas que buscan trascender su sexenio, la verdad es que lo acompañan algunos grupos de poder tradicional que han sido beneficiados con la regresión y que tampoco se irían por las buenas.
Con poderes tradicionales me refiero a la vieja guardia, al viejo-viejo régimen, a los sindicatos y a otros factores reales de poder que vieron en la oferta obradorista una posibilidad de restauración. Podríamos empezar con el magisterio educativo –los dueños de la educación y las plazas escolares en México– para quienes la promesa en esencia fue revertir la reforma educativa que, con todas sus deficiencias, les quitaba el poder y regresaba la rectoría al Estado. Así fue: en el clásico arreglo de prebendas por votos, López Obrador consiguió el apoyo de los sindicatos magisteriales a cambio de mantener sus privilegios. Hoy los niños están secuestrados por ambos frentes.
Otros gremios beneficiados por la regresión obradorista son los petroleros y los electricistas. La reforma que liberaba el sector energético los hubiera destruido paulatinamente. El Estado mexicano ganaba más dinero concesionando proyectos a empresas privadas, pero eso dejaba fuera de la jugada a los antiguos sindicatos enquistados, de modo que López Obrador les ofreció rescatar a Pemex como palanca de desarrollo y a la CFE como monopolio eléctrico a cambio de su apoyo. Como sabemos, hoy Pemex incinera unos 500 mil millones de pesos al año, mientras que la situación financiera de la CFE se deteriora rápidamente al tiempo que no provee la energía suficiente, contamina y retrasa la transición energética. Otra vez, pierden el Estado y los mexicanos, pero ganan los poderes rentistas.
También están los grandes oligarcas –varios de ellos reunidos en el Consejo Asesor Empresarial– cuyos monopolios y concesiones han sido protegidos y ensanchados a cambio de complacencia. Acaso nadie haya perdido más dinero con la reforma a las telecomunicaciones que los grandes empresarios mediáticos. Sin embargo, hoy vemos a los medios tradicionales cómodamente alineados con el poder presidencial.
Finalmente está el triángulo antidemocrático conformado por militares, la antigua clase política defenestrada en la transición, y el crimen organizado. Todos ellos han sido beneficiados por el régimen obradorista. Los primeros, con dinero, contratos y tareas civiles; los segundos –gente como Bartlett, Napoleón Gómez Urrutia y Pablo Gómez– con el retorno al Edén; y los terceros con impunidad, abrazos y una entrada al sistema electoral.
Esos son los poderes que en el fondo mandan en México más allá de la voluntad popular y que han respaldado la regresión. Nadie puede ganar una elección ni después gobernar sin alguna forma de negociación con ellos. Se puede enfrentar a algunos, pero no a todos al mismo tiempo. La pregunta que se debe estar haciendo la aspirante puntera de la oposición es qué les va a ofrecer para que no prefieran mantenerse en el bando de su mecenas.