Claudia Sheinbaum no es aliada de las mujeres, por el contrario, su actitud, su sumisión, su manera de depender de un hombre hablan de que, en los hechos, aunque en el dicho se diga otra cosa, es contraria a los principios feministas. Que es beneficiaria de la lucha que emprendimos otras para visibilizar a las mujeres en la política nadie lo puede negar: ella se recargó en la pared ya bastante debilitada que durante años habíamos golpeado para que con un simple empujoncito (dado por su único jefe) se empezara a derrumbar, pero no tiene una sola herida producto de esas batallas campales para que se reconocieran nuestros derechos y pudiéramos acceder a los cargos de representación popular. Nada tiene que ver, además, con el trabajo enorme que nos costó romper los techos de cristal y, mucho menos, con la conquista de la paridad. Puede tener otros atributos, pero su compromiso con las mujeres no lo es.
Amelia Valcárcel sostiene, con mucha claridad, que la mujer que asume el poder tiene que ejercer la investidura completa para poder señalar que se está rompiendo con la estructura patriarcal. Si no es capaz de creérsela, de arrogársela con plenitud, si ese poder deviene del otro (en este caso, de un hombre), no se está creyendo que le es algo tan natural a ella, como es a los hombres. Para mí, eso sucede con la candidata del oficialismo: su incondicionalidad, su servilismo, su incapacidad de cuestionar decisiones controvertidas del presidente y, sobre todo, de defender a las mujeres, la colocan muy lejos del feminismo. Porque si ha habido una revolución silenciosa, es esta; si hay un movimiento revolucionario, es este, porque lleva en su génesis lo disruptivo, lo que fractura el pacto patriarcal, lo que empodera a una mujer por sí misma, y no gracias a otros. Diría Marta Lamas: cuerpo de mujer no garantiza perspectiva de género.
La recién destapada “corcholata” (como peyorativamente le puso el presidente) ha hecho todo, menos defender los logros, las causas y los derechos de las mujeres. Es incapaz de cuestionar una sola decisión presidencial, pero lo más grave es que no se ha comprometido con políticas públicas de nueva generación que tienen que ver con los derechos femeninos. No se expone ni asume consecuencias de sus actos, como en el caso de la Línea 12 del Metro, en el que se recarga en un hombre para lavarse las manos manchadas de sangre por esa tragedia.
No sólo eso: se ha manipulado la lucha feminista para utilizar lo que conviene y hacerse víctima en lugar de afrontar (aunque ya sabemos que eso conlleva costos en un país machista) y, sobre todo, subvertir el pacto patriarcal que tiene a la inmensa mayoría de las mexicanas encadenadas a la violencia, al dolor, a la inseguridad. Que llegue una mujer a la Presidencia simbólicamente representa mucho, pero no necesariamente significa romper con esa estructura de opresión; por ello, los intereses patriarcales no la ven como un peligro. Por el contrario: ese pacto cómplice se acomoda porque el presidente les pide que la apoyen, que coloquen los medios de comunicación a su servicio, que la ayuden a ganar (así, literalmente, se dan las reuniones en Palacio Nacional) y que, además, le den las dos terceras partes del Congreso porque de otra manera no será posible continuar con el segundo piso de la “cuarta transformación”. Mientras, ella se acomoda, no cuestiona, no subvierte esta desigualdad, esta violencia; al contrario, la reproduce. No puedo imaginarme siquiera que como jefa de Gobierno hubiera puesto muros en el Zócalo para impedir la protesta de miles de mujeres, sobre todo jóvenes, que levantan la voz porque las están matando todos los días y lo único que reciben como respuesta son las puertas cerradas, son oídos sordos de una gobernante que es mujer. Yo las hubiera recibido con los brazos abiertos porque esa lucha ha sido la mía desde que estaba en la Universidad Nacional.
Muy por el contrario, Claudia ha encubierto a un gobierno que desapareció las escuelas de tiempo completo, las estancias infantiles, los refugios para mujeres y los comedores comunitarios, y ha guardado silencio porque no comprende que se requiere un Estado cuidador que asuma que las mujeres ya no estamos todo el tiempo en casa, que trabajamos, que somos el sostén del hogar, y requerimos un gobierno que comparta con nosotras las responsabilidad de cuidar a las y los niños, cuyo interés es el superior, de acuerdo con nuestra Constitución. Nunca se ha solidarizado con las víctimas de esta estrategia fallida de “abrazos y no balazos”, ni con las madres buscadoras, cuyo único anhelo es encontrar a sus hijos, ni tampoco con las que sólo piden algo tan vital como medicamentos para que sus hijos no mueran de cáncer o de cualquier otra enfermedad. Por el contrario, hace propaganda diciendo que ahora estos son derechos, cuando 50 millones de mexicanos no pueden ejercerlos.
Sólo levanta la voz para defender a una víctima cuando tiene un interés político, como sucedió en el caso de Morelos, pero no por las asesinadas en la ciudad que gobernó ni por sus muertas o víctimas de injusticias y violencia. Su falta de empatía es tanta que posteriormente a la visita del entonces ministro presidente de la Suprema Corte al penal de Santa Martha Acatitla no fue capaz de visitarlo, de ir a escuchar a las mujeres, de conocer las condiciones en las que viven y de las múltiples injusticias que se cometen a diario por el equipo encabezado por su “fiscal carnal”, aunque el sistema penitenciario era en esos momentos de su competencia como gobernante de la ciudad.
La conclusión es una sola: Claudia ha pavimentado su camino hacia la Presidencia pisoteando nuestros derechos, y eso de ninguna manera representa un piso más en el progreso de este país, sino un franco retroceso. Concluyo diciendo que, en efecto, es tiempo de mujeres, pero no de cualquiera, mucho menos de una que lleva en las manos un bastón de mando prestado y que para avanzar ha necesitado “las vejigas de otros para nadar”. O, más bien, de otro.
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