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Las cifras son apabullantes. No hace mucho, a principios de noviembre de 2006, se registró la fabulosa cifra de 100 millones de sitios web creados desde 1991, año en que se puso en línea el primero1. La progresión ha sido sorprendente y el crecimiento se ha dado en relación geométrica. En abril de 1997 se pasó la barrera del primer millón de sitios web y, apenas tres años después, en febrero de 2000, la cifra de diez millones. Ése no era sino el principio, pues en septiembre de ese mismo año se alcanzaron los 20 millones, y en julio de 2001, 30 millones. Entre abril de 2003 y abril de 2006, el número pasó de 40 millones a 80 millones, lo que significa que cada semana se inauguraron 260 mil websites, más de mil 500 por hora. En agosto de 2006 había 90 millones de sitios, y en noviembre 100 millones2.
Ese crecimiento exponencial produce fenómenos como YouTube, una plataforma web para compartir videos, que en menos de dos años ofrece 100 millones de videos que los usuarios del sitio incrementan a un ritmo de 70 mil por día. Los jóvenes veinteañeros Steve Chen, Chad Hurley y Jawed Karim, que iniciaron esta comunidad virtual en 2004, no imaginaron hasta qué punto su iniciativa iba a reinventarse a sí misma, gracias a la afluencia masiva e usuarios. Algo similar ha sucedido con MySpace y otros sitios que trascienden su condición inicial para convertirse en multitudinarias comunidades virtuales sin fronteras.
El éxito de estas plataformas de comunicación autogestionada puede medirse en billetes: Google compró YouTube por mil 650 millones de dólares en octubre de 2006. Skype, un sistema de telefonía gratuito con más de 100 millones de suscriptores, diseñado por dos muchachos daneses, fue comprado por eBay por dos mil 600 millones de dólares. Lo que se vende y se compra en estos casos es la comunidad de suscriptores y lo que esto representa como potencial mercado.
¿Quiere decir que Internet se ha convertido en la panacea de la democracia comunicativa global? El fenómeno de los usuarios apropiándose de los espacios virtuales es sin duda sorprendente; el tema de las redes virtuales ha alimentado numerosas reflexiones en estos últimos años y resulta casi imposible prever su desarrollo, pero sería un error deducir que estas eclosiones libertarias en el espejo virtual constituyen un fenómeno planetario. La humanidad es más grande que YouTube o que Skype, y lo que para muchos de nosotros constituye el pan nuestro de cada día, no es, para la inmensa mayoría de la población del planeta, más que un espejismo difícil de alcanzar. Y esto no tiene que ver tanto con el acceso a la tecnología como con las posibilidades reales de apropiarse de los contenidos de la World Wide Web.
Las redes virtuales, por ejemplo, si bien alcanzan un grado de sofisticación cuya fuerza reside en los propios usuarios, pueden convertirse en barriles sin fondo de deseos insatisfechos y mensajes catárticos. La idea que promueve YouTube de visibilizar a cualquier usuario en igualdad de condiciones recuerda mucho el axioma de Andy Warhol de que todo ser humano puede tener alguna vez en su vida sus 15 minutos de fama y de gloria. Si en 1968 la frase de Warhol tenía el valor de una predicción a futuro, hoy está mediada por la multiplicidad de las audiencias: el hecho de aparecer por unos minutos en una comunidad virtual en la que se cruzan los anhelos de fama de millones de usuarios, automáticamente anula las probabilidades. Millones compiten ya no por minutos sino por segundos de visibilidad en cientos de miles de plataformas que compiten entre sí. Al final, no hay siquiera una forma de medir quién alcanzó sus15 minutos de fama, o quizá sí hay una manera, y es la más clásica: una repercusión en los medios masivos convencionales (radio, prensa, televisión).
La apuesta individual por la visibilidad en la Web no deja de ser otro espejismo para los que tienen acceso. Hay más conciencia individual que colectiva de la propia visibilidad. Parecería que prima una ilusión catártica: cada individuo es 100% consciente de su propia presencia virtual, pero es muy poco consciente, o al menos selectivamente consciente, de las miles y millones de otras presencias que persiguen la misma ilusión. Si desde el punto de vista de la autoestima la participación en el espacio público virtual es importante y ofrece con frecuencia voz a los que no la tienen, también es cierto que puede llegar a ser un reflejo desmovilizador si no se traduce en acciones concretas en el meat world, es decir, en el espacio de “carne y hueso”, donde las verdaderas redes sociales operan.
Eso hemos aprendido de redes virtuales como IndyMedia. En tanto que comunidad virtual, IndyMedia ha permitido la circulación a nivel global de importantes flujos de información y contrainformación generada por ciudadanos comunes. Pero, además, ha servido como motor de convocatoria para encuentros en el espacio real de las manifestaciones en contra de la globalización, o para las reuniones del Foro Social Mundial. Cuando la comunidad virtual tiene objetivos políticos de largo plazo que son comunes a sus usuarios, ejerce una doble función virtual/real, mientras que cuando la comunidad virtual es un pozo sin fondo en el que se vierten miles de expresiones individuales sin horizonte político común, corre el riesgo de convertirse en un espacio de catarsis individual, con expresiones aisladas multiplicadas al infinito, que en su mayoría no hacen sinapsis con otras.
El Apartheid electrónico
Internet ha sido en buena medida idealizado como la tecnología que unirá el mundo entero mediante la magia de las computadoras. Pero en muchos sentidos se ha convertido en una nueva forma de apartheid: uno electrónico que abarca más que cualquier otra forma de discriminación.
Uno de los factores excluyentes de las grandes mayorías es el idioma. Quien no lea, hable o escriba en inglés, está fuera del juego, es segregado, exilado y enviado a los guetos del español, el hindi, el francés, el mandarín y las otras lenguas con una baja representación en la red. El idioma oficial del Internet se ha convertido en el nuevo color de piel de la supremacía cultural en su máxima expresión. Lo vemos con frecuencia en foros virtuales donde la participación está automáticamente regulada por el idioma que se usa en el foro. Y aunque nada impida colgar en el espacio virtual un comentario en otro idioma, las probabilidades de que tenga algún impacto son remotas. No existe legitimación más certera a nivel global, que la de tener una presencia en inglés en la red. Lo demás son islas, espacios, estancos.

Notas

1 El primer sitio web de la historia es este: http://www.w3.org/History/19921103-hypertext/hypertext/WWW/The-Project.html
2 Datos tomados de Netcraft: http://news.netcraft.com/

¿Por qué hay tan pocas personas discutiendo este tema? Para la mayoría de usuarios, principalmente en Estados Unidos, resulta simplemente “natural” que todo el resto del mundo se deba comunicar en inglés, nadie se toma el trabajo de detenerse a considerar las implicaciones que esto tiene. Estamos en la globalización cultural en su más cruda expresión: “el inglés ya está dominando la red, hay que adaptarse a esa condición”, es lo que nos dicen.
Aunque probablemente entre 70% y 80% de las páginas web existentes está en inglés, un estudio reciente de la Universidad de Berkeley revela que solamente el 50% de los usuarios de Internet en el mundo tienen el inglés como su lengua materna. Los demás se esfuerzan. ¿Es justo que el resto del mundo deba aprender inglés para formar parte de la “democracia electrónica” y beneficiarse del intercambio que ofrecen las comunidades virtuales?
En los países del Tercer Mundo, organizaciones para el desarrollo invierten su tiempo y su energía en traducir contenidos de la red, originalmente en inglés, a lenguas locales, con la esperanza de que Internet ayude a los usuarios a sentir que son parte de una sociedad moderna globalizada. Miles de computadoras han sido instaladas en zonas rurales, donde a veces ni siquiera hay agua potable, mucho menos electricidad o teléfono.
En nombre de un mal definido “derecho a la información” o “acceso al conocimiento” se establecen proyectos de telecentros que deben operar como “centros de conocimiento”, como si el conocimiento fuera sólo un privilegio de las sociedades industrializadas, generosamente concedido a los “pobres” a través de nuevas tecnologías de “acceso”. Peor aún, como si el conocimiento fuera posible transferirle en cápsulas o en paquetes mediáticos. La confusión entre información y conocimiento es grande, tratemos de aclararla: conocimiento es lo que cada uno de nosotros hace con la información que recibe, cuando la confronta a sus propios conocimientos, a su cultura y a su contexto. El conocimiento se hace de manera permanente en los individuos y en las colectividades, pero no se exporta o importa como un producto cerrado. Lo que se importa y exporta es la información que puede, o no, nutrir los intercambios.
La gran mayoría de la población en países de África, Asia y América Latina no lee o habla inglés. El inglés podrá ser la principal lengua en el Internet, pero está lejos de ser la principal lengua en nuestro diverso mundo. Cuando se afirma, por ejemplo, que la India es un país donde se habla inglés, se omiten datos importantes de la realidad. Sin dudar del liderazgo de la India en la producción de software y en la administración de plataformas de comunicación a nivel mundial, debemos dejar establecido que ni siquiera los taxistas en Delhi se desenvuelven bien en inglés, para no hablar de los mil millones de personas que no tienen ningún contacto con los pocos millones que hablan este idioma en la India. Lo mismo vale para países africanos como Nigeria, Kenia, Tanzania y muchos otros. En estos “países de habla inglesa” y en las excolonias, la mayoría de la población no habla y mucho menos lee o escribe en inglés. En el océano inmenso de Internet, hasta el castellano y el mandarín -más hablados que el inglés en el mundo real- se ven como pequeñas islas a la deriva.
Aunque ha sido idealizado como una herramienta de comunicación global, hasta ahora Internet sirve principalmente a aquellos que hablan inglés y que viven en el hemisferio norte. Sin embargo, el inglés es sólo un aspecto del problema de la segregación electrónica en Internet. Internet es promovido como una herramienta de desarrollo, pero en realidad no lo es en una escala relevante por lo menos aun no en los países en desarrollo. La moda se parece mucho a la de difusión de innovaciones de los años 60 y 70, cuando la introducción de la información sobre nuevas tecnologías en la agricultura se veía como la panacea para acabar con la pobreza y saltar a la modernidad. Demasiadas computadoras han sido lanzadas en paracaídas sobre áreas rurales de Sri Lanka, Malí o Guatemala, para citar solamente tres ejemplos.
¿Quién va a usarlas? ¿Quién se beneficia de esta tendencia paternalista? ¿Desean las comunidades tener acceso a Internet, cuando no tienen acceso a un teléfono, a electricidad o agua potable? ¿No es esta una gran contradicción? Por supuesto que lo es, pero algunos viajeros internacionales del desarrollo se sienten muy bien cuando llegan a las más aisladas aldeas de Uganda o Filipinas con una computadora portátil bajo el brazo, para mostrar la caja mágica en acción -tal como los colonizadores españoles usaban los espejos y las cuentas de colores para subyugar a los incas o los aztecas durante la conquista de América.
Cuando acuñé el término “apartheid electrónico” y lo lancé durante un debate a través del Internet, a fines de los 90, las reacciones fueron muy interesantes. Alguien reaccionó ofendido argumentando que el inglés era el “fluido” que hacía posible la Web, como si no pudiera funcionar sin ese lubricante. Era como referirse a la “sangre correcta” necesaria para que el sistema funcione. Otro participante en ese mismo debate reaccionó de forma defensiva: “nosotros le estamos entregando al mundo esta increíble tecnología, tómenla o déjenla”. En otras palabras, cada quien debe ponerse al día según las reglas del juego ya establecidas o es dejado de lado. De alguna manera, me recordó aquellas culturas en las que los recién nacidos débiles y enfermos eran lanzados al mar, para ahorrarle a la sociedad la carga de tener que cuidar de ellos.
Localizar la red
La realidad muestra que muchas culturas han ya desaparecido o están desapareciendo ahora mismo, bajo nuestra mirada. No es culpa de Internet; el medio no es aún tan poderoso y no se ha expandido masivamente entre las culturas tradicionales. Sin embargo, a raíz de la globalización, las culturas enfrentan otras interacciones desiguales en el campo de la cultura. La radio, la televisión, la música y sobre todo los productos de consumo y la publicidad que los acompaña convierten a las sociedades y a las culturas en fértiles campos para la expansión comercial. Cualquiera que haya trabajado en países del Tercer Mundo, en áreas urbanas o rurales pobres, ha podido constatar los cambios profundos en los patrones culturales en años recientes. El prospecto más optimista para muchas culturas es convertirse en enclaves del turismo, áreas protegidas en una caja de cristal sin oxígeno, como sucedió en Estados Unidos con muchas de las naciones originarias indígenas. En países de Asia, África y Latinoamérica no hablamos de tribus, sino de culturas que comprenden la mayoría de la población.
Quien no lea, hable o escriba en inglés, está fuera del juego.

La historia nos ha enseñado que es sano para las culturas mezclarse y evolucionar a través de interacciones y diálogo de valores. Ninguna gran cultura se ha mantenido “pura”. Las sociedades más importantes han tomado prestado y han compartido; las interacciones culturales son responsables de algunos de los momentos cumbres en el desarrollo de la humanidad. Pero en la era electrónica las condiciones del “intercambio cultural” están demasiado desequilibradas. Sucede algo similar a las condiciones que caracterizan los intercambios comerciales, pues las reglas del juego han sido dictadas en forma unilateral. Entre el mercado libre y el mercado justo hay un trecho enorme, similar al que encontramos en los intercambios culturales. Las culturas, algunas muy debilitadas y divididas por las crisis de identidad y las manipulaciones de sectas religiosas, son fácilmente eliminadas por la marea del mercado sin reglas. La visión de un mundo en el que todos tendrán “acceso” a las mismas hamburguesas o a la misma agua-de-color-oscuro es escalofriante, pero ésa es ciertamente la tendencia, y no solamente en los países empobrecidos y vapuleados por los intercambios injustos.
La paradoja es que el capitalismo ni siquiera necesita comportarse en forma imperialista, pues todos contribuimos a hacer el trabajo sucio, incluyendo académicos, científicos, periodistas, y yo mismo, que con frecuencia escribo en inglés con la peregrina idea de influir en un número mayor de lectores. Los progresos que se registran en la tecnología no incluyen esfuerzos para darle espacio a otras expresiones culturales. No es sólo el problema de la lengua sino de la cultura que subyace detrás de las palabras. Los programas que traducen en forma mecánica del inglés al chino o viceversa no pueden abarcar esa dimensión. No hablemos aún de que Internet “construye democracia” o “expande las fronteras del conocimiento” hasta que esa expansión no tenga lugar, no sólo en términos de tecnología, sino en términos de contenidos relevantes y de una representación balanceada de las culturas. La revolución tecnológica ha cegado a muchos, tanto en las naciones industrializadas como en los países en desarrollo. La fascinación del fácil “acceso” ha oscurecido el tema de quién tiene acceso y cuáles son los beneficios y los riesgos.
Una de las ilusiones de Internet es que no tiene una administración central. En realidad la tiene; basta ver los contenidos de la red. La aparente libertad de oferta y demanda hace que, en realidad, el que manda es el dinero y el poder económico. Lo que sucede hoy con Internet, ya pasó con la televisión por cable y la satelital. Hace unas décadas algunos pensaban que la TV satelital y por cable incrementarían exponencialmente la oferta de programas y la diversidad de opciones. Hoy sabemos que sólo se ha logrado imponer un modelo clonado en escala planetaria, que representa un solo punto de vista, una forma de vida estándar, una manera de mirar la sociedad y la realidad 24 horas al día con los mismos ojos. En la red encontramos la misma abundancia de lo mismo. Es necesario navegar a través de los más retorcidos laberintos para llegar con suerte a algún oasis
que valga la pena.
Estoy consciente del potencial del Internet en tanto que soy parte de aquellos privilegiados que tienen: 1. electricidad, 2. línea telefónica, 3. computadora, y 4. dinero suficiente para pagar la conectividad. Además, soy parte de aquella minoría que lee y escribe en inglés. Pero el punto es que lo que me sirve a mí y a una minoría, no necesariamente sirve los intereses y aspiraciones de desarrollo de la gran mayoría de la humanidad. El ideal de una sociedad democrática global, en la que todas las voces y las diferencias culturales sean igualmente respetadas y valoradas obviamente no es compartida por quienes están instalados confortablemente en un mundo dominado por unos pocos. La democracia en el mundo real o en el ciberespacio no es algo que llega automáticamente sólo porque la tecnología ha avanzado o porque llegó el momento adecuado. Para tener un mundo mejor (o una mejor red mundial) hay que ser creativos y comprometerse con la necesidad de cambios sociales. Tal vez comunidades en el Tercer Mundo y asociaciones de consumidores en los países industrializados lograrán organizarse para impedir que Internet y la red se conviertan en un instrumento del comercio y de la publicidad. Nos parece normal ahora sentarnos frente a una pantalla llena de anuncios y de ofertas de negocios.
La palabra en inglés free (libre, gratis) ha sido corrompida en forma desafortunada y la red la ha proyectado a niveles globales: comida fat free (libre de grasas) o acceso free (gratuito)… como si la palabra hubiera sido creada por mercaderes. Qué tanto mejor sería si el uso de free estuviera restringido a la acepción de libertad. Libertad de aprovechar las ventajas del Internet y de la red, libertad de escoger los contenidos y el uso, en vez de simplemente seguir repitiendo los gestos de millones de clones, que hacen clic en los mismos iconos, se dejan llevar por los mismos motores de búsqueda a los mismos sitios, a las mismas páginas, como si estuvieran genéticamente pre-programados.
La situación actual es que 90% del contenido de la red es absolutamente irrelevante para 90% de la población mundial. En términos de desarrollo, no cabe la menor duda de que las experiencias de radios comunitarias son mucho más eficientes para promover la participación y el diálogo para el cambio social, que los telecentros que actualmente se multiplican sin consulta con las comunidades supuestamente beneficiarias, y que en el mejor de los casos benefician a los menos pobres de las comunidades, a los que ostentan el poder.
De hecho, las experiencias que se desmarcan de los usos repetitivos de Internet, son aquellas que voluntariamente reducen el universo humano de los beneficiarios y de esa manera, a partir de ellos, elaboran un concepto diferente de lo que es la red. El ejemplo clásico son las “comunidades de conocimiento” que alienta la Fundación M.S. Swaminathan en Chennai, en el sur de la India. En lugar de aceptar a ojo cerrado los supuestos beneficios de la red mundial, esta organización se preocupa por crear páginas sobre temas de interés local, con pertinencia cultural y linguística. El valor agregado, en términos de identidad y renovación cultural, es inmenso.
Nadie podría negar que Internet tiene un potencial enorme en el futuro, pero éste es el momento para pensar la red en función de todo el mundo y no solamente como la punta de lanza de la globalización. El tema del apartheid electrónico tiene que ser tomado en cuenta porque constituye un freno para la renovación de la red mundial. El reto es reinventar Internet como herramienta para la democracia y el desarrollo social, para la participación y la afirmación de nuestras múltiples identidades culturales.
Los productos de consumo convierten a las culturas en fértiles campos para la expansión comercial

* Lea también la opinión de Laura Islas Reyes respecto al ensayo de Alfonso Gumucio en: Faltan ideas vs. el Apartheid digital y la segunda parte de estos “Contrastes” en: Cinco propuestas para las NTICs

Autor

  • Alfonso Gumucio-Dagron

    Especialista en Comunicación para el desarrollo. Desde 1997 forma parte de la inciativa "Comunicación para el Cambio Social" que promueve la Fundación Rockfeller.

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