Y llegó la crisis

Las bolsas del mundo se desploman. Los precios de los hidrocarburos disminuyen ante la baja en la demanda. Las grandes corporaciones anuncian la reducción de puestos de trabajo. Los ahorradores temen por el destino de sus depósitos. No, no es 1929… Es 2008, en lo que propios y extraños reconocen como la gran crisis. Se trata de una crisis largamente anunciada, al estilo de Gabriel García Márquez. Sin embargo, es una crisis de la que mucho se habla y pocos entienden sus razones.

Otros temas como las elecciones presidenciales en Estados Unidos, la guerra en Irak, la situación en Afganistán y su vecino Pakistán, los fracasos de la Selección nacional, la reforma energética, el nuevo iPod, y el video Womanizer de Britney Spears de repente se tornaron irrelevantes ante la avalancha “informativa” sobre la crisis. Prácticamente todos los medios de comunicación en México y el mundo le destinan a este hecho una cobertura especial y sus encabezados se abocan casi exclusivamente al tema.

Irónicamente, la abundancia de debates, análisis, reflexiones y entrevistas a las que una parte importante de la población mundial puede acceder, no contribuyen a entender lo que está pasando y menos aún, a encontrar soluciones. Los funcionarios de los diversos gobiernos han rayado en el absurdo, pues hay desde quienes han declarado, en el pintoresco México, a propósito de las medidas para evitar un escenario dantesco “¿por qué prevenir algo que no ha ocurrido?”, hasta quienes, tratando de darle mayor seriedad a sus comentarios revelan que “la economía tiene caminos muy oscuros”.

“México” –decían– “está blindado”, casi vacunado contra la hecatombe. Empero, días después, los mismos funcionarios afirmaron que “los efectos de la crisis serán severos en el país”. ¿Por fin?

No faltan quienes sugieren estudiar la historia de las crisis económicas, particularmente, la de 1929. Esta propuesta parte de la severidad que el crack bursátil tuvo en el período de entre guerras en el siglo XX, y de la debacle que le siguió en Estados Unidos y Europa, si bien sus efectos se dejaron sentir en otras latitudes. Dicen por ahí que el sistema capitalista no se destruye, sólo se transforma, y que una lección de 1929, es que Estados Unidos, que en ese tiempo estaba desplazando a Europa como el ombligo del mundo, finalmente encontró la manera de salir adelante, pese a los pronósticos del derrumbe del capitalismo. Sin embargo, el nuevo trato (New Deal) de Franklin Delano Roosevelt no produjo resultados de inmediato, y no sería sino hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, que se generaría la demanda necesaria, de bienes civiles y sobre todo militares, para reactivar a esa economía. La guerra entonces, y de manera más concreta, la economía de guerra, parecería ser la solución a la recesión.

¿Es válido hacer una comparación entre la crisis de 1929 y la actual? A todas luces, el mundo de hoy es muy distinto del de las primeras décadas del siglo pasado. Por ejemplo, si la guerra es una forma de sortear la recesión: ¿por qué entonces tiene problemas la economía internacional? Después de todo, Estados Unidos es el principal gestor de dos guerras simultáneas –muy costosas, por cierto: Irak y Afganistán–. Ambas contiendas generan una demanda de bienes y servicios que deberían dinamizar, por lo menos, a la economía del vecino país del norte. Sin embargo, de manera recurrente se afirma que es justamente el esfuerzo material y humano para mantener estas guerras, el que ha agotado a esa nación.

¿Qué hay de la sobreproducción de bienes que siguió a la Primera Guerra Mundial? Uno de los argumentos para explicar el crack de 1929, es que esa conflagración contribuyó a dinamizar los aparatos productivos de diversas naciones, y que la llamada producción en serie posibilitó generar numerosos productos en cantidades significativas, que los consumidores no podían adquirir al mismo ritmo en que se les ofrecía en el mercado. El colapso sobrevino entonces por un exceso en la oferta y un estancamiento en la demanda.

A principios de 2008, el influyente semanario The Economist refería que Estados Unidos ya no es el motor de la economía mundial y que su lugar es ocupado por China e India. Se señalaba que si bien la estadounidense sigue siendo una economía importante, en adelante el futuro del comercio y las inversiones en el planeta dependería del desenvolvimiento de los llamados países emergentes. Pero, si EU ya no es el motor de la economía global, ¿por qué sus males afectan de manera tan severa al resto de la comunidad de naciones? Adicionalmente, ¿es posible colocar en manos de países como México, Brasil, India y China la responsabilidad de sacar adelante a la economía global, cuando, salvo los dos últimos casos, su participación en el producto mundial bruto es marginal?

Piénsese en el caso de México. Las remesas de los connacionales en el exterior –sobre todo en Estados Unidos– ya bajaron en 25%. El precio internacional del petróleo, principal fuente de ingresos para el país, cayó dramáticamente. Además, debido a la inseguridad alimentaria que padece la nación es necesario hacer importaciones masivas de alimentos básicos, que deben ser liquidados al tipo de cambio que prevalezca en el momento de la transacción, lo cual supone un desafío mayúsculo para la balanza de pagos. Los inversionistas extranjeros, a quienes se ve como la única manera de compensar las bajas tasas de ahorro interno, consideran a México país de “alto riesgo”, entre otras razones, por los problemas de seguridad pública imperantes. Se vaticina, asimismo, un regreso de numerosos migrantes al territorio nacional, mismos que demandarán fuentes de trabajo a una economía contraída. Por lo tanto, ¿está México en condiciones de salvar al comercio y las finanzas mundiales?

Las crisis son un fenómeno recurrente en el sistema capitalista y su periodicidad, en general, se podría ubicar a razón de por lo menos una por década. En los años 90 se produjo más de una debacle: México, al igual que las economías del sureste de Asia, experimentaron sendas crisis financieras. A principios de siglo, Argentina fue otro país que colapsó. Sin embargo, lo que diferencia a esas recesiones de la actual, es que se produjeron en países periféricos, no en las economías eje del sistema capitalista. Es verdad que las citadas naciones han puesto más cuidado en el manejo de sus finanzas, pero previamente contagiaron a otras economías.

Sin ir más lejos: el paquete de rescate financiero de 1995 que el entonces presidente estadounidense William Clinton orquestó en favor de México por 51 mil millones de dólares, se explica por los efectos que en EU tuvo el colapso mexicano. Pero, tanto en el caso mexicano, como en el argentino y el de los dragones del sureste de Asia, las crisis estaban “localizadas” y su capacidad de propagación no llegó a tener dimensiones globales.

El escenario actual es diferente. Estados Unidos es una economía central. Cualquier estornudo que tenga, seguramente se transformará en pulmonía, o al menos en un resfriado muy severo para el resto del mundo. Su nivel de propagación es proporcional a sus dimensiones –en 1929, la economía estadounidense representaba apenas 10% de su economía actual.

No es menos importante el hecho de que la actividad financiera hoy ha penetrado en la vida cotidiana de las sociedades como nunca antes. Muchos seres humanos, por ejemplo, poseen al menos una tarjeta de crédito, con todos los riesgos que ello supone. El acceso a los bancos es algo muy normal en las sociedades del siglo XXI: inclusive los paisanos indocumentados en EU tienen la posibilidad, gracias a la matrícula consular, de bancarizar el envío de remesas a sus familiares en México.

A diferencia de 1929, prácticamente ningún gobierno está dispuesto a dejar morir a sus bancos. Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos, entre otros, debaten en estos momentos su nacionalización, situación que supone una relativa tranquilidad para los ahorradores. Vale la pena recordar también que los bancos centrales de la mayoría de los países del mundo están atentos al comportamiento de las finanzas internacionales, y que sostienen reuniones periódicas con autoridades estadounidenses y europeas para encontrar soluciones.

Por lo tanto, el problema de fondo es la crisis, pero no la económica, sino la de la información. Por un lado, resulta complejo entender el comportamiento de los mercados financieros, tema que los medios de comunicación simplemente han ignorado en su amplia cobertura sobre la crisis. No es un tópico sencillo porque, en honor a la verdad, ni siquiera los propios bancos disponen de esa información. Por ejemplo, si los activos que poseen los bancos no se cotizan en el mercado, entonces carecen de valor. Así, el cálculo de qué tienen en concreto y qué pierden se torna muy complejo.

En suma, es un hecho que la crisis ya está aquí, pero el catastrofismo que circunda a su cobertura es muy irresponsable. Los gobiernos de los países “centrales” están actuando con celeridad y su propósito fundamental es evitar una recesión de larga duración. Asumiendo el riesgo que entrañan las predicciones, todo parecería indicar que ésta podría prolongarse a lo largo de 2009, y tal vez, no mucho más allá, porque el sistema capitalista no se destruye, sólo se transforma

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