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sábado 07 diciembre 2024

Recomendamos: 7 cosas que podían hacer las princesas medievales y que quizás no sabías

por etcétera

Muchos cuentos de hadas nos cuentan que las princesas pasaban años confinadas en torres esperando que caballeros en resplandecientes armaduras llegaran a rescatarlas o como poco más que peones decorativos que sus padres intercambiaban.

Pero las vidas de las princesas históricas pintan un cuadro muy diferente.

A través de las vidas de las cinco hijas de Eduardo I de Inglaterra, quien reinó desde 1272 hasta 1307, y Leonor de Castilla, la historiadora Kelcey Wilson-Lee comparte siete lecciones sobre cómo era ser una verdadera princesa medieval.

1. Podían comandar un castillo

En 1293, Leonor, la hija mayor de Eduardo I, se casó con Enrique III, conde de la pequeña provincia de Bar en el norte de Francia actual.

Cuatro años más tarde, Enrique estaba luchando cerca de Lille cuando fue capturado por fuerzas francesas hostiles, y llevado como prisionero a París. Con su esposo encarcelado, la responsabilidad de asegurar el condado recayó en Leonor.

Como escribió la autora del siglo XIV Christine de Pisan, una princesa debe “saber cómo usar las armas… para estar lista para comandar a sus hombres si surge la necesidad”.

Leonor reunió lo que quedaba del ejército de Enrique para defender su hogar, el castillo de Bar, y le escribió a su padre y a otros aliados para recaudar dinero para el rescate de su esposo, salvaguardando con éxito la herencia de sus hijos pequeños.

Casi 30 años antes, otra princesa Leonor (1215-1275) defendió el castillo de Dover contra su propio hermano, el rey Enrique III, durante varios meses en el levantamiento encabezado por su esposo, el barón rebelde Simón de Montfort.

Después de la batalla decisiva en Evesham, en la que murieron su esposo y su hijo mayor, la princesa incansable siguió luchando, resistiendo el asedio al castillo y aprovechado su posición costera para enviar a sus hijos menores al extranjero con el tesoro familiar.

Una vez que estuvieron a salvo, Leonor negoció con su sobrino, el príncipe Eduardo, la rendición de Dover y su propia salida de Inglaterra.

Los últimos diez años de su vida los pasó exiliada en Francia, en un convento de dominicos. Aun así, siguió luchando por sus tierras y derechos ingleses.

2. Podían casarse por amor

Juana de Acre, la segunda hija de Eduardo I, se casó por primera vez a la edad de 18 años con un hombre mucho mayor: Gilbert de Clare, un divorciado de 46 años que era un magnate problemático dentro del reino de su padre.

Cuando él murió cinco años después, Juana se convirtió en una viuda extremadamente atractiva: joven, con fertilidad comprobada (como madre de cuatro) y en posesión exclusiva de una de las propiedades más valiosas de Inglaterra.

Con sus conexiones reales, era una fuerte tentación para los poderosos gobernantes europeos y podría haber escogido ser consorte en una rica corte lejos de Inglaterra.

Pero Juana se había enamorado de un joven apuesto, pero sin tierra, del séquito de su difunto esposo llamado Ralph de Monthermer.

Decidida a no separarse de su amante, se casó con él en una ceremonia secreta que contravenía su voto de homenaje a su padre (las viudas ricas que poseían tierras directamente del monarca necesitaban el permiso del rey para volver a casarse, ya que sus nuevos maridos recibirían poder a través de control de sus propiedades).

El rey estaba lívido, pero finalmente perdonó a su obstinada hija, quien logró mantener sus propiedades e ingresos independientes, así como al hombre que amaban.

3. Podían leer y escribir

A principios del siglo XIV, María de Woodstock, la cuarta hija de Eduardo I, encargó una historia del reinado de su padre.

Fue escrita en el dialecto anglo-normando del francés que hablaba María, lo que indica que tenía la intención de leer el libro ella misma. Su enfoque en momentos clave de su vida parece casi autobiográfico.

María no era la única que disfrutaba de la lectura. Aunque la “alfabetización” en la Inglaterra medieval significaba fluidez en la lectura y escritura del latín (que casi nadie, excepto los sacerdotes, algunas monjas y un reducido número de hombres y mujeres seculares, podían obtener), a María y sus hermanas les enseñó a leer su educada madre, Leonor de Castilla.

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