Soy aficionado a las historias donde las mujeres han sido protagonistas y, por diferentes causas, no se les dio el crédito debido. Algunas de esas narraciones son leyendas, admito, e incluso mitos pero todas muestran el afán de esconder o menguar su importancia en ese lienzo inexpugnable que llamamos civilización.
Cuántas mujeres con nombre de hombres definieron la literatura de los siglos XVIII y XIX; tuvieron multitud de enfebrecidos lectores y abrieron brecha al abordar temas que sólo surgían a cuchicheos. Cuántas más definieron los alcances de la ciencia y la tecnología, marcaron rumbos en la primera y segunda guerras mundiales y, cuántas más, con su sola evocación, inspiraron proezas de hombres que, ellos sí, se encuentran en los anales de la historia porque, entonces, a lo más que podría aspirar la mujer era ser la gran mujer atrás de un gran hombre; atrás, reitero.
Ya pensaron en Marie Curie, seguro, y quizá también en la amante de Luis XIV, Madame de Montespan, o en otra que a mí también me hubiera vuelto loco, Émilie du Châtelet, como lo hizo con Voltaire, y no precisamente por su destreza amatoria que yo ignoro sino por su aporte a las matemáticas, la traducción de Newton y por escribir unos de los ensayos más lúcidos en la historia con temas como aquellos. Por cierto, Émile abandonó títulos y riquezas por el placer intelectual y los escarceos con Voltaire a quien no fue el único en prodigar y, al final de sus días, ni siquera el preferido en las artes eróticas a las que Châtelet se entregó con un mancebo apuesto quien, a lado del enciclopedista, lloró su muerte a los 42 años cuando entonces no se vivía tanto como ella lo había hecho.
En otro momento he dicho que me atrae la historia de Friné, el apodo de una famosa hetaira griega que inspiró a Praxíteles para esculpir varias versiones de Afrodita. Por aquellos tiempos, estamos hablando de los 375 años antes de nuestra era, incluso se decía que Afrodita podría estár celosa de esa beldad que además consagraba su vida a recibir regalos a cambio de sus besos. Esa vertiente –la lujuria convertida en inspiración o detonadora de actos iconcebiles que, sin embargo, marcaron a una nación y al mundo entero– me resulta muy atractiva.
Otra vertiente nos conduce a la docilidad del hombre como consecuencia de sus relaciones con las damas, maestras de las destrezas del placer y están dispuestos a soportarles o hacer por ellas casi todo. No me ando por las ramas de la mítica cachetada de Irma Serrano al presidente Gustavo Díaz Ordaz ni pienso en las excentricidades de un jefe de la policía de infausta memoria, prodigadas a la salud de Gina Montes, una delicia brasileña famosa entre los 70 y 80 del siglo pasado. Mejor me conduzco directo, en esta pizca de recuerdos desordenados, a la gitana Gloria Fauré quien, según muchas las murmuraciones, era amante del titular del Banco de México en tiempos en que don Plutarco Elias Calles dirigía los destinos de esta nación tan llena de campos como de doble moral.
Álbert J. Pani cayó rendido a la cadera y los pies de Faure y mandó imprimir el rostro de su amada en los billetes de cinco pesos ante la indignación social y el apoyo de don Plutarco que no le aceptó su renuncia, según advirtió, porque en su gabinete no había eunucos. Lo dijo así, con esos huevos, para respaldar a Álbert J. Pani, quien tenía esposa e hijos y el escándalo había calado en él. Aquellos billetes circularon fueron los primeros en comprender la imagen de una mujer y circularon entre nuestros bisabuelos como “los papeles de la fulana” y otros epítetos más que hacían escarnio de aquella mujer que era bailarina en teatros de revista, es decir, una de las damas que más tarde darían forma y sentido a las vedettes, así como las tiples Lupe Vélez o Mimi Derba. Ese papel moneda dejó de circular en 1978.
Hay quienes dicen que no es cierta aquella historia y hay quienes sostenernos que las evidencias permiten considerarla verídica. Aunque admito que yo tengo un sesgo: me seduce la idea de que una vedette sea la primera mujer en ocupar el espacio de un billete mexicano. Como sea, don Alberto aportó, sin duda, para retar a la moral conservadora de aquellos tiempos que, en los de hogaño también permanece en muchas esferas. Y qué decir de la hermosa gitana. Si yo pudiera inmortalizarla en alguna narración literaria, lo habría hecho ya, pero no puedo: Gloria Fauré ya es eterna y, además, estuvo en las manos de nuestros abuelos que concibieron a nuestros padres que nos concibieron a nosotros por lo que me anima la idea de saber que, de algún modo, también los mexicanos puritanos descienden de ella.