El ser humano es producto de una evolución fascinante, y es indiscutible que ha tenido un progreso admirable. Imaginemos al hombre en la época de las cavernas, aislado, ignorante, que enfrenta a la naturaleza con miedo a lo desconocido, a los rayos, la lluvia, a las innumerables catástrofes naturales. Ese mismo hombre ha evolucionado hasta actualmente manipular y desintegrar el átomo, viajar a la Luna y comunicarse instantáneamente hasta cualquier lado del planeta. Pero, curiosamente, ese hombre que ha logrado tanto tecnológicamente sigue siendo, espiritualmente, igual al hombre de las cavernas.
El ser humano necesita creer, compartir algo trascendental; las creencias le representan la seguridad que requiere su marco emocional, y dentro de ellas encontramos desde las más apacibles religiones hasta las sectas y corrientes más destructivas con sus respectivos líderes. Así ha sido desde los sumerios hasta la fecha.
Vivimos el predominio mundial de tres grandes religiones monoteístas, más una gran variedad de otras religiones que razonablemente coexisten entre sí, salvo el llamativo caso del “islam radical”, proteiforme grupo que se ha singularizado por su intolerancia y extrema violencia, pues, amparado en la jihad, recurre (y justifica) al asesinato de todo aquel al que considere “infiel”.
Pero no solamente en la religión existen líderes; en prácticamente todas las épocas y todas las sociedades encontramos personajes que se han destacado, para bien o para mal, por su capacidad de convencimiento, adoctrinamiento y manipulación. Estos individuos, con nombres tan variados como “Maestro”, “Líder”, “Mesías”, “Gurú”, “Rayo de Esperanza” o sin algún nombre en especial, buscan ejercer el poder y tienen como común denominador el poseer todas las respuestas, estar en posesión de la Verdad absoluta por lo cual nadie puede ni debe dudar de sus afirmaciones, mucho menos cuestionarlas.
Es un hecho que cuando el líder ya ha establecido firmemente su base de adeptos, su dominio sobre ellos es tal que hasta la afirmación más irracional le es aceptada. Una vez llegado a este nivel, el líder ya no tiene adeptos sino fanáticos.
Eric Hoffer, escritor y filósofo norteamericano, en su libro clásico El verdadero creyente. Sobre el fanatismo y los movimientos sociales describe de la siguiente forma los rasgos del fanático: “Sentirse en posesión de una verdad que es única y no tener ninguna duda de su exactitud, sentir que es empujado por un misterioso poder que puede ser Dios, el destino, la ley o la historia, estar convencido de que sus oponentes son la encarnación del mal y deben ser aplastados”.
Otra característica del fanático es la intolerancia: no soporta que lo contradigan, se altera y se enfurece contra el que opina diferente. No soporta los argumentos del otro porque obligan a cuestionarse sus creencias. El fanático odia la realidad porque puede contradecirlo y está dispuesto a morir o matar por su ideal.
Es común observar en todo líder de un movimiento sectario una personalidad francamente patológica, donde lo paranoide se mezcla con el narcisismo en dosis equivalentes. Vemos una gran ampulosidad, el individuo está lleno de sospechas, reales o francamente fantasiosas, junto con una carencia total de sentido de culpabilidad. Su arrogancia se asienta en una profunda creencia de que está destinado a algo especial en la vida, lo que le aparta de los seres comunes. Eso toma un cariz preocupante cuando se combina con la convicción de que cualquier agresión es justificada para conseguir los objetivos fijados. Son individuos que viven llenos de sospechas y continuamente se asumen como víctimas de un complot.
Es importante señalar que el líder maneja más fácilmente a un grupo que a un individuo pues en una multitud se borra la individualidad. Está ampliamente documentado que en la multitud la afectividad se intensifica y se limita la capacidad de juicio. Un personaje que aislado quizá sea un individuo sensato, en una multitud es un bárbaro. Los individuos de una masa precisan de la ilusión de que el jefe-líder-mesías los ama a todos con un amor justo y equitativo, mientras que el jefe mismo no necesita amar a nadie.
Considero que todos conocemos a alguien así.