Quiero que mi país siga abriendo cauces democráticos y que no se cierre ni se reduzca ninguno de los que se han logrado abrir en las últimas décadas. Creo que la democracia, aun con sus imperfecciones, será siempre mejor que un régimen en el que las decisiones las tome un solo individuo, el presidente de la República.
Quiero un Poder Legislativo en el que, al votarse nuevas leyes o reformas a las existentes, prevalezca previamente el análisis cuidadoso, se escuchen las voces de los expertos en el tema, de los partidos de oposición, de los organismos de la sociedad civil, de los comentaristas críticos y de los sectores que se consideren afectados por las normas que se discuten.
Quiero un Poder Legislativo en el que la mayoría no actúe servilmente para complacer al titular del Poder Ejecutivo y no esté dispuesta a aprobar sin examen ni ponderación de las consecuencias cuanta iniciativa les envíe dicho funcionario sin cambiar una sola coma al proyecto. Los parlamentarios, como tal denominación lo indica, deben parlamentar, es decir, dialogar —por supuesto, con honestidad y el debido asesoramiento— sobre la idoneidad o inconveniencia de las leyes.
Quiero que en mi país los recursos que provienen de los bolsillos de los ciudadanos se utilicen para mejorar la calidad de vida de la población, brindándole mejores servicios públicos —salud, educación, transporte, etcétera—, combatiendo verdaderamente la criminalidad y mejorando permanentemente las instituciones (no destruyéndolas).
Quiero un Poder Legislativo que, en lugar de los caprichos faraónicos del Presidente, tenga como prioridad la vida y el bienestar de los habitantes y que no siga reduciendo el presupuesto de salud. La desaparición del Seguro Popular y el desabasto de medicamentos han dejado a millones de mexicanos indefensos ante enfermedades gravísimas e incosteables para sus familias.
Quiero que nunca más se deje a un solo niño con cáncer sin las medicinas necesarias para seguir luchando por sostener el frágil hilo del que pende su vida. Eso ha sido uno de los peores crímenes que la infamia ha soportado.
Quiero un Poder Legislativo que no vuelva a aprobar reformas penales tiránicas, como las que convierten una infracción fiscal en delincuencia organizada, las que extinguen el dominio de bienes sin que aún exista una condena penal o las que imponen prisión preventiva obligatoria para cada vez más figuras delictivas.
Quiero un Poder Legislativo que restablezca los fideicomisos que los legisladores actuales eliminaron, los cuales sostenían tareas de enorme relevancia para el país relativas a medio ambiente, protección de defensores de derechos humanos, apoyo a víctimas de delitos, ciencia, tecnología, innovación tecnológica, cine, arte, cultura.
Quiero un Poder Legislativo que reviva las estancias infantiles y no permita que disminuya el apoyo a los refugios para mujeres víctimas de violencia intrafamiliar.
Quiero un Poder Legislativo que exhorte al Presidente a no volver a apoyar candidaturas de presuntos delincuentes, a no usar el ius puniendi como arma contra los opositores y a no seguir hostigando a periodistas críticos, empresarios, científicos, jueces que no se someten a sus designios, organismos autónomos constitucionales y organizaciones de la sociedad civil.
Quiero un Poder Legislativo que no viole la Constitución, tal como se violó al designarse fraudulentamente a la presidenta de la CNDH y al prorrogarse la gestión del presidente de la Suprema Corte de Justicia.
Quiero, en fin, un Poder Legislativo que sea un verdadero poder, contrapeso auténtico del Poder Ejecutivo. No quiero una dictadura ni que se siga hundiendo a mi país. Por eso votaré el domingo por los candidatos de la oposición con posibilidades reales de vencer a los del partido en el poder y sus satélites.
Este artículo fue publicado en Excélsior el 03 de junio de 2021. Agradecemos a Luis de la Barreda Solórzano su autorización para publicarlo en nuestra página.
