febrero 22, 2025

Compartir

Un jueguito perverso en el que ha caído la opinión pública es el de permitir que el presidente López defina la agenda pública: pone un tema y ahí van analistas, medios y críticos a seguirlo. No importa si coinciden en lo que dice o no: casi todos caen en la trampa de opinar, hablar o escribir de lo que él quiere.

Ese caer en el juego presidencial describe bastante a la debilidad de nuestra democracia: Donald Trump, un troll irredento de Twitter, no tiene a toda la comentocracia opinando sobre sus barbaridades en 280 caracteres, salvo que ponga en riesgo cosas muy importantes (como la estabilidad económica o la seguridad global). El resto del tiempo, los rebuznos digitales del ocupante de la Casa Blanca sólo tienen atención selectiva y especializada. En contraste, si Andrés López suelta cualquier ocurrencia en sus conferencias matutinas, tirios y troyanos lo comentan. Los matraqueros para aplaudirle, sus opositores para fustigarlo, pero sus declaraciones no pasan desapercibidas. Si algo distingue a López es su habilidad para escoger el medio y el mensaje, en eso supera a Trump con creces.

El informe de gobierno vendría a ser la madre de todas las mañaneras en la dialéctica lopista y debería tener a todo el mundo opinando sobre este. Por sentido común —y salud mental— el domingo me abstuve lo más que pude de hacerle el juego al presidente. Y opino que todos los medios deberíamos hacer lo mismo. Para mí, la piedra de toque de esta convicción fue una afirmación dominical del presidente, devenido en teórico del Estado, en imitación de otro presidente López: es función del Estado “buscar la redistribución del ingreso”, no aceptarlo es una “idea falaz”.

Retruenos.

Con independencia de la torpeza de confundir un medio posible con los fines —el Estado tiene como finalidad la procuración del bienestar general, redistribuir el ingreso es una herramienta posible, de pertinencia discutible y no es de a fuerzas utilizarla—, el sabor socialista de confundir estatismo con justicia sólo confirma ese afán maquiavélico de que el Estado prevalezca sobre todas las demás cosas.

FOTO: ISAAC ESQUIVEL /CUARTOSCURO.COM

Y no, no está bien: esa visión es torpe y peligrosa. Si algo nos enseñaron los totalitarismos del siglo XX es que el Estado no es —ni debe— equivaler a la sociedad política. Suponer que el gobierno “debe” buscar la redistribución del ingreso implica asumir una ideología lamentable, una que confunde la misión de construir condiciones de vida con la vocación de ser el gran confiscador del esfuerzo ajeno. Un gobierno que asume que su función es quitarle a unos para darle a otros, no es distinto de un proxeneta.

La redistribución de la riqueza suele retratarse como la versión institucional de Robin Hood: un gobierno que le quita a los ricos para darle a los pobres. Pero esa imagen es falsa, fraudulenta, porque la justificación moral del ladrón de Sherwood era que los ricos robaban a los pobres, por lo que su intervención compensaba ese abuso de los poderosos sobre los débiles. Lo que omiten los estatistas es que el principal enemigo de Robin Hood era el gobierno cobrador de impuestos… y que el rico no siempre es rico porque robe al pobre, por más que López y sus matraqueros lo sostengan, tanto de forma explícita como sólo sugerida.

La Constitución no señala que la función fiscal esté para redistribuir el ingreso, ni para quitarle bienes a los ricos y dárselos a los pobres: sólo señala que es obligación de los mexicanos contribuir para los gastos públicos de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes. Y contribuir a un gasto colectivo no equivale a redistribuir el ingreso.

La acción estatal redistributiva responde a un principio marxista, planteado en la Crítica del Programa de Gotha: “de cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Karl Marx lo planteaba como principio de la fase superior de la sociedad comunista.

Explicada con ejemplos, queda clara la diferencia: no es lo mismo que todos aportemos a la construcción de una carretera o un parque, que cobrar impuestos con tarifas diferenciadas, para mejorar los ingresos de unos con lo que se cobra a otros.

Los casos intermedios son los que causan más debate: ¿se vale usar los impuestos de todos para subsidiar negocios, dar ayudas a gente sin recursos, rescatar empresas, pagar cosechas con precios superiores a los fijados por el marcado? López ha dicho que en unos casos se vale y en otros no: que está bien tomar dinero de todos para ayudar a los pobres y que está mal usarlo para ayudar a los ricos. Algunos especialistas, como Stephen Holmes y Cass Sunstein no estarían totalmente de acuerdo con López.

Holmes y Sustein han explicado que cuestan los derechos efectivos (los que no sólo están declarados, sino que existen en la realidad). No hay derechos ni libertades reales sin impuestos que los solventen, por eso el Estado de Derecho requiere que todos contribuyamos. Este criterio se deforma en la visión de López, quien presenta una versión maligna de la subsidiariedad: los derechos de una parte de la sociedad los pagamos todos, los de los pudientes que los paguen ellos.

El problema lógico de la posición lopista es que el concepto de pudiente se vuelve un insulto en un país subdesarrollado como México, ya que la paliza fiscal alcanza a las clases medias y no sólo a los millonarios.

Es decir, los otros, esos que pagan impuestos para los demás y además costean sus propios asuntos, rebasan los 50 millones de personas: sólo aquellos que ganan el salario mínimo no pagan Impuesto Sobre la Renta (aproximadamente dos millones de personas, de los 57 millones que se consideran población económicamente activa). Por ello no sorprende que los damnificados de la 4T no sean potentados de Polanco, sino ex funcionarios clasemedieros y profesionistas que tenían dos o tres empleos. La baja en la recaudación no es más que una consecuencia de la política de castigo a todo aquel que no está en el último nivel de ingreso.

No nos equivoquemos buscándole justificaciones democráticas al socialismo confiscador: este Ejecutivo no entiende que no entiende… o le vale, porque la clientela electoral que busca no está entre los que no necesitaban ayudas gubernamentales.

Aunque parezca imposible, lo mejor que podemos hacer es dejar de permitirle a la presidencia que controle la agenda pública: hay que hablar y opinar más de los problemas estructurales del país y menos de las ocurrencias del caudillo. No permitamos que el Estado totalizador también se apodere del discurso, pensamiento y opinión social. México no empieza, ni se acaba, en su gobierno: es mucho más que eso y nos toca reivindicar el espacio público no gubernamental.

Autor

  • Óscar Constantino Gutierrez

    Doctor en Derecho por la Universidad San Pablo CEU de Madrid y catedrático universitario. Consultor en políticas públicas, contratos, Derecho Constitucional, Derecho de la Información y Derecho Administrativo.

    View all posts