¿Existe la literatura de género? Sin duda.
Yo no quiero ser la musa de otros, dijo Anaïs Nin, sino ser yo misma con mi trabajo. Lo fue durante 60 años de escritura desde que comenzó a hacerlo a los 10 años. Pero no sólo ahí fraguó su libertad, por ejemplo, para hacer de la vida íntima algo pronunciable, también lo hizo en el ejercicio de su propia vida sexual, con Miller, entre tres hombres que ocuparon su vida simultáneamente.
La declaración abierta del deseo sexual ha sido un desafío de las costumbres conservadoras y en la escritora francesa ello alcanzó la cúspide, como un enfoque distinto y distante, crítico, de la cultura imperante (su crítica a “El último tango en París” es vigente no por la película en sí misma sino porque es una ventana distinta para asomarnos a relaciones sexuales sin que ello signifique el sometimiento del otro como estímulo erótico o, en todo caso, sobre la base de que ese sometimiento sea recíproco entre los rejuegos del deseo).
“No vemos las cosas como son, las vemos como nosotros somos”, dijo la escritora, que veía al mundo surrealista, entre el fetichismo y el incesto, la homosexualidad e incluso la pedofia; 35 mil cuartillas donde pasa de los brazos de Miller a su progenitor y donde transcurre entre la borrachera del arte en París y Nueva York para hacer de su vida su propia obra.