22-01-2025

La novela de Tinelli

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1.No hay nada extraño en un pueblo. Y Bolívar, en 1965, 66 o 67, es eso: un pueblo de provincia, que recibe, apenas, una señal de televisión donde los chicos pueden ver un canal si, con suerte, hay tormenta y la antena está bien dirigida. Todo lo bueno parece estar en Buenos Aires que está tan cerca y tan lejos como los sueños.

Los chicos, sin embargo, no piensan irse. En esos años todavía se habla de peronismo y de un avión negro que va a traer al general Perón de nuevo pero ellos se limitan, impunemente, a jugar al futbol, a llenar álbumes de figuritas y cambiarlos por juguetes. Ellos, se sabe, todavía son chicos y sus sueños son limitados, perezosos, no suelen llegar más allá del mañana.

¿Él era diferente? Tal vez sí, porque prefería armar partidos con sus figuritas y relatarlos, antes que jugar y perderlas; pero también era un chico que se limitaba a pasar todo el día en la calle, antes de ir, por primera vez, a ver un verdadero partido de futbol. Ese día había copiado la formación del equipo, los nombres de todos los jugadores en un cuaderno de escuela. Había ido con su papá que trabajaba como periodista en dos diarios fundados por su abuelo materno: El Mensajero y La mañana. Ese abuelo que vivía en Buenos Aires, dondeél, no mucho tiempo después, llegaría de improviso, en un viaje desesperado.

Años después, ya famoso, volvería a Bolívar, obsesivamente, una y otra vez, como si buscara encontrar algo pero sin saber bien qué. Esta vez el sueño del avión negro que traería a un general en desgracia no se oía; eran, definitivamente, otros tiempos: el general había muerto tres décadas antes, el peronismo de los 90 se llamaba menemismo y él, Marcelo Tinelli, se había convertido en el salvador que volvía a devolver algo al pueblo donde había nacido; un hombre al que todos tenían algo que pedirle: trabajo, remedios…

En uno de esos viajes se acercaría a su vieja casa y los dueños le ofrecerían, encantados, vendérsela barata: pero no, no era lo mismo. Las cosas que importan y que no suelen tener un precio definido –ese olor a tinta del periódico, ese aroma a mimeógrafo de escuela – ya no estaban ahí. La casa era la misma: estaba en la misma dirección, enfrente de los mismos árboles pero con otros vecinos, los años la habían cambiado, la gente que había vivido ahí después que él se fuera, en un Falcon, una madrugada a las cuatro de la mañana, y la que él veía era otra.

Por eso no la compró, porque uno no puede volver a su pasado. Sólo mirarlo, recordarlo… Pero todo eso sería mucho más tarde, décadas después, años que estaban todavía en su futuro; ahora él era chico, todavía jugaba al fútbol, compraba figuritas y acompañaba a su mamá al trabajo, a esa

escuelita de campo donde otros chicos iban a aprender a leer y escribir.

¿Y su papá? La imagen de ese hombre que había hecho mil cosas pero que, por sobre todo, era periodista, estaba siempre ahí, persiguiéndolo… No era tan grande realmente, cuando él mismo fuera padre se daría cuenta que los ojos de los niños envejecen, hacen a las personas más grandes, confunden, dan una mala perspectiva al verlos tan de abajo: para él, su padre era grande y sin embargo no tenía 40 años cuando murió.

Su papá.

Fue de repente. Una noche, –¿o era una tarde?–, le dijeron que iban a viajar a Buenos Aires. Salieron a las cuatro de la mañana en un Ford Falcon. El iba atrás, despreocupado, pensando que todo iba a solucionarse, que los grandes suelen encontrar soluciones para todo. ¿ Cuándo le avisaron que su papá había muerto por culpa de la cirrosis ? ¿ Cuándo entendió que realmente no era tan viejo, que apenas tenía 38? ¿En ese momento? ¿Años después?

Él tenía, apenas, diez años. Era 1970. Y le dijeron que no volverían al pueblo, que se quedaban en Buenos Aires, a vivir con sus abuelos. Él y su mamá, los dos solos.

Y Buenos Aires era diferente a Bolívar; enorme, a principios de 1970, cuando la muerte y la revolución rondaban por las calles en grafitis que gritaban “Perón vuelve”. ¿Qué hacía él en esos años de culos y tiros como los describía Osvaldo Soriano, décadas después?

Vivía, simplemente, mientras su madre comenzaba a tratarse por una enfermedad psiquiátrica.

¿Y él qué imagen de sí mismo podía armar entonces? ¿Quién era su modelo?

De su padre seguía recordando el olor a tinta del diario, un hombre frontal pero divertido, que lo acompañaba a jugar al futbol y lo esperaba a la salida del colegio; años después diría que él intentó hacer lo mismo con sus hijos pero en ese momento, con diez años, la imagen paternal era otra. La imagen paternal que tenía más cerca era la de su abuelo, el hacedor, el hombre que habia fundado los dos diarios donde habia trabajado su papá tras una larga serie de trabajos fugaces. Su abuelo estaba ahí para poner orden, para tomar las riendas de su vida y darle el ejemplo.

Y él se dejaba llevar porque la vida, en ciertas partes de Buenos Aires al menos, mostraba una calma pueblerina, como si no pasara nada porque, se suponía, de pronto, iba a pasar todo. Como si la energía que se acumulaba en las calles, fuera a explotarles de improviso a todos ellos en la cara.

Pero él, ¿qué hacía en esos años de rebelión, del Che, de Perón, de los guerrilleros tomando las cárceles y el poder, en medio de la breve, más que breve, primavera camporista?

Él jugaba al futbol en las inferiores de San Telmo y una tarde decidió visitar Radio Rivadavia que estaba a dos cuadras de su casa para preguntar por los resultados de las otras divisiones. Semanas después, entro a trabajar como cadete a la “Oral Deportiva” los domingos. Tenía 15 años. Era 1975.

¿Se acordará ahora de esas voces, de locutores famosos que le pedían, entre transmisión y transmisión, “pibe, anda al almacén de la esquina y trae 300 de crudo y 200 de fiambrín”?

¿Se acordará? Tal vez no. Tal vez sólo un poco. Porque también repartía tarjetas de plomero aunque sabía, íntimamente, que iba a ser periodista deportivo. Pero tiene que esperar, todavía es “el chico de los mandados”, el “che pibe” al que todos llaman cuando necesitan algo: cigarrilos, masitas, lo que sea.

Todavía no es pero ya quiere ser y espera, y en 1977, cuando falta un cronista, le dan la oportunidad de ir a un partido, de ver qué se siente contar como corren 22 tipos tras una pelota, de sentir, tal vez, que en una cancha de futbol se juegan todas las pasiones del mundo como quería Camus.

“Todos me miraron y terminé en la cancha de Berazategui. Feliz porque me habían dado las credenciales. Tenía 17 años.”

Es una epifanía, una revelación, pequeña pero efectiva, una confirmación de sus intuiciones: saber que realmente puede ocupar un lugar entre los profesionales. Intentar vivir de eso. Ayudar en su casa. Ser alguien.

¿Por eso no quiere trabajar en televisión entonces? El paso lógico después de la radio. No quiere entrar porque no quiere cuidarse tanto, tener que estar bien vestido todos los días, que te vean la cara. No. La radio protege, es sabia: deja que la voz sustituya la imagen, impide que los viejos héroes se deterioren, que el oyente vea los gestos mecánicos, el desánimo del día a día.

La voz. Ahí está el secreto. Él quería ser, entonces, sólo una voz, un relator deportivo, que su figura desapareciera, que nadie supiera que existía. Solamente “poner” la voz y dejar que los oyentes imaginaran una cara, un cuerpo.

¿Entonces por qué aceptó trabajar Badia y compañía en 1983? Por el sueldo o porque Badia era simpático, divertido y supo convencerlo; tal vez, porque se dio cuenta que el criterio del otro, del exitoso conductor que ya era Badia era mejor que el suyo, que venía trabajando desde hacía ocho años sin ningún resultado palpable. Que apenas había conseguido que las clínicas donde estaba internada su mamá le aceptaran canjes con la radio como pago.

No importan las razones: posiblemente fueran muchas, tantas que ni siquiera él pueda acordarse hoy de todas; o tal vez fuera una sola que ya se perdió. Porque Badia le demostró finalmente que tenía razón, que estar en pantalla no era tan malo a pesar de que años después, en Videomatch, su programa, le pasaran viejos videos y al verlo tan “ochentoso”, sus compañeros se burlaran de él, de su corte de pelo, de su cara de veinteañero, de ese tono de locutor profesional, de los pantalones “de vestir”, el saco y la corbata que usaba, de los cinco minutos que le daban para introducir sus comentarios y que él mismo se producía en un programa omnibus que duraba horas.

Ese pasado, además, no ayudaba a encontrar razones para justificar lo que sería, en lo que se convertiría. Pero el pasado estaba ahí y a él le importaba verlo para entenderse, para decodificar lo que había pasado, lo que le había pasado casi sin darse cuenta.

Además, ¿quién puede echarle la culpa? En los 80 la televisión intentaba ser más desenfadada, más libre, pero era difícil, incluso en medio de la euforia democrática, tras años de dictaduras, “ser diferente” a los demás. Había que adaptarse y seguir pensando que el camino correcto todavía era la radio. Que la televisión era un trabajo secundario que ayudaba a comer mientras la radio era la consagración, el sueldo seguro, el futuro de su carrera, el lugar donde realmente podía crecer.

La segunda oportunidad también se la dio otro. Sí, de nuevo otro vio lo que él no veía. Más tarde encontraría un patrón recurrente al revisar sus recuerdos, al darle una ojeada más de cerca a esa necesidad de confiar en alguien más, de dejarse llevar a un lugar desconocido y probar “a ver qué pasaba”, apoyado en la seguridad que da la opinión de alguien exitoso que sabe lo que funciona y lo que no. Alguien parecido a lo que se convertiría él. Justamente lo que los demás verían: el que sabe lo que la gente quiere.

Para él los 80 fueron, precisamente , un lugar donde fogearse ante de llegar. Aunque después a nadie le importara y todos quisieran verlo solo en Videomatch, él se veía, todavía, como un aprendiz trabajando para Badia.

La culpa, repetirá siempre él, fue de Gustavo Yankelevich, director de Telefé, que lo llamó un 28 de febrero, a las nueve y media de la noche, para contarle que “se le había caído” el conductor original de un programa que iba a lanzar apenas un día después, el 1 de marzo, a la medianoche. Un programa de deportes que necesitaba un conductor para presentar las opiniones de un panel de expertos.

Yankelevich pensó en él, que trabajaba entonces para el noticiero de canal 13, detrás de las cámaras. Pero él no quería hacerlo. Las viejas excusas volvían para justificar sus dudas: la incomodidad de estar frente a las cámaras, la necesidad de relatar deportes mientras Yankelevich le explicaba que justamente eso era lo que tenía que hacer; además el programa iba a la medianoche, cuando ésta todavía no era un campo de batalla donde se enfrentaban dinosaurios catódicos, donde había que luchar, minuto a minuto, por cada porción de televidentes. A principios de los 90, en Argentina, la medianoche era un terreno de arenas movedizas donde nadie quería enterrarse. Tan tarde, pensaban los programadores, la gente estaba durmiendo; sólo quedaban adolescentes trasnochados, público que no merecía el esfuerzo serio de los canales.

Ir a la medianoche entonces, era hablar prácticamente para nadie, estar solo. Esa hora, la hora de las brujas, era vista como una condena, la Siberia de los canales. Por eso se lo llenaba con lo que podía: programas donde se podía entrenar a los nuevos sin perder auspiciantes ni rating; donde el canal apenas arriesgaba unos pocos puntos de su audiencia. A esa hora, el televidente medio, cansado, pensaban los gerentes, se había ido a dormir hacía rato.

Entonces él dijo que sí, que estaba bien, y al día siguiente, cuando volvió a canal 13 para despedirse de sus compañeros, el director, Abel Maloney, lo llamó a su oficina y le mostró una nota del diario Página/12 donde Yankelevich contaba que Marcelo Tinelli era el nuevo conductor de Telefé.

Intentó explicarle, decirle que había ido a presentar su renuncia, pero Maloney era uno de esos directivos que amaba dar lecciones a los subordinados, ver cómo los empleados reciben un mensaje de la forma más directa posible y decidió echarlo del canal de la peor manera: acompañado por dos guardias de seguridad.

Tardaría 16 años en volver.

Él: 30 años, casado, una hija.

“A principios de los años 80, Juan Alberto (Badía) me decía: Vos tenés que hacer tele. Y yo decía: No, estás loco, me muero de vergu%u0308enza de aparecer en cámara, soy un tipo de radio. Me daba realmente mucha vergu%u0308enza… cuando Gustavo Yankelevich me dijo que quería que empezara un programa, yo le dije: No… Si es un programa deportivo sí, si no a mí no me incluyas… Siempre digo que no a estas propuestas televisivas y al final termino haciéndolas.”

Marcelo Tinelli.

2. Unos pocos meses y Videomatch ya era un éxito. En ese tiempo habían logrado modificar el programa original adaptándolo a la nueva década, a lo que ellos, él y su staff, –la mayoría treinteañeros–, suponían que debía ser la televisión de los 90.

Habían pasado, sin pensarlo, de los comentarios deportivos iniciales al “pum para arriba”, de la seriedad al humor, al desenfado, a olvidarse del saco y la corbata de los 80, para usar camisas con jeans que los mostraban como estudiantes en perpetuo viaje de egresados.

¿Pero cómo era él desde su nueva popularidad? ¿Y cómo lo veían los demás? No sabía todavía que, gracias a ese éxito fulminante, había nacido de vuelta. O, peor, que la televisión lo había cortado al medio, que de uno había hecho dos, que lo había obligado a transformarse, a actuar no sólo frente a la pantalla sino fuera de ella, todo el tiempo, como ese personaje que había inventado para el programa: el siempre sonriente Marcelo, así, sin apellido, que la gente quería ver.

Tal vez por eso se había negado a entrar en la televisión, por un presentimiento sobre esa necesidad que mostrarían los demás de verlo todo el tiempo como el conductor que se reía junto a ellos. El amigo “piola” del barrio. Esa relación tan cercana con el televidente le había dado el éxito y una carga de la que le costaría mucho despegarse: la necesidad de caer bien todo el tiempo.

Sus compañeros no sabían lo que él aprendería rápido: que a ese televidente hay que buscarlo todo el tiempo porque sus gustos son cambiantes, inestables; y aunque una receta básica de bloopers, cámaras ocultas y parodias le había dado en poco tiempo –¡meses!– un inmenso éxito, todo podía acabar tan rápido como había empezado si ese mismo público se cansaba como se había cansado de tantos otros formatos antes.

Eso lo obligaba a seguir adelante, a intentar entender cómo pensaban el televidente. A ofrecerle lo que pensaba quería ver. Esa intuición y la libertad con que manejaba –maneja– a su personal era –y es– parte de la clave de esos primeros cinco años de éxito con Videomatch: simpatía, desparpajo, chicos del barrio riéndose a las carcajadas de todo mientras los periodistas deportivos eran reemplazados por cómicos y actores profesionales, más acordes al nuevo formato.

Así, incluso los que más predisposición tenían al show se fueron. El Teto Medina y Lanchita Bissio, que habían sido esenciales, terminaron afuera y Tinelli descubrió lo que sería la fórmula mágica de su programa: que todo cambie para que nada cambie.

Los cómicos que entraron tendrían libertad ilimitada a la hora de probar sus personajes, pero también, si fallaban, no había red abajo: sólo lo exitoso, lo que ese público voraz compraba, podía mantenerse. Y para eso había que probar y cambiar, todo el tiempo, sin pausa y con mucha prisa. Miguel Ángel Rodríguez, una de las ex-estrellas del programa lo sintetizó muy bien: “Marcelo te pone en una gran vidriera de figuras y talentos, donde podés ir probando personajes que luego se plasman en la pantalla en algo exitoso”.

Tinelli, durante cinco exactos años, de 1990 a 1995, fue un entretenedor masivo, popular, que le daba al público un humor simple, directo, gracias al cual, los televidentes se quedaban hasta tarde sólo para verlo. Videomatch con sus cómicos populares, sus bloopers, sus cámaras ocultas, abría una válvula de escape por donde se podía sacar toda la presión acumulada durante el día. Sin política, sin intención social: un viaje de egresados treintones preocupados sólo por divertirse.

Por su programa brillaron hasta agotarse y desaparecer personajes como el enano Ula-Ula o Boby Goma. El único que no desapareció, por supuesto, fue Tinelli. Todo lo demás cambió, se modificó de acuerdo al gusto del público; menos él, que era el espíritu del programa, el responsable de buscar nuevos talentos, presentarlos y aggiornarlos cuando llegara el momento. Freddy Villarreal, famoso por su personaje de Figuretti y su parodia del despistado presidente Fernando de la Rua, confirma ese cambio constante al que estaban obligados los cómicos para seguir en el show: “Más allá de las críticas, quienes trabajamos en Videomatch aprendimos a hacer todo tipo de humor, desde actuar en serio hasta hacer cámaras sorpresa, sketches. Nos acostumbramos a hacer de todo”.

Cinco años. De 1990 a 1995, T inelli gozó del continuo favor del público y del rechazo unánime de la crítica. Pero después, posiblemente, Tinelli se daría cuenta que había cometido su primer error al dejar que Carlos Menem cerrará su campaña de reelección como presidente en Videomatch, el 14 de mayo de 1995.

Porque, a pesar de lo que pensaron los demás, –que se había vendido al menemismo–, no había política involucrada: él no era menemista, simplemente tenía que darle al publico lo que le pedía. Y en ese año, 1995, Menem era rating seguro porque la gente, (como demostró en las urnas reeligiéndolo), lo quería, confiaba en él y dejaba pasar todas sus fallas pensando en la paridad dólar-peso que había traído luego de la hiperinflación de 1989.

Y Tinelli, ya entonces, seguía ciegamente su conexión secreta con el público, su facilidad para leer, programa tras programa, lo que podía funcionar y lo que no.

En esa facilidad, en esa intuición, se sostenía Videomatch. Por eso él, y sólo él, podía conducir el programa. Porque adivinaba los deseos de su público y modificaba el programa de acuerdo a éste. No necesitaba más, sólo salir y palpar, frente a las cámaras, qué funcionaba y qué no. Y eso, parecía, sólo .él podía hacerlo. Nadie más

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