febrero 23, 2025

Los votantes de Trump o la canasta de deplorables

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Tanto el trumpismo como no pocos analistas, periodistas, políticos no republicanos, etcétera, que presumen de “balanceados” y de políticamente correctos, se regodean cuando condenan la célebre expresión acuñada por Hillary Clinton durante su campaña de 2016 para referirse a los partidarios de Trump: “Una canasta de deplorables”. Joe Biden, en una lógica electoral y más aún, en una campaña de coaliciones y de terreno común, también le da la suave al Basket of Deplorables y juega a ver a cuántos de ellos pueden traer al mundo de la razón. No serán muchos en realidad, pero Biden es mucho más político que ella, más cercano en su estilo a Bill Clinton que a la exprimera dama, y le resulta totalmente natural cortejar a la cerrazón y a los orgullosos de su ignorancia.

Hoy me interesa reflexionar sobre lo cierto o lo falso, además de lo justo o injusto de la expresión, más que sobre su eficacia electoral. Hillary Clinton pudo entonces haber perdido algunos votos, de acuerdo. Habría que ver qué tantos pudieron ser, comparados con los que en todo caso le quitó la artera y efectiva campaña de desinformación rusa o la absurda conferencia de prensa convocada por James Comey en julio, para decir que, aunque el FBI no encontró nada de qué acusarla en su investigación, Hillary Clinton había actuado “de manera sumamente descuidada” en el asunto de los correos electrónicos.

Los argumentos en contra del uso de la expresión son tan simplones como simplistas: que no todos los votantes de Trump concuerdan o simpatizan con el extremismo de él y de su partido, que no todos son unos campiranos ignorantes y que, por el contrario, son la parte de la población norteamericana que se siente, con o sin razón, excluida por las elites caracterizadas por la mesura religiosa, por mayores niveles educativos y, en general, por posiciones políticas de centroizquierda.

Lo simplón está en lo obvio: no se necesita ser un genio para entender que en 60 millones de individuos que comparten una posición político-electoral existen diferencias que incluso van más allá de los matices en sus filosofías, en su nivel de comprensión de los distintos temas que les interesan, en su tolerancia a la otredad, en su moralidad, en su ética, en su decencia, etcétera. Es así que estos sesudos analistas se rasgan las vestiduras y nos recetan con lo que al final es una simple verdad estadística sin vuelta.

Lo simplista es lo más peligroso, sin embargo. En su afán por victimizar al votante de Trump, y obtener así el ansiado halo de equilibrio, como si estos asuntos se tratasen de suma cero, pierden de vista lo más importante: la degradación de la sociedad norteamericana, y con ello y por ello la corrosión de las instituciones nacionales y la erosión del ideal estadounidense. Trump no es la causa sino, más bien, el producto de un fenómeno social y cultural antes que político, y que nos pone frente a atavismos que muchos, quién sabe por qué, creían ya desaparecidos.

El trumpismo es racismo, homofobia, divisionismo, desprecio por la ciencia y, por lo tanto, por la verdad; es ignorancia y, peor aún, orgullo por la ignorancia. No es de derecha ni de izquierda; es un mazacote populista que medra y explota el miedo de todos por todos con la apelación a los más bajos instintos que habían estado adormilados en la sociedad norteamericana, pero que ahora resurgen enseñoreados porque han encontrado al efectivo merolico que les faltaba. Todo justificado por aquellos que piensan que las altas y bajas económicas (e incluso una innegable desigualdad por diseño) son razón suficiente para no condenar, y hasta para “explicar”, la satanización del diferente. El trumpismo es una porquería, y si, la porquería social para serlo necesita de muchos individuos deplorables. Las cosas por su nombre.

En Ingles el término basket (canasta) es con mucha frecuencia utilizado para denotar variedad y, en realidad, en la expresión de la excandidata demócrata este sentido es más importante que el mismo término “deplorables”. Ello porque explica de un plumazo que no es necesario compartir exactamente las mismas taras culturales para aglutinarnos alrededor de aquel que promueve y explota las distintas que poseemos como individuos.

Biden sabe y entiende todo esto; pero, de nuevo, él está en campaña y eso también lo entiende bien. No es necesario ser un individuo o un político perfecto (como ni de cerca lo ha sido Clinton) para llamar a las cosas por su nombre. Allá aquellos que desde su arrogancia y, ahí sí, elitismo, prefieran imaginar a la estadounidense como una sociedad de adolescentes desorientados sin responsabilizarla por sus deplorables flaquezas, perversidades, e hipocresías.

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