Opina Milan Kundera que existe una memoria fáctica que, en la mayor parte de los casos, desdibuja la realidad al grado de transformarla en una nueva, de modo que podría apartarse de los hechos objetivos hasta construir una realidad diversa de la que se relata. Tal vez por esa razón, quien escribe su vida, debe hacerlo pensando en alcanzar una versión literaria de sí mismo y no una descripción “objetiva” de un hecho o de su personalidad, pues, la visión de una misma cosa tendrá siempre la óptica específica de quien la cuenta, que podrá alejarse de la “verdad” cada que lo considere necesario o cada que su inconsciente se distancie de la precisión de una circunstancia determinada, frente a la necesidad de reportar lo que la memoria considera una historia urgente…
Esa dificultad se hace persistente cuando los hechos, las circunstancias, las vivencias, dejan de ser propias y retoman la realidad de alguien más, de modo que la narración autobiográfica se convierte en literatura biográfica y se cuenta la vida de alguien que se conoce por los libros, por un proceso de investigación o, por la reconstrucción de un personaje que se aleja de quien escribe y se vincula a una historia que no se vivió más que al momento que se intenta desenterrar los restos de un desconocido y convertir los huesos de un cadáver en los de un hombre o una mujer de carne y hueso.
La autobiografía plasma en una fotografía la vida de una persona que cuenta su historia a partir de sus recuerdos. La biografía es una instantánea o conjunto de instantáneas en donde el ojo vigilante de un escritor (ajeno a la historia) relata la vida de alguien más, a quien puede admirar o no, amar o no, odiar o no y quien, por ende, cuenta una historia que puede estar alejada de la realidad porque no le consta, no la vivió y, por lo tanto, podría constituir una mentira perfectamente documentada o una realidad alterna a la que vivió el protagonista de la historia.
Acaso por ello, he pensado que muchas grandes frases insertas en pequeños o grandes volúmenes biográficos nunca fueron pronunciadas por el personaje cuya biografía se escribe, sino que son antojos (¿invenciones sensacionalistas?) del escritor que se apodera de una vida ajena, y la moldea como un trozo grande o pequeño de plastilina, y así desparece la memoria del biografiado, a través de la reconstrucción de la memoria del autor que escribe sobre hechos inciertos que vivió alguien más, que odio alguien más, o que alguien más amó…
Tal vez por esa circunstancia es que los biógrafos escogen a personalidades monumentales para hacer su trabajo. A diferencia de la mayor parte de la literatura, que recrea la vida de personas comunes, invisibles o insignificantes, el biógrafo tiene que reconstruir la vida de héroes y aventureros, porque escribir la vida de un sastre anónimo, o de un desconocido profesor, no parecen materia prima suficientemente densa, adecuada, para interesarse por una vida que no es la propia, razón que explica que la mayor parte de las ocasiones la literatura biográfica encuentre mejor lugar en el estante de los libros de historia, si resulta que el tratamiento literario no alcanza el encanto de lo original.
Escribir una biografía literaria se enfrenta a frenos y clichés que plantea la vida misma del personaje cuya biografía se escribe, pues no resulta sencillo sortear exitosamente la vida de personalidades sacralizadas, que pueden adquirir existencia a parir de frases hechas o de acontecimientos eternamente conocidos, pues nadie que escriba sobre Napoleón podrá sacudirse el fracaso en la batalla de Waterloo, su estancia final en la isla de Córcega y menos aún, el lugar común de que “la estatura de un hombre no se mide de la cabeza al suelo, sino de la cabeza al cielo”, ya que el peso de un personaje super conocido se convierte en una tonelada de plomo o en una camisa de fuerza, que obliga al biógrafo a construir sobre un camino muchas veces andado, tal vez, porque en toda biografía existe un tramo de creatividad marchita que, como una arteria enferma, está bloqueada a la invención y tiene que someterse a la reiteración de un suceso que se ha relatado interminablemente.
A pesar de ello, existen buenos ejemplos de que la biografía puede ser terreno fértil para la creatividad si el abordaje es el correcto. Stefan Zweig y Marguerite Yourcenar son buenos ejemplos de esa suerte. En el caso de ambos, buena parte de su su literatura se construyó a partir de personajes históricos con una larga y pesada historia detrás (Fouché, María Antonieta, Magallanes o Eraso de Rotterdam, en el caso de Zweig; el Emeperador Adriano o el filosofo Zenón, en el caso de Yourcenar).
Sin embargo, el acierto de ambos es que su esfuerzo creativo superó por mucho la aspiración biográfica o histórica, o el simple dibujo de un personaje, al hacer posible la confección de caracteres y, en un descuido, de arquetipos casi junguianos, los cuales, con el correr de las páginas, iban difuminando el peso de un nombre histórico, para convertirse en la imagen de todos los alquimistas, todos los filósofos, todos los estrategas políticos y hombres sin alma o escrúpulos para ejercer el poder político, o todos los viajeros y todos los aventureros, pasando de la fotografía al diario íntimo del personaje.
En sus diversos libros biográficos, tanto Yourcenar como Zweig, pudieron superar la vida del sujeto biografiado y escribir un libro que ibas más allá de los hechos, de la historia, hasta llegar a un punto de novedosa invención de la realidad. No estoy seguro de que, en alguna medida, ambos autores escribieron sus principales biografías cuidando el rigor histórico o la precisión de los hechos, pero, al final, ellos hicieron literatura y no historia, tampoco historiografía, pues su empeño estuvo dirigido a reinventar la realidad y no a trazar una línea más en un cuaderno pautado o en un una libreta cuadriculada, y dejaron claro que quien transforma la realidad utiliza una hoja en blanco y la llena de sensaciones y pensamientos, de ideas y emociones y, para ello, se sirve de uno o varios personajes.
Shakespeare utilizaba personajes históricos como un pretexto para otorgar densidad a una vivencia y, en esa medida, se valió de la comedia o del drama, porque su intención no era simplemente contar la historia de Cleopatra o de Julio César, del Príncipe de Dinamarca o de lady Macbeth, sino delinear un arquetipo vital y, en ese esfuerzo, era necesario ponerle un nombre. Sin embargo, su Rey Lear pudo llamarse de forma diferente y mantener su su profundidad vital o retratar el camino que lo llevaba inevitablemente a la muerte y al sacrificio.
La biografía puede ser una camisa de fuerza con fronteras y límites en la exactitud y en la objetividad, en el apego formal a los hechos, en una palabra: en la historia. Cuando la biografía logra extraviar en el camino su aspiración histórica y alcanza un simple y llano desprendimiento literario, la pequeñez historiográfica puede legítimamente aspirar a la profundidad literaria, momento en que el personaje desconocido pierde su identidad y se convierte en alguien que vive dentro de las hojas blancas de un libro al que puede acceder cualquiera, conozca o no la historia que se cuenta, y convertirse en un lector emocionado. Nadie se emociona con los datos o con informaciones inútiles, solo con momentos de vida que reflejan la existencia, como brillantes espejos de uno mismo.