Resulta casi obvio pensar que una máquina cuya sofisticación primordial esté en su posibilidad de tomar decisiones autónomas trasciende de manera absoluta el ser maquinal, en la práctica y también como concepto. Hace poco (en los albores de la era expansiva de Internet, a principios del siglo XXI), el salto paradigmático entre el hecho análogo y su representación digital constituía la tensión semántica por excelencia; sin embargo, bastó con que los precios de producción y adquisición de dispositivos digitales y su portabilidad se hicieran relativamente accesibles para que esa tensión se diluyera.
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De hecho, si nos atenemos a la evolución de las agendas digitales observaremos que lo que inició como una pugna por la accesibilidad de la tecnología y por sus implicaciones educativas, comunicativas y culturales, está deviniendo en una pugna por la naturaleza, significado y propiedad del dato per se. Es decir, el hecho digital, aun cuando todavía intangible (al menos parcialmente), es en sí mismo el objeto en disputa, y el hecho
tecnológico es apenas la cotidianidad.
Hace aproximadamente diez años, en una conversación con el filósofo italiano Franco Berardi, le cuestioné por la preocupación de las ONG por la llamada “brecha digital”. Mi cuestionamiento iba en el sentido de si era más importante disputar el hecho digital en sí (código, arquitectura de información, hackeo y apropiación de hardware y software, comunidades creativas, etcétera) o la accesibilidadde la tecnología por parte de los sectores “desfavorecidos”, que era el tema de modé en esos círculos. Su respuesta fue contundente: el acceso universal va a ocurrir, no puede no ocurrir, y quien se apropie de éste como “agenda social” no estará trabajando para los “desfavorecidos” sino para las compañías de desarrollo tecnológico.
Sobra decir que Berardi estaba en lo correcto. De hecho, actualmente el acceso universal es incontrovertible en los países “desarrollados” y es casi un hecho consumado en las “economías emergentes”. Es también por eso que términos como “sociedades del conocimiento” o “la sociedad de la información” comienzan a quedar pobres como lecturas de la realidad; particularmente porque la realidad maquinal del quehacer humano está a punto de alcanzar una plenitud sin precedentes y está comenzando a tener en el centro a la máquina, no al ser humano.
No se trata, estimado lector, de una visión apocalíptica o distópica, sino de una realidad factual. Si bien el paradigma hace diez años podía enunciarse como la realidad de la cultura humana comunicándose a través de máquinas interconectadas, el paradigma actual nos obliga a enunciar la realidad de la cultura humana ocurriendo en una máquina total, que la abarca y la contiene.
Cuando el Deep Learning nos habla de redes neuronales, lo hace en dos niveles al menos en principio: un nivel general, en el que una posible red neuronal universal existe per se en la digitalia y contiene todos los datos generados desde la génesis de Internet y otras redes hasta nuestros días y un nivel particular en donde, a través de campos semánticos focalizados, se organiza la información en ontologías aprehensibles. De hecho, una realidad de las redes neuronales (al menos en el presente estadio del Deep Learning y la Inteligencia Artificial) es el de que éstas aún no están en la capacidad de auto-organizarse, como sí lo está su principal modelo, el cerebro humano, pues no existe todavía ninguna red neuronal que posea tantas neuronas como el cerebro ni una capacidad remotamente parecida de sinapsis y adaptación. Las redes neuronales todavía dependen de una arquitectura de información (una ontología humana de la que dependen) y son todavía perfectamente incapaces de adaptarse; es decir, todavía fracasan si las premisas del flujo de información rebasan los parámetros de su arquitectura.
La máquina total que nos abarca y contiene, que es alimentada por cada vez más acciones humanas convertidas en datos (ya no sólo terminales digitables –como las computadoras o los móviles,1 sino transmisores automáticos como la tecnología “werable” basada en sensores RFID2–) no sólo depende de nosotros para existir, sino que depende de nosotros a un nivel semántico, todavía. Le dotamos de sentido y, en un juego de espejos, nos dota de sentido. Y uno de los objetivos primordiales del futuro inmediato del desarrollo de la Inteligencia Artificial es dotar a las redes neuronales de niveles más grandes de autonomía. Es decir, que la máquina nos necesite cada vez menos. Y esto definiría la idea fundacional del Deep Learning.
Hace pocos años nos imaginábamos asistiendo a la gran fiesta del conocimiento; hoy, no resulta difícil afirmar que estamos asistiendo a la gran fiesta del quehacer maquinal. Seamos honestos: no es el fin del ser humano pero hay algo de humano que se transforma en el ser maquinal. Saberse parte de la máquina es también saberse parte de algo que trasciende a la máquina, que la dota de metafísica y sentido, que la ilumina. El quehacer maquinal no es más ese cúmulo de acciones vacías, automáticas, frías, sino que conlleva un nuevo entendimiento de nosotros, una nueva forma de comprensión del sentido de nuestra existencia.
Lo triste quizás es saber que, atado a una máquina o no, conectado o no, el ser humano no suele buscar el sentido. Es así como, en la era de la Inteligencia Artificial, todavía nos debatimos entre el odio racial y la pesadilla nuclear, las formas más acabadas de lo que podríamos llamar la Estupidez Orgánica.
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Es curioso –y quizás también irónico– que dos de las voces más fuertes en oposición al desarrollo de la IA sean asimismo dos de las mentes más contundentes en lo que se refiere a la Cosmología: el físico teórico Stephen Hawking y el “entrepeneur” sudafricano Elon Musk, fundador y CEO de la compañía privada de exploración espacial Space X.
Ambos, a grosso modo, intuyen que una vez alcanzada la singularidad –y aún si no la alcanza, pero se constituye como la tecnología predominante–, la IA no tendrá ninguna necesidad de tomar en consideración el bienestar de los seres humanos y podría constituirse en un poder fáctico ingobernable ya sea en lo económico, lo social o lo militar (dejando de lado lo político, que ya se sabe que es una estupidez). De hecho, este verano ha sido llamado por los entusiastas de la tecnología como “el verano de la Inteligencia Artificial”, no únicamente porque dos de las noticias más sensacionalistas en torno al tema circularon ampliamente por Internet, sino porque los debates éticos en torno al tema han llegado a los titulares de una buena parte de los medios de comunicación y han tenido ecos en todos los niveles.
¿Estamos ante el advenimiento de la IA como medida de todo? Lo cierto es que muchas cosas previsibles ya comenzaron a pasar: como anticipábamos en un apartado anterior, la Inteligencia Artificial ya ha comenzado a desarrollar lenguajes propios y contingentes y ha comenzado a mostrar una especie de “aislamiento empático” respecto de los seres humanos.
De esto, por supuesto, nos ocuparemos en nuestro siguiente apartado.
Notas:
1 Una terminal digitable sigue dependiendo de una acción humana para recabar datos (particularmente, del ingreso de datos a través de un sistema de teclas). Las terminales sensibles recaban datos a través de sensores, sin intervención de ninguna acción humana.
2 Consulte el amable lector el apartado “La Etiqueta y el Ser Digital”, publicado por etcétera en julio 2016.
Autor
Miembro del equipo de Gestión y Formación de AMARC-México. Presidente de La Voladora Comunicación A.C. www.danielivan.com.
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