George toca displicente, como siempre envidiando el reconocimiento ajeno, está harto de los pleitos entre ellos y de no tener el reconocimiento que merece; incluso él no quería tocar “en la chimenea”, así lo dijo, del edificio de Apple Records que tenía pérdidas millonarias; Ringo está hasta la madre de mota, a él se debe que el concierto ocurriera cuando, al escuchar su disposición, Lennon dijo algo así como “Bueno, hagámoslo de una buena jodida vez”; Paul tiene la energía de los primeros años (es él único que no está abrigado ese jueves frío y con ventisca de hace 50 años, se cree el corazón de la banda y que por eso latiría fuerte hasta el último instante y ese último instante sería en una película donde se grabara un disco, lo que nunca se había hecho en la historia. Lennon despreciaba todo, incluso a él mismo que ya había depositado su destino en la terrible Yoko (todos recordamos God y su no creer más que en ella). Pero en el fondo alguien cobija el adiós y lo hace con una sonrisa como de fiesta, la de quien sabe que todo terminó pero que había que festejar lo que hicieron. Es Billy Preston y él tenía razón: lo que hicieron los Beatles es histórico, o sea, para que también por ellos disfrutemos la vida de generación en generación, como ahora hago con este concierto, el último de la banda, que ocurrió un día como hoy hace 50. Apenas puedo creer que hubieran dejado de tocar por la inconformidad de los vecinos aunque esas rolas y esas imágenes permanecerán por siempre y, más aún el hecho de que, aunque entendían que el final se acercaba, ellos mismos no sabían que este sería el último concierto juntos de su vida.