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Concedido: es difícil dialogar con esa ala del feminismo radical que no está dispuesta a “interlocutar con el patriarcado” (escuché la expresión –neologismo incluido– en boca de una de sus representantes, autodenominada miembra de una colectiva), que asume que el Estado y la ley no son sino constructos de éste, que prohíbe la presencia de hombres en sus marchas.

Concedido también: la violencia es el peor de los recursos para cambiar las cosas. Y algunas manifestantes –pero no todas, ni siquiera muchas– han recurrido a ella.

Habrá también, sin embargo, que atender y entender el contexto en que se producen esas reivindicaciones. Primero, que no se trata de un hecho aislado en la entidad o siquiera en el país: forma parte de un fenómeno internacional, viabilizado por las redes sociales y detonado por el #metoo, que evidencia la crisis de las democracias contemporáneas de la misma forma en que las reivindicaciones estudiantiles lo hicieron en los 68. Segundo, que en México, y en la Ciudad de México, el problema es especialmente acuciante: entre enero y agosto de 2020 han sido registradas 626 víctimas de feminicidio en el país, y la capital ocupa el tercer lugar entre las entidades con más casos, con 51. Tercero, que quien gobierna la CDMX tiene –junto con Sonora y ningún otro estado–, una ventaja comparativa en esta materia respecto a sus otros 30 pares: no tiene pene. La disposición, aun de las más radicales de las feministas, a dialogar con Claudia Sheinbaum habría estado, por tanto, garantizada.

@brujasdelmar

Por desgracia, esta semana –y por segunda vez– la jefa de Gobierno de la Ciudad de México desaprovechó su oportunidad para erigirse en interlocutora corresponsable de la agenda de género. Y es una lástima. Porque no es una mala administradora pública, porque para los estándares de Morena representa una izquierda razonablemente moderna y democrática y porque, de unos meses para acá, había dado muestras de un sutil distanciamiento con el liderazgo del presidente de la República, al menos en lo que al manejo de la pandemia se refiere. No fue así cuando, en imitación de las peores tentaciones conspiratorias –y de los peores reflejos machistas– de su líder, salió a culpar a una empresa de financiar protestas cuyo tono puede o no gustar pero cuyas reivindicaciones son legítimas, satanizó a una empresaria por llevar comida a las manifestantes y ejercer su derecho a sumar su voz a las de ellas (lo que terminó por costarle el trabajo) y coronó la estrategia al impedir el acceso de una marcha de mujeres al Zócalo capitalino.

Que Sheinbaum haya llegado al gobierno en una elección en que el 83.75 por ciento de los ciudadanos votó por ser gobernado por una mujer, y que para ello se haya pertrechado –al menos en parte– en un discurso feminista, hace su actuación aún más lamentable. Al abjurar de sus valores frente al dogma y las estrategias de su grupo político y ceder su voluntad a la de un líder machista, traiciona su plataforma, decepciona a quienes votaron por ella. Más importante: evidencia una fractura en los postulados del feminismo radical al mostrar que el sexo biológico no es garantía de adhesión a una agenda feminista.

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Acaso sea momento de releer a Judith Butler y recordar su provocadora y lúcida noción del género como constructo cultural del que la biología no es sino elemento. Acaso también valga preguntarnos si no sería más pertinente en estos tiempos reivindicar lo femenino como valor político, exigirlo y aplaudirlo en la actuación de los gobernantes, sean hombres o mujeres. (Confesaré haber derivado esta reflexión de un libro que prepara la psicoanalista y escritora Eunice Cortés, con quien estoy casado, quien me ha concedido el privilegio de leer y discutir su manuscrito. La cito no porque sea mi cónyuge y no porque sea mujer sino porque ella, y su idea, son chingonas.)


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