Este texto fue publicado el 6 de marzo de 2018
I
Gabriel García Márquez fue amigo del dictador Fidel Castro y de otros poderosos personajes como el expresidente Carlos Salinas de Gortari, y en tal órbita disfrutó de grandes privilegios. Pero esa circunstancia no impidió que yo leyera y disfrutara toda su obra, que se encuentra entre las más relevantes de la literatura latinoamericana, al lado de Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Adolfo Bioy Casares, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y Julio Cortázar (cuya militancia tampoco fue óbice para que lo leyera). Desde luego, me ha alimentado más la obra de estos últimos –con excepción de Cortázar– que los del oriundo de Aracataca, pero estoy seguro de que el llamado “Realismo mágico” influyó a varias generaciones de escritores así como que buena parte de sus trabajos, digamos de corte periodístico, tienen una estructura y un manejo de los tiempos y la precisión formidables, como consta en Relato de un náufrago, Crónica de una muerte anunciada y Noticias de un secuestro. Para mí al menos dos novelas son imprescindibles: Cien años de soledad (y no creo que, como advirtiera Borges, le sobren páginas) y El amor en los tiempos del cólera, además me parece que varios de sus cuentos y relatos son piezas paradigmáticas de la construcción literaria como los que están en Doce cuentos peregrinos junto con La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada.
¿Que es un autor sobrevalorado? Me parece que sí, la calidad de Jorge Luis Borges y Alejo Carpentier, por ejemplo, se encuentra muy por encima del autor de La mala hora. Claro que en mi opinión: El siglo de las luces es un lienzo literario mucho mejor logrado para captar la idiosincrasia latinoamericana, no me cabe la menor duda. Pero los fuegos de artificio del Gabo han sido lo suficientemente poderosos para asimilar a una mujer que viva de comer tierra o aquella otra mujer sabía que vivió cien años y que abrió las puertas de su casa al caminante más insospechado; moldear la piedad hacía un despreciable coronel o describir aquel hilo de sangre –la influencia de Joyce es clara– como la revelación de la muerte o simplemente las atmósferas de los andantes sin brújula –que no se explican sin William Faulkner– forman una seña de identidad que lo ha hecho trascender (sobre todo en lectores menos exigentes, eso es cierto).
La carga emocional relacionada con el amor es una de las vetas que más destaca en la obra de García Márquez, aunque vista con seriedad su construcción literaria es tan cursi como los peores momentos de Mario Benedetti. Que “el amor tenga más cuartos que un hotel de putas”, por ejemplo, le hizo explorar al escritor colombiano varias de las habitaciones y creo que hay momentos en que lo hizo con maestría, por ejemplo al describir el amor entre Leona Cassiani y Florentino Ariza, que jamás llegó a los entuertos de la carne o al representar los deseos fascinados de Pilar Ternera entre tantos recovecos que integran al viejo deseoso de salir de este mundo luego de abandonarse entre las bragas de alguna nínfula desguarecida, o a la mujer que para saldar la deuda descomunal debido a un descuido del sueño debió abrir las piernas casi tanto como pestañear.
II
Le dije todo esto a Gabriel García Márquez hace 17 años, en una reunión en la que también acudieron Carlos Monsiváis, don Julio Scherer y Rolando Cordera, aunque ellos sólo participaron más o menos la mitad de la conversación porque se levantaron de la mesa, con el aspaviento de enojados, al arribó de Carlos Salinas de Gortari (por cierto, fue la única vez que hablé con el expresidente). En aquel entonces yo sabía de memoria los pasajes de algunas novelas de García Márquez y nos detuvimos –él generosamente lo permitió– en El amor en los tiempos del cólera. La considero su mejor novela (aunque La mala hora tenga una mejor estructura) y el comensal colombiano respondió que al menos fue la que con más reposo construyó, y el término era apropiado, sus deseos y expectativas estaban en reposo, así, nos advirtió a Ruth Esparza Carvajal y a mí, como el reposo del vino que estamos tomando, a lo que repuse que Leona Cassiani me parecía algo así como una espléndida mujer representada en varios rones, en las rocas por supuesto (más o menos a dos metros de nosotros oía, sonriente, Scherer).
No narro mis deslices de borracho y la paciencia del escritor al escuchar una y otra vez todo lo que yo quería a Fermina Daza y Florentino Ariza, sólo agradezco una vez más ese abrazo tan cálido de Ruth con el que me dijo que la reunión había concluido.
La siguiente vez que vi a Gabriel García Márquez fue en un restaurante de Polanco, sentado en la esquina mientras Mercedes platicaba con otra señora. No lo saludé, primero porque no acostumbro transgredir la vida privada de nadie y, segundo, porque estaba absorto viendo a la pared y así estuvo casi todo el tiempo durante la comida, a mí me pareció como si buscara hormigas o algún otro bicho entre las telarañas de su olvido inexorable de las cosas y la vida, y fue cuando me balbuceé una frase tan suya: “Uno no se muere cuando debe, sino cuando puede”.
III
En aquella ocasión hablé de Leona Cassiani a propósito. Claro: yo había leído Estos años y en las primeras páginas compartí esa avidez tremenda del viejo periodista por hablar con su amigo a quien le marcó por teléfono a Cuba sin suerte. Lo importante es que le dejó recado con su hijo Rodrigo a quien le dictó: “Gabriel, leí tu libro y al terminar de leerlo lo volví a leer y al terminar de leerlo sólo puedo decirte: Gabriel, cuánto te quiero”.
Narra don Julio que luego, al encontrarse con Gabriel García Márquez, éste le pidió que le narrara su libro y el periodista no lo hizo, lo que hizo fue decirle que los senos “atónitos” de Leona Cassiani lo habían dejado atónito.
“-De dónde, Gabriel, nace este calificativo insólito y perfecto.
“-Me das miedo…
Antes de enviarlo a galeras el escritor volvió a encontrarse con ese portento de mulata ajeno incluso a él mismo y, entonces, más aún a las miradas de los otros personajes hipnotizados por los senos altivos al aire. Y surgió de inmediato el calificativo “llegó la palabra quién sabe de donde” pero fue la única vez que se empleó en el libro, como únicos son los senos de esa mulata de ensueño. “El adjetivo brillaba como ningún otro”, escribió Julio Scherer.
IV
“- ¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses, y once días con sus noches.
-Toda la vida -dijo.”