Este texto fue publicado originalmente el 1 de septiembre de 2016, correspondiente a la edición 189, lo abrimos de manera temporal dada su relevancia periodística.
A principios de los años 70 del siglo pasado Excélsior era, para los aprendices de reportero como yo, sencillamente la Meca. No había mayor aspiración que ingresar a esa Catedral del Periodismo y publicar en el periódico más prestigiado de México, uno de los 20 más importantes del mundo. No era fácil, sin embargo ingresar a ese ámbito privilegiado. Muchos jóvenes lo intentaron en balde y no pocos vieron frustrados sus anhelos al no pasar la prueba y ser echados del paraíso.
La norma era que los aspirantes a reporteros entraran a la redacción de algunas de las dos ediciones del vespertino Últimas Noticias. La Primera aparecía hacia el mediodía y la Segunda, conocida popularmente como “La extra”, estaba en las calles a partir de las cinco de la tarde. El acceso directo a la redacción de Excélsior estaba vedado. Que yo recuerde, en mi generación sólo hubo una excepción a esa regla: José Reveles Morado llegó y obtuvo una plaza en el diario. Los demás ingresaron a la Primera, que llegó a conjuntar en su redacción una cartilla de excelentes reporteros, jóvenes todos, que serían la cimiente informativa del periódico dirigido desde 1968 por Julio Scherer García. Entre ellos estaban Rodolfo Guzmán, Antonio Andrade, Elías Chávez, Marco Aurelio Carballo, Rafael Cardona, Guillermo Mora Tavares, Roberto Vizcaíno, Federico Gómez Pombo.
Todos ellos trabajaban en la edición que dirigía Jorge Villa Alcalá cuando Miguel Ángel Granados Chapa me llevó a la oficina de Scherer para proponerme con su aval como presunto reportero, a mediados de 1973. El director llamó por teléfono a Villa Alcalá, que le informó que tenía completa su planta. No había lugar. Entonces pidió a su compadre Regino Díaz Redondo, que era el director de la Segunda, que acudiera a su despacho, para presentarnos. Granados Chapa, a pesar de la insistente petición de Scherer de que se quedara, salió disparado antes de que llegara Regino. Un signo, sin duda. Al día siguiente empecé a trabajar en “La extra”.
La redacción de Excélsior era absolutamente misógina, como su director. No había entonces, en ninguna de las ediciones, una sola mujer reportera. Su presencia se limitaba a la sección de Sociales.
La casa
Al cumplirse el 8 de julio pasado 40 años del golpe que nos hizo salir voluntariamente a más de 200 cooperativistas, llegué hasta el edificio de Reforma 18, que fuera la histórica casa del diario fundado por Rafael Alducin el 18 de marzo de 1917. Y mi casa. Hace años que el inmueble está vacío. Se encuentra literalmente intacto, atrapado ahora entre dos altas construcciones: las instalaciones modernas cubiertas de cristal del propio periódico y un edificio nuevo de ocho niveles. Observé la fachada inolvidable, hundida ya casi medio metro, con el mítico “balcón de don Julio” en el tercer piso. En esa planta estaba, además de la oficina del director general y la de su secretaria, Elenita Guerra, la redacción del diario con sus viejos escritorios metálicos grises, de la DM Nacional, y sus máquinas de escribir Olivetti destartaladas. Y la mesa de redacción, que en mis tiempos reporteriles encabezaba Manuel Becerra Acosta hijo, el subdirector.
Pasillo de por medio estaba la redacción de Deportes, que dirigía Manuel Seyde (el mismo que bautizó a la selección mexicana de futbol como “Los ratoncitos verdes”) y dónde trabajaba como reportero mi inolvidable amigo Paco Ponce, y la sección de Sociales, encomendada ahí sí a una mujer: Ana Cecilia Treviño, Bambi. Y, al fondo, el área de Corresponsales y la sección Internacional con sus ruidosos, incansables teletipos. Junto a la dirección había acceso a una suerte de tapanco, metido ya en el edificio adyacente, donde trabajaban Miguel Ángel Granados Chapa y Miguel López Azuara, encargados de las páginas editoriales.
En el cuarto piso estaban las redacciones de la primera edición de Ultimas Noticias, que dirigía Jorge Villa Alcalá, y de la segunda edición, conocida como “La extra”, en la que trabajé como reportero un par de años bajo las órdenes de Díaz Redondo, que era el director. En el segundo piso estaba la gerencia general, ejercida por Hero Rodríguez Toro, y las áreas de administración y personal. Hasta arriba, el archivo fotográfico, un tesoro que cuidaba con más esmero que eficacia José Maldonado.
El edificio estaba conectado a través de una serie de pasillos con el de Bucareli 17, donde estuvieron los talleres de la cooperativa: linotipos, mesas de formación, estereotipia, rotativas. Ahí funcionaron también las redacciones de los semanarios Revista de Revistas y Jueves de Excélsior. Eran peculiares en este inmueble los olores de la tinta de imprenta y de la “fundición caliente” que usaban los linotipos, a base de una aleación de plomo, estaño y antimonio. También, durante las tardes y las noches, el ronroneo y la vibración incesantes de las rotativas.
La guardia
Tenía ya algunos antecedentes en publicaciones de la casa Excélsior. De hecho, hice mis pininos a los 17 años en Jueves de Excélsior, semanario ya desaparecido, donde mi padre José Ortiz y Ortiz trabajó como jefe de Información los últimos 20 años de su vida. Ahí publiqué mis primeros reportajes sobre temas costumbristas de la capital. En “La extra” publiqué más tarde crónicas taurinas. Durante varios meses trabajé también en la redacción de Magazine de Policía, un bisemanario de nota roja dirigido por Manuel Camín que aparecía lunes y jueves y que Scherer suprimió junto con el semanario humorístico Ja ja al llegar a la dirección. Y empezaba a colaborar con Vicente Leñero en la renovada Revista de Revistas, el semanario “madre” de Excélsior, fundado en 1910, seis años antes que el diario. Leñero, que dirigía la revista Claudia, había sido invitado en 1972 por Scherer García para hacerse cargo del semanario, al que transformó totalmente.
El propio director general me ordenó, además de mi trabajo cotidiano en “La extra”, cubrir la guardia en la redacción de Excélsior. Era un requisito. Durante 78 días, sin descanso, cubrí la guardia de las siete y media de la noche a la una de la madrugada, cuando menos. La tarea básicamente consistía en tomar a máquina las notas que dictaban por teléfono los enviados especiales y checar permanentemente los servicios de policía, cruz roja, bomberos. Además de reportear asuntos de último momento y redactar las notas respectivas. Ocasionalmente cubrí asuntos especiales para el diario. Un fogueo duro, pero muy valioso.
En la Segunda de Últimas Noticias realicé por encargo de Díaz Redondo, entre otras cosas, una serie de 40 reportajes sobre las ciudades perdidas de la capital. Uno cada día. Casi tres meses después Regino me llamó. “Va muy bien”, me dijo el director del vespertino, con el que nunca tuve alguna dificultad. “Ya hasta le vamos a empezar a pagar…”
Posteriormente fui invitado por Leñero para ocupar la jefatura de Información de Revista de Revistas. Dejé mi plaza en la Segunda y abandoné la guardia en Excélsior. Scherer me llevó a su balcón, molesto. “Los acuerdos son para cumplirse”, me advirtió. “No deje su guardia, al menos una vez a la semana, no se despegue”.
El rigor
La imagen de excelencia que proyectaba al exterior el mítico Excélsior no tenía una correspondencia cabal en la realidad. Internamente, el periódico adolecía de una organización eficiente y de la ética profesional que muchos suponían. Había fallas frecuentes, improvisaciones, pugnas internas, abusos, injusticias, desorganización. Sin embargo, mantenía una alta calidad informativa gracias al rigor impuesto por los directivos. Esa era la clave.
El diario había conjuntado un elenco de colaboradores nunca antes ni después logrado. Entre los articulistas se contaban Octavio Paz, Gastón García Cantú, Vicente Leñero, Rosario Castellanos, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Miguel León Portilla, Hugo Hiriart, Carlos Alvear Acevedo, Miguel Ángel Granados Chapa, Ramón de Ertze Garamendi, Miguel Ángel Asturias, Abraham López Lara, José Alvarado, Ángeles Mastretta, Heberto Castillo, Ricardo Garibay y Jorge Ibargüengoitia, así como el cartonista Abel Quezada. Sin embargo, la fuerza, el músculo del periódico, como diría su propio director, radicaba en la información. Durante esos años Excélsior cobró fuerza y se convirtió en un medio excepcional fundamentalmente por sus reportajes especiales, que empezaron a descubrir una realidad nacional de injusticia, explotación y pobreza, aunque sin tocar temas torales como la corrupción gubernamental.
Hubo exclusivas que literalmente cimbraron el país. Caso célebre, la publicación a ocho columnas de un proyecto del gobierno de Luis Echeverría Álvarez para instaurar un impuesto patrimonial que gravara bienes y riquezas… y hasta la posesión de plantas de ornato y mascotas. Ardió Troya. Brincaron cámaras y organizaciones empresariales, partidos políticos, órganos legislativos. La nota, firmada por José Dudet Peraldi, fue oficialmente desmentida. José López Portillo, entonces secretario de Hacienda, admitió la existencia de ese “anteproyecto”, como lo llamó, pero alegó que había sido desechado tiempo atrás. Acusó al periódico dirigido por su primo, Scherer García, de sacar las noticias de la basura… Pepe Dudet pasó poco después de reportero a “repostero de Excélsior”, le decíamos, cuando adquirió la representación de unos hornos franceses de panadería y fundó La baguette, a la postre una fuerte cadena de establecimientos.
Se quejaban los reporteros noveles de la Primera de los desplantes de Jorge Villa, a quien describían como un ser déspota y majadero, capaz de humillar a sus subordinados; pero todos ellos lo reconocían también como un periodista excepcional y un maestro. Arnulfo Uzeta era el jefe de Información del Excélsior. Se le temía por autoritario y sarcástico, célebre su frase three days, no more, que aplicaba sin miramientos para castigar con una suspensión de tres días (que podía aumentar a cinco, a siete), sin goce de suelto, a los infractores de las normas. Perder una nota, por ejemplo. O “volar” otra.
Manuel Becerra Acosta, hijo del director del mismo nombre que precedió a Scherer García, era el subdirector. En sus manos estaba directamente la confección del diario, cada noche. Y tenía fama bien ganada como inflexible, agresivo y exageradamente exigente con la precisión de los datos. Todos le reconocían empero un talento periodístico excepcional, que era fundamental para el alto nivel informativo del Periódico de la Vida Nacional. En suma, Excélsior distaba mucho de ser lo que aparentaba, pero demostraba cada mañana que era el mejor periódico de este país.
Las pugnas
Es cierto que al interior de la cooperativa había bandos, disputas, envidias, favoritismos. Esto se daba muy claramente entre la resentida gente de talleres y de administración, por un lado, y los privilegiados de redacción; pero también entre los propios periodistas. Los reporteros que tenían su plaza en el diario, veteranos en su mayoría, gozaban de privilegios y canonjías evidentes.
La asignación de “fuentes” informativas iba aparejada con la obtención de comisiones a veces muy jugosas por concepto de publicidad. El reportero tenía la prerrogativa de llevarse un 15% del pago de inserciones provenientes de su respectiva “fuente”. La Presidencia de la República, la Secretaría de Hacienda, Industria y Comercio, el IMSS, eran fuentes sumamente productivas. Ninguno de esos reporteros siguió a Julio Scherer en su nuevo proyecto cuando abandonó el edificio de Reforma 18.
Esos veteranos, a su vez, se quejaban de la preferencia que el director daba a los reporteros jóvenes, que aunque tenían su plaza en Últimas Noticias, recibían también órdenes de trabajo para el diario. Y no solamente “dobleteaban” sueldo, sino que con frecuencia disfrutaban de viáticos ilimitados como enviados especiales a diferentes puntos de la República, o del extranjero, para cubrir alguna información y sobre todo para la elaboración de reportajes especiales e informaciones exclusivas, que se habían convertido en el material informativo fundamental y distintivo del periódico.
Áreas informativas enteras se habían convertido en cotos de sus titulares. Un caso ejemplar era la sección de Espectáculos, controlada desde años atrás por Raúl Vieyra y Ricardo Perete. Y cuando Scherer decidió nombrar al joven Rafael Cardona como coordinador de las páginas de cine, radio y televisión encontró feroz resistencia. Los desplazados lo acusaron ante el Consejo de Administración de la cooperativa, durante una sesión en la que el director general fue llamado “dictador”, “autoritario” y “déspota” por varios de los consejeros. El episodio fue un antecedente importante en la gestación del golpe del 8 de julio de 1976 contra Scherer y su equipo.
La cooperativa
En ese Excélsior se había perdido todo espíritu cooperativista. La naturaleza de la sociedad de trabajadores creada en 1932 se había desvirtuado por completo. La cooperativa, sin embargo, funcionaba bien en lo económico. A pesar de los bajos sueldos, los ingresos de los socios se veían compensados tanto por la posibilidad de trabajar turnos extra como de beneficios como el reparto trimestral de dividendos, la obtención de participaciones accionarias y un aguinaldo de 100 días de salario. Adicionalmente, los cooperativistas disponían de cartas de crédito para la adquisición de bienes y servicios diversos –muebles, aparatos eléctricos, viajes, restaurantes, cursos– con cargo a los convenios de intercambio que la cooperativa tenía con anunciantes. Esas cartas llegaron a ser objeto de comercio, pues algunos socios las solicitaban para luego venderlas a menor precio y obtener un ingreso adicional. Por supuesto, esta práctica auspiciaba con frecuencia actos de corrupción.
En lo social, la cooperativa no respondía en absoluto a su esencia. Los trabajadores ingresaban a ella luego de una etapa de trabajo y previa aprobación del Consejo de Administración, sin conocer ni siquiera los principios cooperativos más elementales. No había ningún tipo de capacitación ni se aludía siquiera a principios como la igualdad de derechos o la solidaridad. Había intereses, no convicciones.
Las gacetilla
En el Excélsior de Julio Scherer se vendían espacios informativos, inclusive en primera plana. Prevalecía la práctica de publicar gacetillas (publicidad disfrazada de información) a tanto la línea ágata y debidamente facturadas. Scherer decidió suprimir definitivamente la venta de la cabeza principal del periódico, la de ocho; pero se vendían otras “notas” destacadas en la portada, incluido el cintillo, que era la cabeza enmarcada que se publicaba en la parte superior de la primera plana, segunda en importancia.
Ocurrió en una ocasión que habiéndose decidido por su importancia periodística dedicar la cabeza de ocho columnas a una noticia derivada de declaraciones del entonces director general del IMSS, Carlos Gálvez Betancourt, el jefe de prensa llamó a la dirección del periódico para pedir una inserción pagada. Scherer ordenó entonces a Becerra Acosta cambiar al cintillo la nota respectiva…
El retrato
Este es, para el recuerdo, un “retrato hablado” de la mesa de redacción del casi centenario Periódico de la Vida Nacional, a mediados de 1976. Ahí se cocinaba cada edición de aquel Excélsior. En la cabecera de la gran mesa conocida como “El guitarrón” por su forma, de espaldas a la ventana con balcón que daba al Paseo de la Reforma, el subdirector Manuel Becerra Acosta. A su izquierda, el jefe de Redacción, Arturo Sánchez Aussenac; a su derecha, el secretario de Redacción, Leopoldo Gutiérrez Ortega. Repartidos a lo largo de la mesa, los cabeceros Manuel Campos Díaz, El Vate, y Gonzalo Martínez Maestre, y los correctores Carlos Narváez y Antonio López, entre otros. De pie, a ambos lados de la mesa, los ayudantes de redacción Víctor Manuel Juárez y Fernando Belmont. Y junto a la puerta de cristal, el inolvidable oaxaco Senén Montero Crisanto.