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Habana, Cuba. Enviado. Nada parece haber pasado aquí. Todo transcurre de forma cotidiana, al menos en apariencia porque sólo los cubanos saben qué cosas han cambiado y qué no.


Tras un riguroso análisis de las maletas, luego de ver cómo los cubanos deben informar que han vuelto a la isla llenando diversas fórmulas, uno sale del aeropuerto de La Habana, a las 20:30 horas local, para ser acosado por decenas de personas sugiriendo un taxi, casi seduciendo.


No hay que tomar riesgo (o quizá sí lo sea por el costo) y uno toma un taxi oficial, de la empresa estatal de taxis, y le dice al conductor con camisa blanca que lo lleve a la calle Virtudes, 363, a unas dos cuadras del malecón, en La Habana.


-Oiga, chico, usted viene muy estresao’. ¡Relájese! Ya no está en México –me dice el conductor, a quien no le quiero decir que mi estrés es precisamente ese, no estar en México-. Aquí usté está seguro: aquí no hay cárteles, no hay pandillas, no hay droga, no hay nadie en los semáforos pidiéndole dinero. Esto es Cuba.


Como atajo, elijo seguirle la corriente y “confesarle” que así es el ritmo de vida en la ciudad. “Mucho tráfico, muchos carros”, me dice.


Pedro, quien trabaja como taxista desde hace 15 años, me dice que elegí una época muy mala para visitar la isla. “Todos estamos muy tristes, en duelo, por la muerte de nuestro comandante en jefe”.


No hay fiestas, no hay bailes, no hay bebidas, y quien lo hace, merece una sanción. Interrumpe su breve explicación para decirme, por segunda vez ante el alto de un semáforo, que observe cómo aquí no hay nadie malabareando. “No he ido a México pero casi lo conozco por los documentales que veo en el Discovery”. Eso se repetirá en tres ocasiones más.


-Lo que sí me gusta de México son sus cantantes, tiene grandes cantantes –apunta.


Me la puso fácil:


-¡Claro que me gusta Juan Gabriel! El divo de Juárez. Nos dolió mucho su muerte. Lo vimos en la tele –y antes de que yo pueda presumirle el homenaje que le hice en Garibaldi y el que se hizo oficialmente en Bellas Artes me confiesa-. Bueno… Algo así. Verá, aquí no hay televisión satelital. Pero hay de esas personas que tienen antenas piratas y graban todo para luego venderlo. Y pues mi mama lo compró y lo vimos.


Me lleva a Plaza de la Revolución y me advierte que si no me “tiro” una fotografía ahí, frente al “Che”, Cienfuegos, Martí y frente a la Biblioteca Nacional, yo no vine a Cuba.


Llego al hostal. Tan sólo con ver al vigilante me siento a salvo aunque apenas lo conozca. Me entrega las llaves y me explica cómo funciona el cobro de los productos del minirefrigerador que tengo enfrente de mi cama, a un lado del baño donde tres son multitud: cuatro botellas de agua, cuatro cervezas y refrescos nacionales, y cuatro Heinnekens.


Al salir, noto que es un edificio cualquiera, una casa acoplada con siete habitaciones a mano derecha, ordenadas a lo largo de la casa, y al fondo una mesa donde un joven negro cena un arroz mientras ve la tele. Qué ganas de pedirle un poco porque no he comido nada.


Si en el camino me sorprendió sólo ver carros de los 50 cruzando avenidas con bardas con leyendas como “Fidel siempre vivirá con nosotros”, al caminar hacia la calle Galiano quedo estupefacto: casas abiertas que dejan ver a las familias observando la tele, la ropa tendida como banderitas de colores en todos los edificios; grietas enormes donde podría caber un bebé y la sensación de que aquí acaba de caer una bomba, con casas cuarteadas y calles con cientos (en serio) de baches.


Llego al malecón y veo a las mujeres más hermosas que he visto en mi vida contonear sus caderas como gatos presumidos por la noche. La sonrisa coqueta. La fiesta en sus venas. La primera prostituta que conozco en Cuba (quizá más durante mi trayecto) me invita a pasar una noche divertida. Me sigo buscando un poco de Internet.


En tanto veo a un hombre con una caña pescando en el malecón, encuentro pequeños espacios con bancas, casi en cada esquina, donde unas decenas de jóvenes no despegan su vista del móvil. Algo así como un Starbucks pero sin sillones, ni café ni buena señal. Sin tapujos: van por la red no a charlar ni nada. Turistas y cubanos por igual. Por más que trato de pescar un poco, no llego a la red de redes.


Camino varias cuadras y veo a dos adultos de cuarenta años masajeándoles las nalgas a dos tremendas mulatas, con vestidos que no dejan nada a la imaginación, mientras negocian con un taxi no oficial el costo al hotel. Tiempo de volver a mis Virtudes porque aquí soy el único que no ha cumplido su objetivo en el malecón.


Regreso derrotado a mi hostal sin encontrar a mi compañera. El hambre me mata y decido ir a comer a un café sobre Galiano, iluminado de azul y rojo, y una decadente decoración navideña llamado “La Bonita”.


En el camino me encuentro a Alejandra. Nos abrazamos porque es lo primero que necesitamos, un descanso de este no-saber-qué-hacer-ni-dónde-estoy. Intentamos entrar al colorido restaurante cuando nos dicen que está cerrado.


 


Al salir, inmediatamente nos aborda Luis, un joven negro delgado, con playera, mezclilla y tenis Nike, cabella corto, casi rapado, y con barba de candado. Me recuerda a Chris Rock.


-¿Quieren cenar una auténtica comida cubana? Yo los llevo –nos dice.


-¿Y cuánto nos cuesta? -le pregunto.


-No sé ja, ja, ja. Yo sólo los llevo. Allá ustedes negocian por una langosta o un pollito –ya valió madres, pienso.


Mientras caminamos le pregunto si siempre es así de triste la noche en La Habana. La misma respuesta: están en duelo, por su comandante en jefe.


-Sí, ya me habían dicho que así es: nada de nada.


-No, pero si quieren los llevo a uno de los lugares donde, a escondidas, nos sirven unos mojitos. Con música que casi ni se siente, pero que sea un secretito –me dice mientras muestra su blanca y cómplice dentadura.


 


Llegamos a un lugar con no más de 20 pasos de fondo. Seis mesas con manteles verde pastel. Por 20 pesos (CUECES o dólares cubanos) nos sirven una langosta o un pollo o un filete acompañado de un enorme plato de auténticos moros y cristianos –nada que ver con la parodia mexicana. En las paredes hay miles de firmas de todos y cada uno de los visitantes.


Alejandra y yo optamos por un pescado y un pollo, respectivamente, cuyo costo es muy inferior. Ya una vez decididos, Luis nos dice que regresa en 20 minutos por nosotros para ir por esos tragos clandestinos.


Después de comer el pollo más carnoso de toda mi vida, y de beber mi primer refresco de cola que no es dulce, Luis nos recoge y nos presenta a su (medio) hermano César (son casi idénticos), alguien “tímido” que no dejará de hablar por más de tres.


Nos encaminamos al bar. Luis intenta cortejar a Alejandra, mientras César me cuenta que su madre tuvo la oportunidad de ir a Guanajuato (tres veces tuve que decirle cómo se pronuncia) por un amigo mexicano que la saco –fueron sus palabras exactas. Lo que más le perturba la mente es una pequeña estatua de la Virgen María que trajo su madre.


Entre las calles rotas y los edificios que no terminan de agonizar, en medio de grupos y grupos de cubanos en las calles con ganas de fiesta pero enlutados, Cesar me dice que él cree que los mexicanos son muy nobles por amar a la Virgen. Quizá ha visto otros documentales distintos a los que ha visto Pedro, el taxista.


Llegamos a un bar (que mantendré en el anonimato, para no arriesgar) donde un negro fornido, con camisa blanca y traje negro sin corbata, nos espera en la puerta. Nos recibe con las luces apagadas: seis mesas cuadradas (tres en cada lado), con los manteles del mismo color, la barra al fondo, detrás de ésta la cocina, y en una especie de balcón se izan las banderas de España, el Barca y el Real Madrid.


-Oye, tú eres mexicano, a ti te gusta el futbol –le miento y le digo que sí sólo para convivir-. ¿A qué equipo le vas?


Lo medito una fracción de segundo: ¿América o Chivas? ¿Y si el América es igual de odiado aquí que en México y la discusión se profundiza? Decirle Pumas o Cruz Azul es evidenciar que miento.


-A las Chivas –lanzó mientras analizo su reacción.


-¿A las Chivas? No hay otro, ¿verdad? ¿Y de España?


Ahora me inclino por los colores:


-El Barca, ¿hay otro? –le digo mientras sonríe, me estrecha la mano y me abraza. Superamos la prueba por intervención divina de la virgen María, seguramente.


El dueño del bar –nunca reveló su nombre- prende sólo la luz de la cocina y pone su celular en la mesa para que se escuche un reggaetón; recuerda que están tristes y en luto por la muerte del comandante en jefe. En seguida, me ofrece un mojito y me dice si le invito uno a Luis y a César. Efectivamente, agarraron a un pichón (por no decir cronista pendejo).


En tanto Luis sigue y sigue en su intento, le digo a César que somos “cronistas” y me interesa saber cómo son los auténticos cubanos y cómo viven la muerte de Castro.


-Ah, la muerte de nuestro comandante –me dice mientras su sonrisa se apaga como si le hubieran echado una cubeta de agua a un cerillo-. Nos duele mucho la muerte de nuestro comandante en jefe. De verdad estamos muy tristes. Él era nuestro patriarca y nos guió. Siempre buscando lo mejor para el pueblo, hablando por el pueblo, y defendiendo sus principios y los de su gente.


-Y los de América –interrumpe Luis-. La América de hoy no sería nada sin Fidel. Sin su guía, sin su apoyo a países como Bolivia. Nos duele mucho su partido.



Ambos se tocan el pecho, conmovidos. Yo concluyo que soy mal reportero porque en vez de hablar sólo pensé: “Y sin embargo están aquí, tomando, violando el luto”. Y como si Luis me leyera la mente me dice:


-Pero nosotros somos alegres, ¡qué hacemos si somos cubanos! No podemos evitar querer estar de fiesta, bailar, gozar.


Así resume su espíritu cubano, ese que dicen defendió Castro y hoy están obligados a dejarlo salir en la clandestinidad so pena de una multa de 15 mil dólares.


Mientras el dueño del bar –sólo diré que ahí tocó Benny Morei y que conocí a la musa de la canción “dnskjnsk” en una de las tantas fotografías pegadas en la pared- intenta, junto con Luis, enseñarle bailar salsa cubana a Alejandra, yo me quedo en la mesa con César tomando un mojito.


-¿Cómo explicas que todos los cubanos sepan bailar? –le pregunto.


-No sé. Mientras ustedes tienen la ilusión de conocer más lugares y más gente, porque pueden, nosotros tenemos sólo esto. Vivimos el momento, vivimos la vida con lo poco que tenemos.


-¿La vida es dura aquí?


-…Sí, la situación económica no es buena –me confiesa, casi apenado-. Pero somos felices. Tú danos una botella de ron y un dominó y fiuuuu, te daremos la mejor noche de tu vida –qué envidia, vuelvo pensar.


Y no me miente: en tan sólo minutos quisiera quedarme ahí toda la vida, viviendo el momento.


Cansado de que ni Luis ni Alejandra saben bailar, el dueño del bar entra en escena:


-Pero tenemos la seguridad más grande del mundo –me desafía, porque fue un desafío-. Tú puedes caminar a las tres de la mañana por donde sea y estarás seguro de que no te van a robar ni a quitar nada. Esa seguridad no la tiene nadie. Y con esa sensación, lo puedes todo.


¿Qué le digo? ¿Qué yo tengo un Oxxo en la esquina aunque pasadas las 10 pensar en ir es casi pensar en un suicidio?


-Aquí, además, tenemos educación. Todos los jóvenes deben estudiar hasta el noveno año de primaria. El 100% de los cubanos tiene salud y medicamentos sin tener que pagar ni un centavo. Te pueden abrir todo el cuerpo y nada te costará, y además… –interrumpe abruptamente, fija una mirada de peligro hacia la puerta y le dice en tono seco a César que apague la música.


Pasan unos segundos… Falsa alarma, pero hay que bajarle a la música. Hay que ser discretos.


Además del paro cardíaco que casi me da por estar en un país extranjero rompiendo una prohibición nacional, me quedo anonadado de cómo el dueño del bar repite, en el mismo orden, lo que días antes leí en la página oficial del gobierno cubano. Seguro, antes del susto, tenía pensado hablar de la alimentación. Pero interrumpió su discurso para vigilar la puerta y que nosotros pudiéramos seguir disfrutando ese espíritu cubano que tanto defendió Fidel, según las palabras de César.


Después reconoce que Fidel nunca repartió equitativamente todo. Sólo atino a decir que no se puede, para no entrar en polémica y me sigan contando todo. Lo justifica: no pudo, es algo que se dará con el tiempo (más de 60 años, al parecer).


Y así termina la noche: dos cubanos siguiendo la pista en el celular de “Abrázame muy fuerte” y “nskjsndjn” para darle serenata a Alejandra, y un mexicano que así es la Cuba sin Fidel, con su fantasma aun obligando a la clandestinidad.

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