Las proclamas no contemplan o desdeñan las características técnicas de la televisión. Con o sin spots es imposible que este aparato abarque todo lo que ocurre, y además sin sesgos (y eso le pasa a los otros medios). La televisión no puede corresponder a todas las expectativas de comunicación y lo mismo sucede con los espacios difusores que integran la medio esfera porque ésta conforma el mosaico heterogéneo de las noticias y las opiniones, las cualidades de cada ente de comunicación. Ese tipo de crítica a la televisión también enfatiza, y así lo ha hecho por ejemplo Pierre Bordieu1, que uno de los principales problemas que plantea la televisión es el de las relaciones entre el pensamiento y la velocidad. ¿Se puede pensar atenazado por la velocidad? Entre otras preguntas y cuestionamientos esos fueron los que hizo Bordieu en dos conferencias que, por cierto, ofreció para la televisión de Francia en 1996 y que luego revisó para hacer un libro.
Creo que el enfoque del pensador francés carece de encuadre y le falta matices. Pero no nada más porque las conferencias del mismo intelectual francés muestran que la televisión comprende un esfuerzos de síntesis y de elocuencia que, por cierto, muchos intelectuales se muestran rejegos a emprender. También resulta errático exigir a la televisión una función que no tiene. Es como si se criticara al libro porque carece de imágenes o la radio porque en el aparato no se pueden leer o mirar los acontecimientos.
Deben aceptarse sin embargo que, en efecto, nunca nadie podría pensar atenazado por la velocidad, incluso ni siquiera Bordieu, pero guste o no, la dinámica televisiva comprende formatos donde las imágenes y la velocidad forman parte de su definición tanto técnica como de uso, al que no se le han encontrado abundantes alternativas. Por cierto, desde principios de la década de los 90 del siglo XX los medios emulan las características de la televisión mediante estructuras ágiles y textos breves, en la prensa particularmente, las llamadas ventanas reproducen la pantalla televisiva, y ni hablar de la cortedad de los artículos de opinión o los ensayos; la tendencia se expresa y alienta en y desde la televisión. Eso no quiere decir, sin embargo que no sea deseable la oferta de contexto en los partes noticiosos junto con el juicio detallado que explique sus razones y sus alcances, incluso hay programas dedicados a eso. Registran niveles mínimos de televidentes, por cierto, y eso verifica que la relación entre audiencias y oferta es mucho más compleja de lo que parece a simple vista y sin pensar pausadamente frente a una frase de lectura rápida como la escrita por Bordieu.
En definitiva, la televisión no es un instrumento que sirva para recrear el pensamiento, esa actividad pertenece a otros ámbitos, al libro o a la escuela, por ejemplo; incluso como advierte Domenique Wolton, conviene recordar que en la esfera de la información televisiva no existe la relación entre información y conocimiento, al menos no en la complejidad que le implica. Otro asunto es que, en efecto, la audiencia demande, apegada a sus derechos y en un ámbito de libre competencia, que el Estado garantice contenidos distintos acordes con la función social que se les asigna a los medios de comunicación. Y otro asunto más es que por todas esas características técnicas de la televisión sea patente el dominio del spot.
La misma escuela crítica arguye que, dadas las características de la televisión que dramatiza o en general transforma en espectáculo casi cualquier cosa, el aparato se convierte en la principal fuente de amarillismo y escándalo en nuestros días. Dice que esto es así, además porque todo, hasta la información, se ofrece como mercancía. Cierto, pero aquello también es resultado de una vertiente universal que comenzó en 1830 cuando apareció una gran variedad de periódicos baratos que fueron pensados para un público más vasto con el objeto de captar mayores ingresos por venta de ejemplares y publicidad. ¿Por qué no habría de suceder lo mismo en la televisión?
Dice Giovanni Sartori2: la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible y lo convierte en citu ocluli, en un regreso al puro y simple acto de ver. La televisión produce imágenes y anula los conceptos, y de este modo atrofia nuestra capacidad de abstracción y con ella toda nuestra capacidad de entender.
Visto con seriedad, vale decir, sin impulsos emocionales, no es claro por qué la televisión invierte la evolución de lo sensible en inteligible. Pero sobre todo hay que tener presente que mirar la televisión no es un simple acto de ver. Si así fuera, en cierto sentido, nada debiera de preocuparnos dado que ver significaría contemplar y entonces no sería atrofiada la capacidad humana de razonar en la que, por cierto, también participan los sentidos. Pero hasta el simple y llano acto de contemplar suscita sensaciones e inexorablemente también reflexiones, incluso aunque no lo pretenda la televisión se trata de una reacción inherente a la naturaleza humana.
Como ya argumenté, la televisión no es un instrumento que sirva esencialmente para motivar el pensamiento, pero en modo alguno para atrofiarlo; habitualmente carece de conceptos pero no los anula en el individuo, el único responsable de elaborarlos en el entretejido social que comienza con la comunicación cara a cara. Con razón Gustavo Bueno precisa que el espectador no puede ser considerado inocente como si de un mero espejo o receptor pasivo de verdades y de apariencias se tratase. Si el televidente (o la audiencia) resulta movido por estímulos o montajes televisivos ad hoc, él es en todo caso quien se mueve: ante todo es él quien conecta su televisor como sujeto operatorio, quien cambia de cadena apagada el aparato y quien interpreta. Pero además, el experto en filosofía detalla que una conducta e-motiva (emocional) no es un género de conducta que pueda contraponerse a la conducta racional, ninguna conducta puede dejar de ser emocional, o motivada; de lo que se trata es de discernir diferentes tipos de emociones o motivaciones. Pero tan racional puede ser una conducta motivada por un estímulo artístico o deportivo; tan racional puede ser la conducta de un espectador colérico de televisión, como la de un flemático. Dicho de otro modo: quien se considera movido (motivado, emocionado) por una campaña electoral televisada, es porque él mismo participa con causa de la energía de ese impulso motor; es decir, porque es cómplice de ese impulso y porque él mismo es partícipe de la campaña.
Parafraseando a Gilles Lipovetsky,3 que se refiere a la moda, la televisión ha provocado a esa escuela el reflejo crítico antes que el estudio objetivo, se le evoca para fustigarla, marcar distancia y deplorar la estupidez de los hombres. Pero si estuviéramos al nivel de las proclamas de Sartori podríamos reaccionar con otro acto de fe y escribir parrafadas enteras sobre la confianza que vale la pena tener en el hombre y su inteligencia. No es el caso. Es mejor ceñirnos a la siguiente arista.
El alegato de Sartori adolece de la falta de tradición intelectual europea en el análisis de la televisión (una anomia que en América Latina es patente), donde el imperio de la ideología empañó la capacidad de entenderla (lo que en nuestro continente ocurre muy seguido). Esa fragilidad se exhibe, por ejemplo, en el escaso análisis que hay sobre las audiencias. Aunque paradójicamente sobre quien hable mucho de estas, incluso erigiéndose como su portavoz, habitualmente se les reduce a conformar una mera masa de maniobra desde la que actúa el ente televisivo, como si la medioesfera sólo se integrara por este y como si ese mismo ente moldeara todas las percepciones y las creencias y además ordenara todas las actitudes y los actos de esa masa. Con ese soporte ideológico es fácil no resistirse a la tentación de evocar actos autoritarios en el nombre de la democracia, por ejemplo exigir enlaces en cadena nacional para que todos vean un debate entre candidatos a la Presidencia ( el tema lo abordaremos en el último capítulo de este ensayo).
Pese a todo, con una facilidad y un éxito asombrosos, como sucede con muchas de las frivolidades que proyecta la televisión, se habla de una masa de maniobra que, al seguir el molde que mantiene Sartori para revisar los efectos del multimedia, conformará un público de eternos niños soñadores que trascurren toda la vida en mundos imaginarios. No obstante, el comportamiento de las audiencias es mucho más complicado y no muestra indicios de seguir la ruta que el mismo autor italiano asume como profecía, en más, no muestra indicios de seguir una ruta. No sorprende. La historia constata alteraciones parecidas a esta contra el libro, la radio, el cine y la televisión (ahora la moda de ese lente crítico se halla en internet).
Regreso a los spots
Fuente inagotable para el impulso de los mercados y piedra angular para las finanzas de la televisión, los spots ampliaron la esfera de su influencia, tanto, que en el mercado político son imprescindibles como vasos comunicantes que por lo regular tratan al ciudadano como consumidor. Buscan azuzar emociones o afianzar convicciones, y no son ni pueden ser, no son ni pueden ser, no está en su ADN, espacio para difundir programas o plataformas, ideas o propuestas.
Coincido con Luis Miguel Carriedo.
Existe una brecha enorme entre la vida interna de los partidos, sus documentos, básicos, sus plataformas de gobierno o sus definiciones ideológicas, y los contenidos que alcanzan a difundirse en el formato corto del spot. A penas alcanza para que los partidos ofrezcan algunos datos o propuestas muy generales, a veces para denigrar al oponente o para mostrar que cantantes, actrices, luchadores o futbolistas simpatizan con sus colores y gobiernos.4
No hay estrategia de campaña electoral que no se ocupe de extender al máximo el mensaje persuasivo, y la televisión es el vehículo ideal por su cobertura y sus características técnicas. Su difusión debe ser masiva, entonces, pero eso sería insuficiente si los contenidos de los anuncios no llegan a las fibras sensibles de los ciudadanos y para ello regularmente acuden a guías similares a las que se empleas para vender cualquier mercancía. Desde lo que en el argot se dice como “posicionamiento” de la cosa (el candidato o las siglas de un partido), que inicia con darlo a conocer hasta lograr la diferenciación, digamos, de una marca (el mismo candidato o las siglas de un partido) respecto de otra marca (otro candidato y otras siglas de un partido), para lo que además de frases deben construirse imágenes. (Por cierto, cambiar la imagen de una marca es un recurso que se extendió en la década de los noventa, en el ámbito comercial, mediante la oferta del mismo producto que “ha cambiado de imagen”, y que reditúa, por ciclos, cuantiosas ganancias, como atestiguan en aquellos años las campañas de Nike y Pepsi -que además se acompañaron con el basquetbolista Michael Jordan y el cantante Michael Jackson, respectivamente-, hasta ahora que es ya costumbre en la venta en la venta de cualquier producto y de los partidos políticos y candidatos que se promueven con artistas, luchadores o deportistas).
La ley electoral mexicana no sólo no trastocó la preeminencia del spot sino que la afianzó. Hay alrededor de 30 millones de anuncios en cada proceso electoral federal, la diferencia es que ahora se propalan en los tiempos oficiales de seis de la mañana a 12 de la noche, con lapsos de duración de dos y hasta tres minutos por hora de programación, en las emisoras de radio y televisión que tienen cobertura en el territorio nacional (deben sumar un total de 48 minutos diarios por emisora durante los procesos electorales). Es decir, la norma prohíbe que los partidos políticos o cualquier otra persona física o moral contraten tiempo aire para la propaganda en radio y televisión. También, recordemos. Define al IFE como administrador único de los tiempos de Estado tanto en radio como en televisión para difundir promocionales del propio Instituto y para ordenar las pautas de la propaganda de los partidos políticos, en periodos electorales y no electorales.
Si el impulso democrático se plantea mejorar el intercambio público entre los candidatos, aquí hay un desafío para algunas probables enmiendas al marco regulatorio de los procesos electorales en México. Sólo hay que evitar exageraciones: ninguna persona tiene el don de la ubiciudad y tantos ojos y oídos, ni siquiera tres, para mirar 30 millones de spots. Son 96 promocionales de 30 segundos al día por cada emisora.
De cualquier modo el asunto es endemoniado. ¿Debe o no el spot fijar sólo la ruta dominante de la oferta de los partidos? Me parece que no. sin dejar de considerar las características técnicas de aquel dispositivo transmisor de imágenes en movimiento llamado televisión, cabe la posibilidad de que haya formatos distintos, con lapsos más amplios para la exposición de planteamientos e incluso para el debate entre los contendientes o exposiciones como las de Bordieu.
Hay que anotar que antes de 2007 no hubo polémica u objeción alguna sobre la cantidad de spots, como la que generalmente los concesionarios de los medios de comunicación no hacen para transmitir cuantiosos anuncios comerciales en radio y televisión (lo que también, por cierto, implica la tarea de regular en nuestro país).
1. Cfr. Pierre Bordieu, Sobre la televisión, Colección Agumentos, Anagrama, Barcelona, 2008.
2. Sartori Giovanni, Homo Videns. La sociedad teledirigida, Santillana-Taurus, Madrid 1998.
3. Gilles Lipovetsky, El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas, Colección Argumentos, Anagrama, Barcelona 1990.
4. Revista Mire, http://mire.com.mx/
Fragmento de “La reforma electoral de 2007-2008 y al libertad de expresión. IFE. 2012”.