
La noche y el aire de Tzintzuntzan tuvieron la culpa. También los murmullos de los rezos, el olor del copal y el brillo de tantas veladoras sobre las lápidas. Había tanta reverencia bajo las estrellas, sobre esas calles solitarias y empedradas, tan intensa era la presencia de la muerte emanando de las calmosas aguas del lago, que no puedo, en justicia, burlarme de Pío por lo que le sucedió. Ha sido la única vez que me han tomado por un ángel. Por el Ángel de la Muerte, para ser precisa.
Llegamos ya oscurecido. Pío nos invitó, a dos amigos y a mí, a dar una vuelta en Noche de Muertos. Él era agradable, correcto, atento. Manejó desde Patzcuáro hasta Tzintzuntzan con toda calma, mientras nos expresaba su gratitud por nuestra compañía.
El pueblo completo estaba concentrado en el cementerio. Todo ahí era una fiesta de zumbidos: las mujeres rezando padrenuestros y avemarías. Los hombres bebiendo, bebiendo mucho, pero sin alborotos, sin faltas de respeto. Nadie conversaba entre sí. Murmuraban solos, cantaban. Cada lápida estaba completamente iluminada, totalmente cubierta de veladoras, flores y comida. El aire era, para nosotros, citadinos, irrespirable. El olor del copal agrede el olfato no habituado. Para escapar del humo y también por curiosidad, entramos a la pequeña iglesia.
Iba yo del brazo de Daniel, el amigo que esa noche jugó el papel de profeta. Atrás, en plática concentrada, caminaban Pío y nuestro otro amigo, Moisés.
Daniel y yo nos sentamos lo más atrás posible, porque de inmediato notamos que también allí la atmósfera era pesada. Las paredes estaban pintadas de verde pistache y la iluminación era tristísima. Las figuras de santos, de vieja madera, estaban oscurecidas por años de recibir el humo de las veladoras. La gente esperaba, impasible, la hora de la misa.
Pío y Moisés desaparecieron de nuestra vista. Daniel y yo, siempre contentos uno con el otro, aún sin hablar, estuvimos un buen rato callados y sonrientes, mirando jugar a los niños morenos, de mejillas rojas y dientes muy blancos.
De repente, Daniel me indicó que no podía más, que necesitaba salir a respirar. Salimos. Dimos una vuelta por entre los senderos del cementerio. La gente no nos miraba siquiera. Están acostumbrados a los turistas, a los mirones.
Pasó un rato largo y nos preguntamos donde estarían nuestros compañeros. Daniel regresó a la iglesia y volvió a salir sin haberlos visto. Caminamos a donde dejamos estacionado el auto de Pío y ahí estaban. Moisés, alto, blanco y flaco, de rizados cabellos negros, tenía los ojos desencajados. Pío, bajo, robusto y moreno, miraba a lo lejos, hacia el pulsante lago, con una expresión de paz. Con una mirada distinta y el cuerpo extrañamente envarado.
Noté que Moisés evitaba mirar a Pío. Daniel y yo propusimos acercarnos al lago. Moisés accedió y se puso al lado de Daniel para caminar con él. Pío me siguió dócilmente.
Pío caminaba despacio, torpemente, viendo hacia el cielo saturado de estrellas en una noche sin luna y un pueblo con apenas focos eléctricos. Tenía el rostro tenso. Sonreía exageradamente. No miraba donde pisaba y tuve que advertirle.
–No vayas a tropezar —le dije.
Volteó a mirarme con los ojos brillantes:
–¿Cómo podría, si estás tú aquí para ayudarme?
Fijando espantosamente sus ojos en los míos, recitó:
—Yo enviaré a mis ángeles delante de ti, para que tu pie no tropiece en piedra…
Me quedé muda. A los 22 años no se puede saber cómo reaccionar ante algo así.
Me concentré en caminar sin caerme. Las piedras y la falta de luz y la necesidad de alcanzar a Daniel y Moisés, que iban demasiado rápido, me impidieron poner atención a lo que Pío decía. Porque iba hablando sin parar. Al ver que se detenía mirando al cielo le dije:
–Apúrate, que estos muchachos ya nos dejaron muy atrás.
Sonrió y asintiendo con la cabeza me dijo:
–¿Entonces, se está haciendo tarde?
–Pues no sé, no traigo reloj —le dije— pero más vale que nos demos prisa. Tenemos que llegar tú y yo con ellos.
–Eso quiere decir que el momento llegó —me respondió.

Ya no dije nada. Estaba muy nerviosa por el silencio, porque de alguna forma estaba a cargo de Pío (eso se había vuelto obvio) y porque ya no veía donde estaban los otros dos. La calle desembocaba en el lago. El empedrado se acabó. Solo había polvo seco. Pío seguía detrás de mí, con su paso lento, como de artrítico. Conjeturé que tal vez se sentiría algo mareado. Estaba tan diferente…
Descubrí a Daniel y a Moisés hablando pegados a un muro de adobe. Alcancé a oír la voz de bajo de Moisés que decía: “…y no sabía qué hacer, me asusté un buen…”. Daniel lo escuchaba con expresión preocupada. Le llamé y me hizo una seña. Daniel jamás alzaba la voz.
Estuvimos un rato a la orilla del lago, hermoso, mágico. La Isla de Janitzio brillaba en el centro. Pío se puso de frente a la ribera, con los ojos cerrados y los brazos abiertos. Parecía que de un momento a otro se metería al agua. Moisés se alteró mucho.
–Oye, Pío, ¿qué onda, no tienes hambre? ¿No quieres ir a cenar? —Evidentemente, Moisés trataba de introducir una nota de normalidad en nuestro enrarecido ambiente.
Al oír hablar a Moisés, Pío lo miró intensamente. Miró a Daniel y luego a mí.
–Soy distinguido, distinguido en verdad. Daniel, Moisés, y sobre todo, tú —me dijo. Me tomó las dos manos. —Eso quiere decir que Dios me ama, que me ha perdonado, ¿verdad? Le he pedido tanto que ya me traiga la paz.
Confundida de forma que no se puede expresar, le contesté tartamudeando que sí, que por supuesto, Dios lo amaba y que deseaba su felicidad. Moisés insistió con lo de la cena. Daniel solo sonreía nerviosamente. Pío me soltó las manos y miró a Moisés.
–Moisés, gran Moisés. De veras que siempre hay sabiduría en lo que dices. ¿Debemos irnos? Daniel, ¿debemos irnos?
–Sí, vámonos hacia dónde está el carro —le replicó Daniel.
–¡Claro! Nos iremos en un carro. –Me miró. —Tú me ayudarás, ¿verdad? Tú has venido a eso. Eres un ángel de luz, es tu misión —dijo con suavidad. Pensé que debería haber algo razonable que responderle, pero no se me ocurrió nada.
Como volvió a quedar paralizado viendo el cielo, lo tomé del brazo y lo jalé. Esta vez no permití que me dejaran sola con él. Me uní a los otros dos y juntos avanzamos por delante de Pío, a la distancia indispensable para que no se nos perdiera. Yo pensé que padecía alguna angustia transitoria, algún ataque de nostalgia o de tristeza por su pasado.
Llegamos al auto. Se quedó de pie sin hacer nada. Moisés le dijo que abriera. Se mostró sorprendido y le recordamos que él tenía las llaves. Eso pareció conmoverle hondamente, pues sus ojos se humedecieron y sonrió dulcemente. Sacó de sus bolsillos diversos objetos hasta que aparecieron las llaves del auto. Se las entregó a Moisés. (Lo cual fue una fortuna, según se vio después).
–Es a ti a quien corresponde, Moisés —exclamó. Pero Moisés no quiso conducir, así que Daniel aceptó hacerlo.
Subimos al auto. Nuevamente Pío quedó a mi lado, los dos en el asiento trasero. Moisés iba en el lugar del copiloto, mudo. Daniel conversaba ligeramente. Salimos a carretera, de regreso a Pátzcuaro. La oscuridad era total, con excepción de las luces del auto. Tomamos una curva pronunciada. Al frente de nosotros, donde la curva giraba, todo era negrura. Daba la impresión de que íbamos directo al vacío.
Pío miraba hacia delante con expectación. Me tomó de las manos otra vez. Alternadamente me miraba y miraba hacia adelante. Estaba emocionado. Yo no sabía qué hacer. Quería ayudarlo, quería entender. El auto avanzaba y cuando parecía que caeríamos en la barranca, Pío cerró los ojos.
–¡Ahí vamos, ahí vamos! —murmuró. El auto tomó la curva y frente a nosotros, otra vez tuvimos el camino recto. Pío ya no abrió los ojos. Se recostó en el asiento. Me soltó las manos. Murmuraba: “gracias, gracias, allá voy, Padre”.
Quedó inmóvil. El resto del camino hasta nuestro alojamiento transcurrió entre murmullos. “Ya se durmió, vete despacio, ¿estás bien?, tengo sed”. Moisés me enteró, en voz bajísima, de lo ocurrido en la iglesia cuando Daniel y yo ya habíamos salido:
Se habían sentado hasta adelante. De repente, Pío se había quedado mirando fijamente al altar y después, le dijo: “¿Puedo?”. Sin saber de lo que le hablaba, Moisés le dijo: “¡Claro, adelante!”
En unos instantes, nos contó, ya estaba en el púlpito y desde ahí, comenzó a predicar. “¡Deben arrepentirse, el Juicio Final se aproxima! ¡El patriarca Moisés está aquí para decirlo!”, y lo señalaba con el índice. Moisés asustado y avergonzado, le hizo señas para que bajara. Pío le obedeció, regresó a su lado y Moisés lo llevó fuera de la iglesia.
Ya solos, Pío, humilde, le agradeció que tanto él como el profeta Daniel estuvieran allí para ayudarle en este trance final, junto con el Ángel de la Muerte, que acoge a todas las almas. Fue entonces cuando Moisés se lo llevó junto al auto, donde se encontraron con nosotros.
Tras el relato de Moisés, nuestro nerviosismo aumentó. Nos reíamos estúpidamente, y a mí me temblaba la mandíbula. Hicimos el camino muy despacio. Al llegar a nuestro albergue, Daniel estacionó el auto cerca de la puerta. Moisés bajó el primero. Daniel y yo lo seguimos. Dejamos a Pío dormido (o desmayado) en el auto, luego de ponerle las llaves en la mano y cerrar las puertas con seguro.
Los tres, el patriarca Moisés, el profeta Daniel y yo, el Ángel de la Muerte, nos fuimos a cenar, conmocionados, en tanto que Pío descansaba luego de su quiebre psicótico, seguro de estar ya en brazos de Dios, el Padre Celestial.
Al día siguiente lo vimos, ya tranquilizado. No parecía sorprendido de seguir en el mundo de los vivos, pero era evidente su profunda desolación.