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Peter Pan nació en una ciudad del norte de México, que actualmente yace como un esqueleto de acero y piedra en el corazón del desierto. Entre los secretos que susurra el viento en sus calles surcadas por las vías del tren, se encuentra precisamente el de este personaje que nació para adular y hacer reír a los demás.

Ahora el chiquillo es un hombre de 35 años, alto y guapo, con una barba abundante. La mente de su rostro beduino sin arrugas es un laberinto de ilusiones donde la niñez le parece un refugio seguro. En 2011 fue parte del movimiento Yo Soy 132, que fue un murmullo de rebelión desvanecido por el tiempo y las ambiciones de sus líderes. Lo cierto es que desde entonces, Peter mostró una formidable habilidad para decir palabras sin contenido ni sustancia, que fluyen como un río sin fin ni dirección. Pero aunque sus discursos eran nubes de algodón, debe registrarse que siempre hubo quienes los vieran como si fueran de azúcar.

Por esos tiempos de activismo, Peter cometió el error de criticar a un prominente político opositor tabasqueño, pero casi de inmediato corrigió y comenzó a dirigirse a él como si fuera un Dios, más aún cuando se convirtió en presidente de México. Así nació su obsesión por halagar a Andrés Manuel López Obrador, comparándolo incluso con Jesucristo y Mahatma Gandhi, entre otros referentes mundiales. Por cierto, ¿Peter Pan sabrá que Gandhi dormía desnudo con niños y eso le significó a él una fuente de inspiración? Eso es un misterio. Lo que sí está claro es que este joven eterno carecía de miedo al ridículo e incluso hubo momentos en que parecía disfrutarlo. Un día cobró mayor notoriedad por difundir una fotografía donde ostenta su afición por los videojuegos y por usar otro tipo de juguete con el que horadaba sus propias entrañas. Las burlas en ese entorno implacable que forman las redes sociales no se hicieron esperar, pero él seguía adelante, incólume y valiente, lanzando consignas como si fueran chistes e incluso bailaba apretando el culo como un payaso desorientado.

Quién sabe cómo sucedieron las cosas, lo cierto es que un día Peter se encontró en un circo itinerante que encallaba en pueblos olvidados. Se había convertido en un bufón de feria porque ahí halló el mejor escondite para detener el tiempo. Estaba ligeramente encorvado, tenía los ojos rodeados de sombras oscuras que reflejaban su amarga alegría.

Cierta noche, en uno de aquellos meses gélidos de Torreón, se instaló una carpa del circo con el elenco completo: magos, mimos, trapecistas y equilibristas junto con dos burros viejos, un camello sin suerte y dos caballos flacos, y dos simpáticas focas, una se llamaba “Molécula” y otra “Sin censura”. También estaba su estrella principal. Con la nariz roja, el cabello guinda y la sonrisa pintada de colores, el maestro de ceremonias lo anunciaba con bombo y platillo: “¡El Payaso Attolini!”. El hombre que se creyó eternamente joven y quien hizo de la adulación la única forma de relacionarse con el poder.

Mientras el público se divierte con las piruetas infantiles del comediante, aquella pequeña ciudad del norte del país permanece como un testigo silencioso del pasado. Está esperando pacientemente la llegada de un nuevo tren que le devuelva la vida y así pueda alumbrar a otros hijos de los que, algún día, sí pueda sentirse orgullosa.

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