febrero 22, 2025

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Carmita Wood trabajaba como administrativa en la Universidad de Cornell. Era un excelente trabajo para esta madre soltera afroamericana, que tuvo que dejar a su primer marido porque era alcohólico y agresivo. Antes había sido camarera y trabajado en cocinas pero su puesto en Cornell no sólo pagaba mejor, también le permitía apuntarse gratis a algunas clases. Carmita pudo incluso pedir un préstamo para reformar su casa.

Todo iba bien hasta que su jefe directo, el físico nuclear Boyce McDaniel, empezó a hablarle de esa manera. En una fiesta del departamento le tocó el culo delante de su esposa. Pronto las cosas fueron a peor. McDaniel intentaba besarla, la acorralaba contra su escritorio y le metía la mano dentro de la falda.

En otras ocasiones, le inmovilizaba con su cuerpo contra la mesa y describía lo mucho que eso le excitaba. En una fiesta de Navidad, McDaniel le sacó a la pista de baile contra su voluntad, le levantó el jersey y le masajeó la espalda desnuda delante de todos sus colegas.

Wood pidió en varias ocasiones que le trasladaran a otro puesto, pero no lo consiguió. Su supervisor le dijo que “cualquier mujer madura debería ser capaz de aguantar eso”. Hasta que no pudo más y dejó el trabajo. Exigió entonces una compensación por desempleo, pero se le denegó porque se consideró que los motivos eran “personales” y su baja, “voluntaria”. Podría haber parado ahí, pero Wood tenía cuatro hijos. Realmente necesitaba ese dinero. La secretaria afroamericana puso en contacto con la oficina de recursos humanos de Cornell y de alguna manera las activistas por los derechos de la mujer que operaban desde este elitista centro de la Ivy League conocieron el caso y lo hicieron suyo.

La profesora y periodista Lin Farley, que preparaba un acto de protesta junto a otras feministas, le puso nombre a lo que le había pasado a Carmita, que es lo mismo que venía pasando a las mujeres en sus lugares de trabajo desde tiempos feudales. Acoso sexual, lo llamó. Unos meses más tarde, Farley usó ese término en una plataforma mayor, la comisión de Derechos Humanos de la ciudad de Nueva York. “El acoso sexual a las mujeres en sus lugares de trabajo está extremadamente extendido. Es literalmente epidémico”, dijo. El New York Timeslo recogió en un titular (“Las mujeres empiezan a levantar su voz sobre el acoso sexual en el trabajo”) y a partir de ahí la expresión enraizó.

Hoy, cuando está a punto de cumplirse un año desde que se publicaron las alegaciones contra Harvey Weinstein y la actriz Alyssa Milano reactivó en Twitter una campaña pidiendo que se usara el hashtag #MeToo, resulta difícil de creer que hasta 1975 no existía un nombre para eso. Lo que siempre está ahí a veces no necesita ser nombrado. Los jefes meten mano a sus secretarias; los capataces abusan de las temporeras a su cargo; los empleados hacen comentarios soeces a sus compañeras, sobre todo si son de menor rango. Era, sencillamente, parte de lo que una debe esperar en la vida si pretende estar en el mercado laboral.

Farley ha explicado en alguna ocasión (como en esta entrevista en la radio pública d Nueva York) cómo llegó a etiquetar ese concepto. Tras una clase en la que pidió a sus alumnas que le contasen sus experiencias en el trabajo, se dio cuenta de que prácticamente todas las mujeres tienen historias similares: “Todas y cada una de esas chicas había tenido ya experiencias que les habían hecho dejar un trabajo o se despedidas por rechazar los avances sexuales de un jefe. Cuando salí de esa clase pensé que necesitábamos un nombre par ese fenómeno. Todas teníamos que poder hablar de la misma cosa. Me dirigí a mis colegas, a otras mujeres e hicimos brainstroming. No se nos ocurría la frase correcta y pensé: ‘Bueno, lo mejor que me viene a la cabeza es ‘acoso sexual en el trabajo’. Eso abarcaba todo, desde frases que hacenreferencia al sexo hasta tocamientos, llegando a relaciones sexuales forzadas”.

Más información: http://bit.ly/2O7eWKt

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