El diccionario italiano reconoce la palabra felliniano. Significa casi todo aquello que tiene que ver con el Mago de Rímini y su cine, no alberga dudas. Pero también es el adjetivo que describe un universo estético, social y político que ha impregnado a toda una nación desde hace seis décadas. La tensión entre el hombre moderno y los rudimentos del pasado, los sueños eróticos, el machismo caricaturesco o una extraña mezcla de crítica y enamoramiento simultáneo hacia una sociedad del espectáculo que terminó convertida en odiosa industria publicitaria. Federico Fellini (Rímini, 1920-Roma, 1993) ganó cinco Oscar, dejó algunas de las películas más asombrosas producidas en Italia y fundó una nueva manera de contar el mundo desde los sueños y el lado más grotesco de sus propios recuerdos. Un siglo después de su nacimiento, el big bang estético creado durante los años que vivió en Roma revienta las costuras del diccionario.
Una placa en el número 110 de la silenciosa via Margutta, entre la piazza de Spagna y la Villa Borghese, recuerda el lugar donde vivió durante décadas Fellini con su esposa, Giulietta Masina. La casa se vació y se vendió en 1994 cuando ella murió y hoy pertenece a otro propietario. Pero los confines de aquel mundo más prosaico y rutinario, hecho de paseos, discusiones con los sospechosos habituales como Ennio Flaiano —escritor, periodista y guionista/ventrílocuo de sus mejores películas— o largas comidas con Marcello Mastroianni no se expandían tanto como su imaginación. Cada mañana tomaba café en el Canova y se dejaba caer para comer en Dal Toscano en el barrio de Prati, siempre en la misma mesa.
Roma fue el lugar que esculpió a un chico que llegó con 18 años buscando fortuna como viñetista y dibujante desde Rímini. La ciudad de la costa adriática de tejados rojos y estanqueras voluptuosas fue un enjambre de recuerdos mágicos e inconexos que logró recopilar en Amarcord (1973), también en I Vitelloni (Los inútiles, 1953) o en La Strada (1954). La verdadera patria de Fellini, sin embargo, la que jamás tuvo fronteras, supo mantenerse oculta entre las cuatro paredes del Teatro 5 de Cinecittà, donde construyó la mayoría de sus ensoñaciones.
Ese melancólico Hollywood italiano, al final de la via Tuscolana, en la otra punta de Roma, intenta recuperar el vigor con nuevos rodajes. La casa de Fellini, el estudio que ardió en 2012 y en el que muchos no quisieron rodar intimidados por viejos fantasmas, ha estado ocupada hasta hace poco por los decorados de El nuevo Papa, la serie vaticana de Sorrentino, puede que el mayor heredero —imitador, mascullan algunos en Italia— del cineasta de Rímini. Aquí se rodaron Ocho y medio (1963), La Dolce Vita (1960), Las noches de Cabiria (1958)… también algunos de los últimos filmes, como Y la nave va (1983) y Ginger y Fred (1986), en la que comenzó su relación con el diseñador de vestuario Maurizio Millenotti. “El set de rodaje era su hogar. Le encantaba estar ahí porque amaba a la familia del cine. Adoraba estar en medio de los maquinistas, electricistas, iluminadores… Tenía una relación particular e individual con todos. Por aquí pasaron reyes, grandes cineastas como Scorsese, políticos de todo tipo… Todos querían verle trabajar en su espacio. Cuando comíamos fuera siempre contaba anécdotas apasionantes y le escuchábamos como niños”, recuerda al teléfono el diseñador.
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