En un lapso muy breve de mi vida, apenas siete años y medio, tuve el honor de ser el secretario de Quino en París. Su secretario discontinuo y ocasional, se entiende. Me pagaba con crepas y sidra. Hubo temporadas en que coincidí con él hasta dos tardes por semana cuando yo estudiaba allá. Cada vez que se le descomponía el internet, o que tenían problemas para conectarse, Quino o Alicia preguntaban si podían ir al estudio en el que vivía a fin de enviar dos o tres emails urgentes.
Era la época en que los Quino vivían un par de meses al año en Buenos Aires, luego en España, después en Italia y finalmente en París, porque en esos países tenían mayor cantidad de lectores, lo cual les aseguraba regalías que les permitían vivir con tranquilidad; fue el momento, además, en que ambos tomaron valor para abandonar por fin el fax y mudarse al correo electrónico, cuando Alicia cargaba una laptop tan pequeña que parecía un estuche de maquillaje y con frecuencia la extraviaba en su bolso.
Desde que vi a Quino teclear con dos dedos mientras Alicia le dictaba propuse que mejor me dictaran a mí. Quino vivía a pocos minutos a pie en línea recta de mi casa, o en términos parisinos, a una estación de metro. Una de las definiciones de la felicidad, sin duda consiste en vivir a cinco minutos a pie de Alicia Liria Colombo y Joaquín Salvador Lavado.
Yo había trabajado en la sucursal mexicana de Tusquets, bajo la dirección de Isabel Lasa en lo financiero y Aurelio Major en lo literario, casa editorial que publicó las obras completas de Quino en México a partir de 1997. Cada noche, al salir, debíamos asegurarnos de que el fax de la editorial tuviera papel, pues era el medio habitual de comunicación de nuestro autor argentino predilecto.
En uno de esos faxes Alicia anunció que vendrían a México a promover su nuevo libro. Solicitaron una cosa específica: que en los pocos días que estarían en el país, la gira incluyera un restaurant que sirviera un buen huitlacoche (un hongo comestible).
Si hubiera llegado uno de los Beatles no habría causado la misma conmoción. Autores que nunca iban aparecieron en la editorial esa mañana para saludar a Quino, e incluso los parientes de la secretaria y del chofer del edificio contiguo se asomaron con un libro de Mafalda en las manos, como por casualidad.
Todos los que trabajamos ahí, del mensajero a la directora general, observamos en silencio el cabello negro e hirsuto de Alicia el día que llegó. Eso, y sus opiniones firmes, provocaron que todo el mundo repitiera el mismo comentario en voz baja: por más esfuerzos que hacía por peinarse en tal o cual dirección, Alicia tenía el mismo corte de cabello que el personaje más famoso de la literatura argentina, e idéntica afición a estallar por las causas justas con las palabras correctas. “El señor se casó con Mafalda”, concluyó, luego de oírla, el mensajero.
Quino eligió hospedarse en casa de unos amigos suyos en la colonia Florida. Le preparamos una gira no tan intensa, de apenas 45 entrevistas diarias, cuando la demanda era muy superior, y dos firmas multitudinarias de sus libros, una de ellas en la Cineteca de Monterrey.
En cuanto se supo que Quino estaba en México el distribuidor de nuestros libros corrió a vernos, muy pálido: uno de los empresarios más ricos del país, que vendía el treinta por ciento de los libros de la editorial en sus almacenes, solicitó conocer al dibujante al día siguiente, justo cuando este por fin iba a desayunar el ansiado huitlacoche con sus amigos. Cuando le expuse el cambio de planes, Quino se negó rotundamente: “¿Por qué voy a cambiar el huitlacoche por un millonario? En cada país aparece un político o alguien que pide que cambie mis planes para tomarse una foto conmigo y tengo que cancelar algo. ¿Por qué voy a dejar de ver a mis amigos, con el poco tiempo de que dispongo, a cambio de conocer a una celebridad?”.
Porque el distribuidor, que ya veía cómo se evaporaban su empresa y su empleo, le suplicó en todos los tonos que fuera a visitar al empresario, Quino aceptó una decisión salomónica: primero el desayuno y después el millonario.
Tan pronto pusimos un pie en las oficinas recibimos una sorpresa: no era el famoso comerciante quien deseaba conocer a Quino sino su hijo, un joven de unos 35 años, que apretaba las obras completas de Mafalda en sus manos. Porque no podía contener el entusiasmo de ver al dibujante en su oficina, le preguntó por qué no había hecho jamás figuras de Mafalda y sus amigos: “Trabajo de cerca con las compañías americanas” y mencionó a la más grande, “voy a llamarles para que le hagan un proyecto”.
Le costó trabajo a Quino explicarle que no le gustaba la idea de ver por ahí figuras en tres dimensiones de sus personajes; si existieran tendría que dedicarse a controlar los materiales, y a verificar que no hubiera riesgos para los niños: “Además yo estoy satisfecho de que mis personajes existan en los libros y me parece suficiente: muchas gracias, pero convertirlos en figuras de acción no me interesa”. “Pero usted podría ganar una cifra importante con ese negocio”. “Me lo han propuesto muchas veces y siempre he dicho que no”.
El joven, que no comprendía la negativa del dibujante, insistió: “Entonces ¿por qué no hacer una película?”. “Ya hay una”, replicó Quino, “la hizo el cubano Juan Padrón y para mí es suficiente”. “¿Y un juego de video? Estoy asociado con los mejores”, y mencionó a la compañía de juegos de video más grande del mundo.
Quino volvió a disuadirlo y él preguntó por qué no hacía juegos de mesa, tazas, plumas, pijamas, y otras variantes de los souvenirs, hasta que Quino confesó: “Porque si dejara de dibujar para hacer eso me convertiría en un Manolito”. Quino le dedicó su libro, luego otros para su familia y nos fuimos, luego de que Alicia insinuara que la próxima vez ellos no tenían nada en contra de atravesar la ciudad en uno de los helicópteros del empresario.
¿Honoris causa? No, gracias
En París, el día que trabajé por primera vez como su secretario, Alicia sacó una decena de sobres de su bolso y me dictó una carta, dirigida a una de las universidades europeas más distinguidas: “Estimado rector, en relación a su propuesta de otorgarle a Quino el doctorado honoris causa por el conjunto de su obra, le agradecemos su cordial iniciativa, pero no podemos aceptarla porque esto nos impediría realizar otros planes personales. Muy agradecidos, y esperando tener la oportunidad de saludarlo en el futuro, le enviamos un cordial saludo”.
La segunda carta era para otra prestigiosa universidad, ahora norteamericana: “Estimado rector, en relación con su propuesta de otorgarle a Quino el doctorado honoris causa, la respuesta es No, gracias”.
La tercera era para una universidad canadiense y terminaba con el tercer “No, gracias” del día. Fue ahí cuando los detuve: habían rechazado tres doctorados en cinco minutos, ¿por qué no aceptarlos? Quino suspiró: “Sí, es un gesto muy lindo, pero a mi edad la única cosa que quiero es seguir dibujando: si voy a cualquiera de estos países perderé una semana entera entre el viaje, los eventos públicos y la prensa, y dejaría de dibujar ocho días; multiplica eso por todas las universidades y yo no podría dibujar durante meses, así que dejaría de hacer lo que más me gusta en el mundo, que es tener listo al menos un cartón a la semana”.
Luego de enviar sendas negativas a otras dos universidades, Quino miró su reloj: “Están pasando la nueva de Wong Kar-Wai en un cine de Montparnasse. ¿No les gustarían unas crepas?” La relación de trabajo funcionó así cada vez que fallaba su servidor de internet, pero sólo esa vez vi tantas universidades ser rechazadas desde una misma computadora. El resto del tiempo Alicia enviaba mensajes crípticos a sus editores, luego de recibir nuevos ejemplares de los libros de Quino: “Isabel, tu trabajo en la editorial es estupendo, merece besos y abrazos”; “Beatriz, tenemos ganas de verte otra vez en el Paseo de Gracia”; “Daniel y Kuki, Quino pide que se acuerden de aquellas vacaciones en Tahití”.
En Francia, Alicia y Quino gozaban de un anonimato relativo, que les permitía pasearse a sus anchas por toda la ciudad: en cuanto Quino terminaba de trabajar visitaban museos, exposiciones, algún teatro y de vez en cuando, la ópera. Adoraban los restaurantes chinos y las papelerías. A veces solicitaban apoyo del secretario informal, cuando alguno de ellos se hallaba mal de salud y había silla de ruedas o bastón de por medio.
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