Tijuana no es Baltimore, es posible que sea mucho peor. Hay más violencia, droga, corrupción e impunidad en la frontera mexicana que en la ciudad estadounidense que retrató David Simon en la serie de HBO The Wire (2002-2008). Las dos ciudades tienen también sus periódicos locales, asfixiados por la falta de dinero. Aunque la redacción Frente Tijuana no está llena de periodistas crepusculares dispuestos a salvar el pellejo a costa de exagerar, inventarse historias o medrar como en el Baltimore Sun; sino de héroes antiguos, intachables luchadores contra el destino. Porque Tijuana, la serie estrenada este mes en Netflix, es ante todo un homenaje al oficio en la tierra donde son asesinados de media casi diez periodistas al año.
“Es cierto que en esta primera temporada se pinta el idealismo de la profesión. El homenaje se dio naturalmente, sin pretenderlo. Pero la idea es que la historia evolucione y se puedan explorar los claroscuros del ejercicio del periodismo”, apunta Camila Jiménez-Villa, cabeza de Storyhouse, productora que ha trabajado para la plataforma digital estadounidense, pensando en las posibles siguientes temporadas si la primera triunfa.
El equipo de guionistas ha contado con la ayuda de la mesa de investigación de Univisión, una colaboración que venía de una serie anterior: el reciente biopic de El Chapo. “Buscábamos una historia latinoamericana que no estuviera tan centrada en el narcotráfico”, añade la productora, que reconoce también la intención de alejarse del cliché telenovelero: las dosis de melodrama están bastante contenidas, el ritmo narrativo es lento aunque sin mucha destreza en el uso de la elipsis.
Dos asesinatos, un periodista y un político, separados por 30 años. En medio, corre la trama a través de las investigaciones del Frente Tijuana: una telaraña de intereses políticos y criminales, corrupción, narcotráfico de metanfetamina, redes de pederastia y trata de migrantes en la que se cruzan las historias familiares de unos y otros, víctimas y agresores, periodistas y narcos, empresarios y sindicalistas.
En la redacción del semanario se suceden lecciones del manual del buen periodismo: “no publicamos rumores”, “el periodista no miente ni manipula a sus fuentes ”, o, “la objetividad no existe, se trata de honestidad”. La destinataria de los consejos suele ser una reportera joven (Tamara Vallarta), con energía y el depósito de cinismo a cero. Entre los reporteros más curtidos sobrevuela un cierto retrato romántico: siempre dispuestos a entrar en acción, alcohol y cigarros hasta en el baño, bajos fondos, drogas y prostíbulos.
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