
El arsenal de frases y actitudes que pretenden resolver cuestiones de la vida y el arte son legión, pero, con frecuencia, no pasan de ser lugares comunes sin mayor sustancia. En mentes simples, la pregunta sobre el lugar del artista en la comunidad se despacha con rapidez. Quienes persistimos en posiciones derivadas del romanticismo creemos que el artista tiene un perfil especial entre las personas, sin embargo, recurrentemente esto no pasa de ser vanidad propia. El asunto no es fácil: en alguna ocasión se confundió mi visión con proponer la santidad. En realidad, la concepción no tiene que ver con moralidad —o con formas de exhibicionismo—, sino con radicalidad, que no puede ser genérica, de la forma en que el artista observa la realidad y trabaja con la materia particular de su arte, sea sonidos, colores, palabras, imagen en movimiento…
Hay quienes hoy suponen que, más allá de habilidades específicas que cualquier actividad reclama, ser artista sería equivalente a convertirse en odontólogo o chofer de microbús (que en ambos casos puede ser libre decisión o fatalidad). Pero lo que acaso predomine es la consigna de que el artista debe preocuparse por males de su sociedad y el mundo. Esto casi siempre se resume en oposición al capitalismo, entendido a conveniencia. Por eso, en países como México vemos que poemas y películas comparten notoriamente temas de violencia social y, sobre todo, lamentos en un sentido casi único. En declaraciones ante medios y por redes sociales los creadores justifican esa unanimidad como indispensable reacción al entorno. Quienes no participan de la convención serían vergonzosamente ajenos al dolor de sus semejantes. En esta visión contemporánea, que quizá camina a volverse hegemónica, los creadores siguen arrogándose un lugar especial en la sociedad: el artista sería el personaje empático por excelencia, ese sería su distintivo, aunque los motivos de compasión sean lista prestablecida.

Desde otra posición, el pianista Alfred Brendel escribió: “‘No hay pianos malos, sólo pianistas malos’. Una frase efectista en busca de aplauso. Una frase que el lego entiende enseguida: con un poco de humor se siente iniciado”. Daba en el clavo: acudir a un lugar común puede hacer que uno se juzgue parte de una comunidad. Sin embargo, para Brendel no basta con el efectismo ni la sensación de pertenencia. Apartándose de la falsa suficiencia de tópicos que buscan suplir el esfuerzo por acercarse al reconocimiento de la realidad, Brendel tiene claro que “un instrumento mal regulado, desigual en sus registros, de afinación deficiente, de sonido apagado o chillón”, es decir un mal piano, lleva al intérprete a “un gran gesto nivelador”, “una exageración distorsionadora”, o a “forzar una ‘nota personal’”.
La circunstancia anterior tiene como consecuencia “maltratar la música”, dejando “de lado el control y la sutileza”. Esta manera de tocar el piano —buscando fidelidad a las composiciones, en oposición al sello personal en la interpretación— no fue ajena a controversia durante la carrera de Brendel como concertista: llegó a valerle el calificativo de ser un ejecutante “cerebral”. El debate está abierto, pero ante la popularidad de interpretaciones caprichosas, Brendel ha preferido la exigencia de luchar por vincularse de manera fundamental con las composiciones de los músicos.

El longevo Brendel nació en Chequia (1931), creció en Austria y ha vivido en Londres desde los setenta. Las curiosas encuestas de ese tipo, suelen colocarlo entre los mejores pianistas de la historia. Se menciona que, aunque tuvo alguna educación formal, su entrenamiento como pianista habría sido autodidacta. En 2008 se retiró como intérprete, dio su último concierto en Londres el domingo 12 de octubre en el Royal Festival Hall. Cerró su despedida el jueves 18 de diciembre en el Musikverein de Viena. La escritura no le ha sido ajena. Una manera de ejercerla ha sido como colaborador de The New York Review of Books. Los argumentos aquí aludidos corresponden a la primera sección de su ensayo “Reflexiones sobre los pianos” de 1974.

Brendel rinde cuenta de una relación plena con su instrumento. Esto implica estar atento a los pianos y su individualidad, aun cuando procedan del mismo fabricante, por prestigiado que sea. Si bien advierte que el instrumento “no debería convertirse en un fetiche”, piensa en pianos Steinway y Bösendorfer —de los más reputados— y recapitula que cada piano “no sólo suena distinto en espacios diferentes, sino que también parece reaccionar de otra manera al tocar en él”, por ejemplo, en los pedales. Además, está por supuesto la acústica, a la que también se refiere: “la sala llena durante el concierto suena a veces muy diferente de la sala vacía durante el ensayo”. Toma en cuenta incluso que el intérprete conoce el sonido desde su posición y propone que, para no moverse en juegos de adivinación, se requeriría que “conozca en detalle la sala desde la perspectiva del oyente”. También escribió: “en las salas del Musikverein de Viena, famosas por su acústica, el sonido se desvanece cuando no hay nadie”. El sonido en el espacio en que se retiró sería completo sólo en el acto del concierto ante el público.

En su ensayo Brendel muestra meticulosidad, experiencia y conciencia de los factores involucrados en su arte, incluso los anímicos: “la cualidad de oír, que puede variar si uno está fresco o si está cansado, relajado o nervioso”. También previene sobre “una interpretación excesivamente pianística”. Habría que huir de ella, afirma, familiarizándose con el instrumento, haciéndolo “resplandecer”. Como en su orientación a favor de las obras sobre la interpretación personal, el enunciado hace referencia a otra tarea del artista: entregarse a su medio o materia. Así como el poeta se desarrolla en el lenguaje —no puede ser ajeno a él por más altos que considere sus conceptos—, el músico ha de estar en comunión con su instrumento. No bastaría el virtuosismo, ni el mejor piano. Coincidiendo con Brendel, que aporta la perspectiva del ejecutante: el artista, desde sí, aspiraría a reconocer —más con crudeza que con falso idealismo— el entorno en que vive, para simultáneamente salir de sí mismo, compenetrarse con su materia de trabajo y experimentar la inmersión radical en su obra.
Autor
Escritor. Fue director artístico del DLA Film Festival de Londres y editor de Foreign Policy Edición Mexicana. Doctor en teoría política.
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