En el caso del exsecretario de la Defensa, la mayoría de los mexicanos nos encontramos en el terreno de la especulación. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que el 14 de agosto de 2019 un Gran Jurado del distrito Este de Nueva York hizo una acusación por tráfico de estupefacientes y lavado de dinero en su contra, que el mismo día un juez giró orden de detención contra el presunto delincuente y que el 15 de octubre de 2020 agentes federales de los Estados Unidos lo aprehendieron en Los Ángeles. Lo demás son fuegos de artificio.
Es difícil exagerar la gravedad de la detención y de las presuntas conductas criminales que pesan sobre Cienfuegos. Ante la ausencia de información, no quedan más que interrogantes. Dos de ellas de suma importancia por sus consecuencias para la gobernabilidad del país.
La primera, es si sabía o no el gobierno mexicano sobre las acusaciones, orden de aprehensión y viaje de Cienfuegos a Los Ángeles.
Si no sabía y realmente al Presidente lo tomó por sorpresa como a todos los mexicanos, algo anda mal en la relación México-Estados Unidos. No podría sostenerse la tan cacareada tesis de la cooperación y el intercambio de inteligencia entre ambos países en el combate al crimen organizado y más bien se haría evidente la poca confianza que Estados Unidos le tiene a México en estos temas (Ovidio Guzmán no se olvida). Míresele desde donde se le mire, una bofetada para nuestro país.
Si el gobierno mexicano fue informado —lo juzgo altamente probable— por qué no puso en marcha una investigación propia, por qué no pidió a Estados Unidos la información probatoria y por qué no lo vinculó a proceso en México. A esta pregunta viene aparejada la de si el gobierno mexicano tenía indicios propios de la posible vinculación del exsecretario con células del crimen organizado y por qué no hizo nada.
Hay varias respuestas posibles. El gobierno mexicano prefirió no aparecer como sujeto activo en la investigación y detención del general para no dañar la relación con el Ejército. Consideró que ordenar su persecución provocaría una división interna. Ni el actual secretario de la Defensa ni el Presidente quisieron abrir la caja de Pandora. O ¿fue un reconocimiento de que no existen las capacidades institucionales para consignar a un mando de esa jerarquía? O ¿fue una ardid para poder decir que se sostiene un pacto con el anterior gobierno: yo no fui, fue el vecino del norte?
En todo caso, el discurso gubernamental cambió en tan sólo 24 horas. De anunciar en la mañanera que todos los funcionarios y elementos relacionados con Cienfuegos que estén en activo serán despedidos y entregados a las autoridades, a pedir que no se adelanten juicios y a “no apuntalar (sic) contra toda la Sedena”. Bien por la corrección.
La segunda gran interrogante es si este acontecimiento abona a la tesis de que la administración actual ha movido una pieza central de la estabilidad y la gobernanza civil del sistema político. La respuesta es sí y los riesgos son enormes.
A diferencia del resto de los países de América Latina con excepción de Costa Rica, desde finales de los años 40 del siglo pasado, se logró el aislamiento político de las Fuerzas Armadas. Los brotes de inestabilidad y conflicto durante más de siete décadas jamás han dado pie para que la institución castrense haya tenido que tomar partido. Ningún grupo civil, gobierno estatal o fuerza de oposición han tratado de acercarse al Ejército o a la Marina para atraerlos a sus causas. La lealtad al Estado y al gobierno en turno ha sido una constante muy provechosa y ventajosa. Si ha habido algún descontento o alguna división al interior del establecimiento militar, éstos se han manejado siempre al interior de la propia institución con los consecuentes efectos positivos para la unidad, la disciplina y la estabilidad.
La entrada de las Fuerzas Armadas primero a la lucha contra el narcotráfico y después a las tareas de seguridad pública alteraron su lugar en la vida pública. La presencia militar en las calles fue heredada por la actual administración y las condiciones de seguridad han hecho que sigan ahí pese a las promesas de campaña. Pero esa presencia ha crecido: sus facultades, tareas, presupuesto y visibilidad se han multiplicado exponencialmente sin ofrecer una explicación y sin reparar en las consecuencias. Presenciamos la ampliación de las funciones en materia de seguridad, en la distribución de programas sociales, en obra pública, educación y emergencia sanitaria, además de un aumento de 23.4% en el presupuesto de la Defensa para 2021. Quizá a esto no se le pueda llamar militarización, pero por algún lugar se empieza.
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