De cumplirse a la letra el proyecto del nuevo gobierno para fortalecer el poder central a costa de los poderes locales, estaríamos ante el renacimiento de un híbrido típicamente mexicano: el federalismo centralista. O su contrario idéntico (al revés volteado): un centralismo federal.
No sería una novedad. Sería más o menos lo que hubo en México durante los años de la hegemonía del PRI.
“Federación” quería decir entonces “Centro”. Federalizar algo era centralizarlo, no repartirlo entre las entidades federativas.
A partir del año 2000, la democracia fragmentó el poder de la federación, que se concentraba en las facultades legales y en las facultades no escritas del Presidente.
La federalización/centralización siguió en muchos ámbitos, pero no fue ya en servicio del poder ejecutivo y el Presidente, sino en su demérito, mediante la proliferación de innumerables entes autónomos, como el instituto y los tribunales electorales, el Banco de México, la Comisión Federal de Competencia y tantos otros que, en el reparto institucional de facultades, servían de contrapesos al presidente: recortaban y acotaban su poder.
La federalización/ centralización que plantea el nuevo gobierno pretende recobrar el control anterior sobre los estados y disminuir o desaparecer el peso de los entes autónomos.
Tiene los visos de una restauración.
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