¿Hay algún proyecto, programa, iniciativa de importancia que pueda avanzar sin previa escucha, participación y consulta genuina a la sociedad en la Ciudad de México? Esta tumultuosa y aglomerada comunidad que llamamos Ciudad de México, desde hace rato es, quizás, la entidad mexicana más crítica, alerta, exigente y demandante. Desde hace rato, digo, no hay asunto de importancia que no obligue a la deliberación y el difícil acuerdo (especialmente vecinal).
¿Cuáles son las señales de la calle que he podido percibir en estas tres semanas de andanzas por buena parte de la ciudad? Cuento aquí mi inicial impacto impresionista.
No hay paz entre los que perdieron un ser querido. Esta es la fractura más honda y, me temo, no habrá programa gubernamental que los satisfaga, que colme ese vacío. Una madre me dijo “todos en la familia preferiríamos estar muertos, entre los escombros, con él”. Estado perdurable de no-resignación.
Hay, a todo lo largo de la ciudad, una necesidad extendida, casi desesperada: deben dejar de ver las ruinas que el terremoto heredó en sus hogares. Hace dos meses —acampados a las afueras, en plena calle— contemplan sus edificios y viviendas tal y como quedaron el 19 de septiembre a las dos de la tarde. Un estado de petrificación, un duelo demasiado largo que domina la psicología del damnificado. Es necesario un cambio, movimiento de los escombros, acciones materiales, que sin embargo, deben cumplir con un obligado y abigarrado trámite legal que las prolongan. En definitiva: los damnificados necesitan contemplar otro paisaje, distinto al del siniestro provocado por el 19 de septiembre.
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