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Mi madre nació en Francia en 1935. Esto es, tenía cuatro años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. Dice que sus primeros recuerdos de infancia tienen que ver con el estallido de bombas y la huida de la familia para ponerse a salvo.

Su padre, mi abuelo, era militar francés en activo. Muy joven, peleó en la Primera Guerra Mundial. De hecho, estuvo en la batalla de Verdún, donde murieron más de 250 mil soldados —las cifras varían—, entre febrero y diciembre de 1916.

En octubre de 1939 fue movilizado luego de la negativa de Francia de aceptar la “paz” ofrecida por los nazis. Fue capturado poco después de la invasión alemana —la operación Fall Gelb, en la primavera de 1940— e internado en un campo de prisioneros, donde lo obligaban a fabricar quesos.

Durante un traslado entre un centro de detención y otro, logró evadirse, junto con otros soldados, y regresó por su familia a los suburbios de París. Luego la escondió en Nérondes, un pueblo del centro de Francia, esquivando a la infantería enemiga que ya se encontraba acampada en la ribera del Yèvre.

Los siguientes años fueron de enormes penurias para la familia, que quedó a cargo de mi abuela. Mi madre recuerda que lo único que había para comer eran papas y pan, frecuentemente agusanado, al que a veces podían embarrar un poco de mostaza.

Le cuento esta historia porque la Segunda Guerra Mundial y el nazismo son temas muy sensibles para mí. Crecí escuchando sobre los horrores cometidos por Adolfo Hitler, y, gracias a varios amigos judíos, cuyos parientes tienen relatos mucho peores que los de mi familia, me he hecho de la convicción de que la humanidad debe hacer todo para que no se repita jamás una locura semejante.

Pero no sólo eso: creo firmemente que el mundo moderno no ha tenido un punto más bajo que el Holocausto, causado tanto por quienes ejecutaron la llamada Solución Final como por quienes nada hicieron por evitarla.

Es verdad, ha habido otros casos de genocidio muy graves, pero ninguno que contara con una maquinaria asesina y justificación ideológica como las de los nazis.

Para mí nada se compara con Hitler. Ni Stalin ni Mao. Ni Franco ni Pinochet. Ni siquiera Pol Pot. Ya no digamos otros tiranos menores. Hitler es Hitler.

Por eso me parecen sumamente equivocadas las comparaciones con Hitler y los nazis.

Hace 67 años se acuñó el concepto Reductio ad Hitlerum (reducción a Hitler), la falacia de llevar al absurdo una discusión al calificar como nazi a una persona con quien se rivaliza o una idea que no se comparte.

Esta falacia por asociación fue identificada por el filósofo estadunidense Leo Strauss en un artículo publicado en 1951 y desarrollada en su libro Derecho natural e historia en 1953.

Casi siete décadas después, el nombre de Hitler sigue siendo invocado en discusiones como una especie de bomba nuclear para acabar con el adversario ideológico al asociarlo con quien es —indiscutiblemente, para mí— el malo de malos.

Hace unos días, en Twitter, a alguien se le ocurrió subir una imagen de una congregación de nazis saludando con el brazo alzado a Hitler para compararla con la toma de protesta de los diputados de la 64 Legislatura, donde los legisladores de Morena se pusieron a corear el nombre de Andrés Manuel López Obrador: “Es un honor / estar con Obrador”.

Posteriormente, algunos usuarios reconocidos que dieron retuit a la imagen sufrieron el embate de los lopezobradoristas, quienes los lincharon en la red social por haber comparado a AMLO con Hitler.

Más información: http://bit.ly/2MTBX7h

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