Hace unos días se presentó un trabajo de Oxfam (oxfammexico.org) sobre las terribles desigualdades en nuestro país. ¿Se enteró usted? Apostaría a que no. Como muy probablemente tampoco supo que hace unas semanas más de 50 organizaciones de la sociedad civil lanzaron una Acción Ciudadana contra la Pobreza (frentealapobreza.mx), o que según un seguimiento de Cidac (cidac.org) presentado esta misma semana, van tres meses en que repuntan el número de homicidios dolosos en México lo que contradice el optimismo oficial.
En contraste, es muy probable que usted haya escuchado en algún lado del maltrato a unos animales en una tienda de mascotas, de la polémica entre Uber y los taxistas o hasta de la crítica a los atuendos de Angélica Rivera en la reciente visita de los Reyes de España a México.
En parte es natural que así ocurra porque los primeros casos bien podrían ser etiquetados como temas de “consecuencias” o de fondo, mientras los segundos son noticias que generan “conversación”. Y si bien en la clasificación del académico Lorenzo Gomis las dos son características de lo que puede ser descrito como noticia, es claro que los temas que dan de qué hablar están goleando a las noticias más trascendentes.
Eso debería preocuparnos. En primer lugar, porque nuestra atención es un activo valioso que deberíamos de cuidar y si nos preocupa más el gusto de la primera dama que la pobreza en el país es que algo anda mal con nuestra jerarquización de los problemas nacionales.
En segundo lugar, porque esta dinámica de brincar de un escándalo a otro no tiene ningún sentido si no somos capaces de traducir los estados de indignación en acciones con efectos reales. Dicho de otro modo, de qué sirve indignarse por la fortuna de un ex gobernador —por mencionar el caso de Humberto Moreira— si nuestra acción no pasa de dos o tres tuits reclamando a la justicia mexicana por su inacción.
¿Cómo ayuda a cambiar el país la reproducción de un meme —del tema que sea— si unos minutos después nuestra energía ya está puesta sobre cualquier otro asunto? La realidad es que nuestra capacidad de atención cada vez se fragmenta más y parece que con ella también nuestra capacidad de articulación social.
Porque como bien advierte el filósofo Byung Chul Han en su libro En el Enjambre, el problema que pueden tener las redes sociales en las que expresamos buena parte de nuestras opiniones políticas, es que producen la falsa ilusión de comunidad. En realidad nadie se organiza con nadie, no hay agendas comunes, no existen las acciones coordinadas y lo que vemos la mayor parte del tiempo son emociones desbordadas que no tienen ninguna capacidad de transformar aquello que pretenden denunciar.
Y que conste que entiendo que el problema no es de las redes en sí, Twitter y Facebook sirven para lo que fueron creadas y nada más. El problema surge cuando creemos que pueden ser otra cosa o que basta con trabajar los medios y las redes para poder construir capital social.
¿Qué hacer entonces ante este escenario en el que siempre lo más llamativo le gana a lo importante, y lo emocional (y efímero) triunfa sobre las acciones (lentas y matapasiones) de fondo? El desafío es enorme y no hay respuestas sencillas pero por lo pronto lo urgente es reconocer los límites del modelo de comunicación actual —que va más allá del papel de los medios y su selección de noticias— para reconocer que necesitamos repensar cómo construimos lazos sociales fuertes que permitan darle densidad a nuestras opiniones. Sólo así podremos pensar seriamente en transformar la corrupción, la pobreza y todo aquello que tanto decimos repudiar.
Este artículo fue publicado en El Universal el 07 de Julio de 2015, agradecemos a Mario A. Campos su autorización para publicarlo en nuestra página