lunes 08 julio 2024

Clasicismo black

por Rodolfo Lezama

A mi hermano Lalo, en su cumpleaños 43

Black Classical Music de Yussef Dayes fue un disco que conocí por casualidad en el transcurso de la semana, gracias al perfil de instagram denominado La ruta del vinilo, de una DJ y selectora peruana que se hace llamar La chinoise, circunstancia por la que no pude incluirlo en mi listado de mejores grabaciones del año que recién terminó, pero dada su calidad no puedo resistirme a reseñar este disco y traerlo a la vitrina de lo mejor que escuché y se produjo en 2023.

Como su nombre lo anuncia el disco es un recorrido (¿o una síntesis?) de la mejor música negra producida a lo largo del tiempo y, a la vez, una reinvención de cada uno de los ritmos y géneros que pueden catalogarse en esa etiqueta, que se acerca a cada estilo con naturalidad y con un sentido de la innovación y la frescura.

La pieza que abre el disco –Black classical music– es una revisita al cool jazz de los años 50s y 60s del siglo pasado; fusión maravillosa de sax tenor, piano, batería y una abultada sección de percusiones, que remonta a momentos luminosos del clasicismo jazz y añade un elemento que antes no era visible y ahora es una presencia en buena parte de la música de nueva factura: el mestizaje, de modo que este neoclasicismo musical abreva del UK jazz y del jazz clásico, y se alimenta con fortuna de la influencia africana, de medio oriente, latina, y de la vida urbana del South London donde reside el autor del álbum.

El disco propone, por otra parte, el inicio de un viaje que se traslada de hemisferio a hemisferio, empieza en el sur con los ritmos encendidos, las cadencias sensuales y los ritmos saturados de percusión latina y las reminiscencias africanas, siempre conforme a la pauta clarísima del jazz, y poco a poco se mueve hacia ambientes más templados: de la playa y la selva vira hacia las estepas, las planicies de césped, hasta instalarse en el bosque de coníferas, en la montaña o en el insospechado frío de los rascacielos, las ciudades mega pobladas y la superficie urbana más árida: desiertos de cristal desde los cuales la humanidad asoma repentinamente mostrando su rostro: el del migrante que detiene una escoba, o el del oficinista que se hace más viejo detrás de un escritorio o el de quien vigila una puerta giratoria con uniforme de guardia de seguridad.

Todavía en el hemisferio sur, en tierras del caribe, Afrocubanism es la síntesis del esfuerzo por musicalizar el ecosistema de playas y palmeras a través de percusiones afroantillanas y sonido de saxofón; intensidad musical que se traduce en una plegaria híbrida de santería y devoción jesuítica: sincretismo de notas que traza la unión de destinos entre la fe europea y la creencia paralela en ancestros afro que se instalaron durante la etapa colonial en la isla del caribe.

Como si de atravesar el mar en un navío se tratara empiezan los sonidos rítmicos y acompasados en Raisins under the sun, golpes de percusión y pasajes largos de un instrumento de viento (de nuevo el sax tenor), que ya adelantado el trayecto se combina con un xilófono (suerte de extraña marimba infantil) que, en su sonido característico, convive genialmente con las texturas ligeras y lo riffs de una guitarra, marcando la pauta del lugar hacia donde debe dirigirse la pieza: la barrera de la intensidad, donde se une apenas perceptiblemente con Rust, tema que, como anuncia su nombre, comunica texturas de óxido y metal, en donde la percusión toma preponderancia y el xilófono es sustituido por el sonido eléctrico de un teclado, en comunión con una guitarra que obtiene destellos de rock, de acid jazz y de un groove que nos traslada a la pista de baile: lugar donde uno puede imaginar a una hermosa mujer morena bailando suavemente, al seguir los cortes de luz de un estrobo discotequero.

En un puente musical de percusiones, redobles de tambor y sax, nuevamente el sax, se desplaza Turquiose Galaxy, música que intercambia el navío por una tabla de surf a la espera de la ola más alta: aquella donde refleje una luz y se abra el horizonte marino a la inmensidad aérea, donde se aloja The light: suite de percusiones y teclado que es sonido para los ojos y relumbrón para los tímpanos, sinestesia musical que anida en un escalofrío y en una sensación de placentera calma, esa que no anuncia la tormenta sino la pasividad activa: la del músico a punto de entrar al escenario.

Como un intermedio al acto principal entra un pasaje acústico que nos podría traer a la mente los acordes y juegos líricos de Terry Callier: Pon di plaza, hermosa pieza de texturas folk y vocalización africana; suerte de voz de Youssou N’dour que lanza una plegaria rastafari en mezcla afortunada con la tradición europea y americana de la guitarra acústica, perdida en una pausa: petición de principio sobre la base de un cuarteto de cuerdas –Magnolia simphony– extendida en el tiempo y en el espacio en una perorata de voz: la del padre que responde a la misiva de su hijo y revienta en Early days, sonido de tambor que anuncia la entrada intempestiva de la cotidianeidad; suerte percusiva de todos los santos días y el trinar de un órgano hammond dibujando atmósferas como si de juegos de artificio se tratara; alebrijes incendiarios de sonido, puente de plata, tabla de surf y ala de un viejo avión de hélice con conexión al hemisferio norte y a sonidos que dejan su onda tropical y asumen la cadencia jazzie conforme a una estrategia que permite aterrizar en el aeropuerto de Heahthrow sin tener que presentar pasaporte o presentar salvoconducto, pues los sonidos africanos  de Chasing the drum pueden ser música ambiente extraña para un sitio lleno de oficinistas británicos, pero, también, un documento suficientemente poderoso como para revelar la identidad de quien produce el ritmo. Tal vez por eso sea necesario acudir a los estacatos profundos de un bajo y variar la percusión africana por el sonido limpio de una tarola: sonido base de Birds of Paradise; paseo del hemisferio sur al norte que convierte en ritmo cálido la música de elevador… o de aeropuerto.

En el viaje intercontinental hacia el norte transita Gelato (con su mezcla reggae y ritmos continuos de tambores africanos) que se une perfecta, en su carácter de pieza de un enorme rompecabezas, a Marching band (trabalenguas de voz que antecede un performance callejero: urbanísimo encuentro de voces, saxofón y piano) que de las avenidas se diluye en aire contaminado de las ciudades y en ecualización interna de los auriculares, o en música ambiente de los taxis o los autos domésticos en su resistencia diaria al tráfico.

Ya instalados en el sabio discurso del rap y hip-hop irrumpe Crystal palace park (evocación futbolera) y reminiscencia a la sutileza, a los caleidoscopios y a los prismas sonoros que de la grabación urbana pasa a la secuencia digital y a los sonidos de piano; fondo de teclados y su fusión con la caja de ritmos, entonces Presidential adquiere los ritmos del pasaje digital y no los verbos taciturnos del discurso político.

En la reinvención del clasicismo black surge Jukebox: continuum de bajo eléctrico, batería acústica y figurillas de guitarra en trazo franco a un pasaje de voz: Woman touch, oratorio groove que es plegaria y también declaración de amor, acaso materia de un confesionario o esfuerzo histriónico de una cantante que se aventura al reto del público del karaoke, ante el temor escénico que cualquiera sufre antes de adueñarse del micrófono ante una audiencia que espera maravillas.

Instalados en la lógica de la suavidad suena Tioga pass, suerte sonora que se apropia de lo ruidos cotidianos (el ruido de una llave) y se encadena al ritmo de la tarola, a los riffs del teclado y al sonido veleidoso de un sax tenor, viejo conocido, ausente en la últimas canciones, hasta el momento en que recupera el protagonismo que nunca perdió la percusión, y permite la conexión con la última pieza del disco: Cowrie charms, progresión del canto de las sirenas a la vocalización del tritón o la perorata femenina que pasa de lo cotidiano a lo administrativo, acaso, para volver de la imaginación del viaje a la lógica del aeropuerto: sitio de espera, donde el viajante desespera, y la ilusión se acorta cuando los viejos aventureros adquieren la fisonomías de turistas premium.

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