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viernes 13 diciembre 2024

Defensa de las transiciones “inútiles” (I)

por Ricardo Becerra Laguna

Está de moda: eso que conocimos como “transición democrática” en México y América Latina, no funcionó, fue capturado por partidos ineptos, por políticos corrompidos, al final fue una mascarada, un gran engaño. Y no es que los regímenes que hace 40 años empezaron a brotar (según algunos con la negociación de una nueva Constitución entre militares y civiles en Ecuador, 1978) no adolezcan de grandes defectos, sino que la crítica a las democracias nacidas de esas transiciones ha sido una de las más poderosas armas ideológicas de los populismos y de los prefascismos que acechan el presente.

Escuchen a Bolsonaro, hace tan sólo cinco días: “Nuestra nación creyó que un nuevo orden nacería de los partidos y peor, de organismos izquierdistas… no son los partidos, no son las instituciones de la corrupción, nuestra democracia se basa en el pueblo”. Sí, el político que ha militado en nueve partidos, que llegó al poder por el Social Liberal, ese mismo, reniega de ellos y voltea a ver al pueblo como “solución” a un espejismo en el que su gran país (y América Latina) han vivido ya por demasiado tiempo.

Discursos similares se propagan en todo el Cono Sur, Centroamérica y en México: todo “eso” no valió la pena. Hay que volver a empezar… con nosotros, la encarnación del malestar (ahora en el poder, claro). ¿Con una propuesta de mejor convivencia y civilización humanas? Claro que no: lo que proponen los críticos materiales de las democracias realmente existentes es una reconcentración presidencial del poder y un renovado protagonismo de los ejércitos, esos que fueron domados —precisamente— por las vilipendiadas transiciones.

Por eso conviene detenerse y mirar atrás. Justo ayer se cumplió el aniversario del fin de la dictadura más prolongada (35 años) y una de las más brutales (la paraguaya) encarnada por la figura lúgubre del general Alfredo Stroessner, cuyo legado es: 18 mil 772 torturados, 336 desaparecidos, 3 mil 500 exiliados y la cancelación de la vida partidaria y de las libertades mínimas por casi dos generaciones. Pues bien: esas cosas resolvió su transición.

Gracias al acuerdo del vecino Uruguay, en el Club Naval, se sentaron las bases para volver a elecciones libres de las que emergería presidente un proscrito político civil. Pero lo más importante fue que la declaratoria de aquel vicealmirante uruguayo (Hugo Márquez) puso a temblar a todas las dictaduras del Cono Sur: comenzaba a resquebrajarse la siniestra “coordinación” de las tiranías para perseguir a los políticos opositores, mediante atentados planeados y macabras caravanas de la muerte. De pronto, los perseguidos de Videla, Pinochet, Banzer o Stroessner se transformaron en interlocutores indispensables para poder cruzar las irresistibles transiciones democráticas.

Y mientras más trabajan los historiadores y más se instala entre nosotros eso que llamamos “memoria histórica”, más sabemos de qué se trató realmente: según Aloïs Hug, la noche de las dictaduras y el autoritarismo latinoamericano cobró la vida de casi 2.5 millones de personas. Una masacre administrada con la aquiescencia de Washington, por cierto.

Todo esto adquiere un especial sentido en esta fecha: pues hace 40 años comenzó el ciclo democratizador de América Latina, un ciclo que exigió un enorme esfuerzo político y material, lleno de zigzagueos, con elevado costo humano, y que, sin embargo, pudo dejar atrás la terrible crueldad de las dictaduras y los autoritarismos burocráticos, construyendo nuevas condiciones legales y constitucionales, de un modo pacífico y en libertad.

Las elecciones imparciales se multiplicaron y demostraron ser el criterio fundamental de la civilización. Ecuador tuvo su primer gobierno civil en 1980. Bolivia hizo lo propio en 1982, lo mismo que Brasil. Mientras, Nicaragua y El Salvador salían de sus penosas guerras civiles buscando salida mediante gobiernos emergidos de las urnas. Argentina, Chile, Perú seguirían el camino, junto con México que realizaba sus propios, largos trabajos de parto democrático.

Pactos discretos, tímida ampliación de libertades —especialmente de prensa, reunión y asociación—, aparición pública de partidos antes proscritos y elecciones inaugurales. Casi todas las democracias de América Latina nacieron así. A partir de esos años, el subcontinente configuró una “edad” política, un periodo tan singular en su forma y tan largo en el tiempo que ya podemos llamarlo un “periodo histórico”… que está amenazado y que quizás —cuarenta años después— se esté agotando en nuestros días.


Este artículo fue publicado en La Crónica de Hoy el 3 de febrero de 2019, agradecemos a Ricardo Becerra su autorización para publicarlo en nuestra página.

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