Una de las principales víctimas del obradorismo ha sido el servicio público. Apenas llegó al poder esta nueva clase gobernante, comenzaron a roer la administración pública. La desaparición de plazas, los despidos y los recortes salariales a los burócratas y directivos han sido desproporcionados. Hoy, en plena crisis, asestan un segundo golpe de austeridad.
Por su parte, la clase burocrática sobreviviente ha sido despreciada en áreas donde la técnica y la experiencia deberían priorizarse. Como testimonio quedará la bochornosa redacción del Plan Nacional de Desarrollo. Sobran ejemplos más graves, como la utilización de inexpertos militantes de MORENA para ejecutar los programas sociales, como consecuencia: hoy no existe un censo confiable para llegar a las personas que más lo necesitan en medio de la pandemia.
Ese desprecio por el servicio público no parte solamente de una lógica presupuestal o electoral, sino fundamentalmente ideológica.
A primera vista, pareciera paradójico que un régimen que pretendía “recuperar al Estado” resulte más corrosivo para la estructura gubernamental que el llamado neoliberalismo. No obstante, es casi natural que en los populismos contemporáneos la lógica técnica y la meritocracia burocrática se perciban como antagonismo de los “deseos populares”.
Lo ideal sería un equilibrio entre técnica y política. Que la racionalidad técnica ayudara a materializar las aspiraciones y objetivos definidos a través de la política. No obstante, cuando existen regímenes alimentados por falacias demagógicas que, en realidad, van en contra del interés común, las burocracias deben servir también como diques de sensatez y legalidad.
Así ha sucedido, por ejemplo, en Estados Unidos, donde Donald Trump ha chocado constantemente con una clase burocrática que se opone a sus políticas demenciales. En México, no obstante, más que resistencia, el aparato burocrático ha sido víctima debido a la histórica vulnerabilidad en la que se desempeña el servidor público.
Uno de los grandes pendientes de la transición democrática fue construir una burocracia profesional, cuya estabilidad no dependiera de intereses políticos. Vicente Fox intentó hacerlo con la creación del Servicio Profesional de Carrera, pero sus recovecos legales y sus limitados alcances en espacios directivos, no permitieron que se consolidara.
A pesar de las limitaciones, en áreas como seguridad o hacienda pública, se estaba creando una clase burocrática que trascendía a los cambios políticos. Ese proceso se ha frenado con la fuga de capital humano en la SHCP y el desmantelamiento de la Policía Federal.
Existen, sin embargo, esquemas que sí han funcionado en el país. Está el Servicio Exterior Mexicano (el SEM) que ha generado una diplomacia meritocrática. Destaca también el Servicio Profesional Electoral del INE, cuyos sobrios integrantes han sido cruciales para el funcionamiento del complejo sistema electoral mexicano.
Hoy, es más que urgente reabrir el debate de la profesionalización del servicio público en su conjunto.
El obradorismo ha desnudado las carencias de la transición democrática mexicana, no por virtud, sino por la rapidez con la que han carcomido a muchas de nuestras instituciones. Ha quedado clara la fragilidad con la que se sostuvieron buena parte de nuestros equilibrios republicanos.
Para revertir este deterioro y evitar que vuelva a ser socavado, es necesario edificar una nueva arquitectura democrática post-populista. Hay que comenzar a pensar en el México después de López Obrador a partir de esas carencias desnudas. Que nunca más el asalto de la demagogia tome desprevenido a nuestro servicio público.
Autor
Politólogo por la UNAM y Maestro en Administración Pública con especialización en Seguridad por la Universidad de Columbia, Nueva York. Especialista en temas de seguridad y gobernabilidad.Twitter: @CMATIENZO
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