A mi hijo Adrián, por muchos años más juntos…
El tiempo pasa a una velocidad que no tiene paragón, es inclemente y no admite recuperar los instantes perdidos. Lo que se va simplemente se difumina en el espacio, se pierde en un instante que no reaparece, hasta dejar como único residuo una sensación inexplicable de olvido o de perplejidad.
2023 fue un año significativo que logró combinar lo intensamente público con lo esencialmente privado. Una serie de actos inéditos ocurrieron en la realidad nacional que dejan constancia clara de las razones por las que decidí no escribir de política y dedicarme a hacerlo sobre otras cosas que lo único que provocaran en mí fuera la satisfacción de crear y no la de debatir. En lo personal, experimenté toda una serie de sucesos que involucraron sentimientos, instantes de alegría y momentos de posible derrota: terminé una novela en dos partes que se concursó sin gran fortuna, aunque esa circunstancia me llevó a iniciar el ambulantaje en busca de una editorial y la espera de una respuesta; reviví el sentimiento romántico, perdí la fe en él y luego, volví a recuperarla, al saber que la cosas simplemente ocurren más allá de la imaginación o de las expectativas; aprendí que una frase hecha –el niño es el padre del hombre– es la verdad más cierta e ineludible que he vivido y que se valida cotidianamente en la relación con mi hijo, con quien celebro el primer aniversario de vida compartida, ahora que cumplimos un año de estar juntos sin interrupciones y, finalmente, pude valorar la salud como un regalo que se manifestó en la vida de alguien más: mi madre, que se recuperó de una operación neurológica dando nuevo significado a la entereza, al valor y a la paciencia.
Ese pase de lista de sucesos y situaciones, afortunadas y desafortunadas, me dejó de cualquier modo, sensaciones positivas y no porque sea un optimista, no lo soy, pues al final, la pérdida nunca dejó de serlo, pero tampoco fue poco frecuente la recuperación de momentos, lugares y personas; la escucha de viejos y nuevos discos; la lectura de viejos y nuevos libros, el reconocimiento de nuevos rostros y de nuevas personas.
Acaso, en ese reglón, fue un tema trascendente para mí romper con el añejo prejuicio de no leer novedades editoriales y termino el año con tres nuevas lecturas de escritoras, a quienes seguramente no habría conocido si no me hubiera abierto a la posibilidad de dejar por un momento a los escritores muertos, hacer una pausa, y darle el beneficio de la duda a quienes ahora gozan ahora de su mejor momento de fama.
Otra novedad fue experimentar, como efecto de la magia, de la suerte, de la revolución metafísica o mitológica, el reencuentro con la poesía. No soy capaz de contar en años, meses o días cuando escribí un poema antes de la última ocasión en julio de 2024, pero la experiencia puede remontarse a muchas décadas atrás. Desde ese momento sin memoria hasta ahora, sigo sin entender por qué sentí la necesidad de experimentar con la escritura del poema, de mano al trabajo reflexivo, frente a la interrupción de la necesidad narrativa, tal vez para darle un respiro a ms dos novelas en pausa editorial, tal vez un espacio para tomar aire y retomar la escritura de una nueva novela.
La escritura de un poema tiene mucho de explosión lírica y otro tanto de trabajo introspectivo. Escribir poesía supone aceptar la circunstancia inevitable de ser el vehículo de un arrebato emocional –eso que llaman inspiración– y, a la vez, de someter el trabajo poético a la criba de la autoedición: momento complejo que requiere jalar la rienda del caballo inspirado y someter el trabajo creativo al tamiz de la crítica: auto taller íntimo donde los poemas dejan de ser metal incandescente y se transforman en metal precioso.
El trabajo narrativo es otro tipo de exploración: un intento de autoconocimiento a partir de la observación del cosmos, del todo para llegar al sí mismo; el poema es la reconstrucción del mundo interno a partir de la observación del ser, como si el cuerpo, la mente y el alma, fueran tres campos de pruebas que se fusionan y separan de acuerdo con la necesidad que revela la inspiración.
En un poema a veces habla la piel, otra la mirada, unas más una voz interna, otras una voz externa que algunos han querido asimilar con Dios y otros con la locura, acaso, la verdad, es que el poeta es el portavoz de una divinidad que ha perdido la cabeza e intenta recuperarla a través de la palabra escrita, una vez que la oralidad se supera por la falta de sentido y la irracionalidad requiere de un medio para hacerse escuchar.
De cualquier modo, poesía y narrativa se instalan en una búsqueda del ser interno a partir de la mirada que se enfrenta a un microscopio o a un gran angular, y el objeto de observación adquiere las dimensiones que quien observa decide, con plena libertad: un campo verde puede virar en pantano, igual que el bosque abierto en el hogar de un pozo profundo.
La elección del camino será lo que definirá el paisaje y es instantánea del momento será el la congelación de un instante en el que surge la imagen de una piedra que se arroja como proyectil al cielo, o la de un un guijarro que pierde en la caída libre su naturaleza mineral, para convertirse en gota de agua uniéndose a la multitud de partículas acuáticas que reposarán en las profundidades de un pozo, de un río, de una piscina o en una naturaleza muerta del mar, sin más habitantes que violentas olas y la imaginación de la espuma de los días.
Autor
Nació en México D.F., en 1974. Escritor de oficio, especialista electoral por necesidad, inconforme por decisión. Egresado de la Facultad de Derecho de la UNAM y del Diplomado en Creación Literaria de la Escuela de Escritores de la SOGEM. Ha publicado cuento, ensayo literario y reseña musical en diversas revistas y periódicos culturales, así como artículos especializados en materia electoral. Escribe de forma habitual en la revista Voz y voto. Actualmente trabaja una saga narrativa sobre el viaje literario.
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