Veamos la siguiente escena. Transcurre en blanco y negro y pertenece al México de finales de los años 50 del siglo pasado:
Entra una anciana a un cabaré buscando a su nieta. Parece un lechuzón asustado entre meseros que andan como chimpances de saco y corbata. En las mesas, dispuestas con pequeñas lámparas, conviven guacamayas y camaleones disfrazados de damas y caballeros. Desde el fondo del salón rodeado de árboles de plástico resuenan tambores y trompetas. En el centro cinco nativos de la jungla aletean como gansos rodeando a una bailarina casi desnuda. La señora Lechuzón quien siguió la danza boquiabierta y casi culpándose por verla contoneando la cadera, moviendo el vientre y meciendo su largo cabello negro como cascada de seda.
Prendamos las luces. La secuencia pertenece a la producción “México nunca duerme”, estrenada en 1959. Ahora nos podría resultar futil, aunque hay varias formas de apreciarla. Podríamos enfocar a las protagonistas, por ejemplo, que simbolizan dos instantes clave de la liberación femenina: Prudencia Griffel fue una actriz española que, desde 1904, destacó como tiple cómica y de zarzuela en una era donde la risa y suscitarla no era propio de mujeres decentes, menos aún divertir a hombres, por eso las señoras cucufatas de aquel entonces observaron boquiabiertas a Griffel, como ella misma hizo ante Eda Lorna, criatura uruguaya que, cuando filmó aquella película, tenía 24 años y conmovía los cimientos de la moral en ese entonces.
El espectador no está obligado a saber quién fue Prudencia Griffel, como no lo está para conocer los llanos manchegos si queremos leer al Quijote. Pero el filme puede disfrutarse mejor si entendemos ese encuentro de dos generaciones provocado por el director. Montados en Rocinante también recrearíamos mejor las palabras de la bella Marcela dichas a quienes la culparon de no corresponder a Grisóstomo: “Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; más no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso amar a quien le ama”.
Tampoco tenemos el deber de conocer el nombre completo de Prudencia María Victoria Grifell Masip y de Elvira Álvarez Pérez, como no lo tenemos para decir que, sin la primera, no se explica la trayectoria de Sara García, con quien hizo el dueto “Las hermanas Vivanco” y, sin la segunda, no se entiende a las “Exóticas” que detonaron la ira del puritanismo y las autoridades que las persiguieron. No obstante, siempre tendrá su dosis de placer corroborar que, a principios del siglo XX, la risa aún era transgresora tanto como, a mediados del mismo siglo, lo fue el ombligo de la danzante a quien, como a Marcela, jamás podremos culpar por su indiferencia al deseo que suscitó.
Veamos otra vez la escena. Tendríamos los lentes empañados si la juzgamos con las valores de hogaño, si decimos que el espectáculo es como de animales de circo para regodeo aristocrático y, sobre todo, en desdoro de la mujer cosificada. El vaho del contexto, en cambio, permite ir más allá de esas ataduras del razonamiento y apreciar la tensión de valores y condiciones sociales. No aludo al eterno contraste entre opulencia y humildad, ni al clasismo del mesero que mal ve a la viejita cuando ésta entra con su chal de cuadros, tales cartabones son asiduos del cine en cualquier época. En realidad veo a la mujer como núcleo de las tensiones. En 1959, Eda Lorna ocupaba las pistas de los cabarés de postín hasta que la censura de las autoridades del Distrito Federal la expulsó junto a otras exóticas.
Cuando Prudencia Griffel grabó la película tenía 83 años, ya había alternado con Mapy Cortés y Pedro Infante, entre otros grandes del cine nacional. No quiero imaginar el rubor que ocasionaron sus chistes cuando era jovencita. Bueno, sí la imagino. En color sepia, graciosa y seductora. Griffel formó parte de “Las tres Gracias” junto a Esperanza Iris y María Conesa, conocida como “La Gatita” igual que la misma Prudencia. Qué le iba a asustar, en verdad, la vida nocturna urbana, cuando ella misma fue parte del esplendor de las tiples, el Can Can y las bataclanas, que incluso prohijó como empresaria. El candor y la coquetería de aquellas artistas durante los locos años 20 es parte del entramado donde convergen exóticas y rumberas que, a partir de la segunda mitad de los años 30 y hasta finales de los 50, saltaron al cinematógrafo y los centros nocturnos. Dicho de otro modo: si la Venus nació del mar, las bailarinas surgieron de las carpas y los tablados del teatro. Y Prudencia Griffel lo sabía. Eda Lorna, con sólo 19 años de edad, fue animadora en el teatro Follies Berguere y luego triunfó en el teatro propiedad de su amiga Esperanza Iris.
Aunque sólo dura poco más dos minutos, el cuadro es evocador. Las personas son pequeñas piezas de la maquinaria urbana que exige rapidez y están perdiendo rasgos de humanidad. Sirvientes del dinero y la modernidad, parecen chimpancés deambulando entre lianas que ignoran o desprecian a la provincia representada por las canas y la chalina junto a plantas artificiales. Es la realidad en blanco y negro que embona con el tinte monocromático del filme, el entuerto entre lo moderno y antiguo, el cambio y sus resistencias. La distancia que hay entre Prudencia Griffel y Eda Lorna es la misma que existe entre las bombachas y el bikini.
La estampa también puede ser apreciada como una pintura, más allá del óleo que capta el instante. En el centro se sitúa una forastera que no proviene del asfalto ni de los ranchos sino de tierras ignotas. No es un enlace entre pasado y presente sino un ser que, bailando, pertenece a otra dimensión. Remonta esas lindes cronológicas, ajeno al prejuicio y displicente de los otros, no le importan admoniciones ni lisonjas. No parece consciente de su influjo a diferencia de las memorables cortesanas que calcularon todo para obtener fama y riquezas. Más bien, recuerdan la leyenda de la mujer poseída por una pantera. El pelo negro, los ojos ígneos y la destreza de los brazos rodeando el talle y la cadera. No es Eda Lorna sino el felino que domina al cuerpo.
Por último, podríamos revisar la escena como deteniéndonos en la hoja amarrillenta de un libro viejo. Pronto podría perderse. Como hemos perdido miles de libros a lo largo de la historia, Prudencia Griffel y Eda Lorna estarían diluyéndose cual letras enmohecidas. El tiempo es más poderoso que la memoria, admitamos. Pero aunque el celuloide huela a humedad y esté apunto de deshacerse, en varios sentidos ha trascendido y lo seguirá haciendo igual que el Quijote a partir de su primera impresión. No exagero. El libre albedrío es tan relevante como la advertencia de Marcela en la obra de Miguel de Cervantes Saavedra: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos”. Lo mismo sucede con quien danza, poseída en la jungla desde muy remotas calendas. Es el llamado de la naturaleza que, en la pista y el plató, en la fotografía y en el teatro, abrió paso con pacientes garras al reconocimiento de que una mujer que también ruge aunque siempre haya quienes queden boquiabiertos y con los ojos fuera de órbita.