¿Qué otorga la autoridad moral para opinar en cuestiones de interés público? ¿La honestidad? ¿La sabiduría? ¿La veracidad sustentada en datos y razones? ¿Una combinación de estos elementos? ¿En qué proporción?
Las preguntas referidas no son meramente retóricas, la autoridad moral proviene de una combinación de conducta y saber, los dos son elementos esenciales1 de ese concepto.
Un buen gobernante no requiere ser un intelectual, pero cualquier práctica política, que no sea demagógica, está obligada a no conseguir —ni mantener— el poder mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos2. Cuando la política es mera emoción, se constituye en pura argucia y el detentador del poder carece de autoridad moral: el sujeto tendrá popularidad, pero le faltará aquella deseada legitimidad social. Veamos un caso y su explicación.
El presidente López reaccionó ante la baja en la expectativa de crecimiento que anunció el Fondo Monetario Internacional —a 0.9 % para este año— con descalificaciones: no le tiene “mucha confianza a esos organismos”3 y cuestionó “¿cómo van a estar ahí opinando?, ¿qué autoridad moral tienen?”4.
Entre los clásicos, la autoridad moral, la autorictas, era fundamental, la tenía la persona o entidad que podía dar una opinión idónea, de calidad, sobre un tema, por su saber y aptitud ética: quien tiene la autorictas posee legitimación social para dictaminar sobre los asuntos de interés general.
Es decir, la autoridad moral no emana exclusivamente de “portarse bien”, sino de saber. Una de las derivaciones5 usuales del nuevo régimen es invocar a la política como panacea o palabra clave para generar verdades alternativas o hechos alternos. No falta el palero que dice que la Cuarta Transformación se trata de la política, no de la técnica y del debate sobre la cientificidad, como si los gobiernos racionales pudieran carecer de ciencia y conocimientos técnicos. Estos Kellyanne Conways región 4T evidencian la pobreza cultural con la que se construye un bulo: el de que basta la moral para decidir adecuadamente sobre los asuntos públicos.
Es mentira que baste lo emocional para gobernar eficazmente: resulta deplorable la demagogia subyacente en invocar a la política como mandamiento único de la Ley del dios progresista.
Definir a la política como resistencia, atrevimiento y desparpajo, es cursi y casi kitsch. Tampoco es remar contra corriente, en la locura, de manera urgente y precipitada: eso es irresponsabilidad.
También es falso señalar que la política no es resultado de un saber teórico, ni de una reflexión: eso es una estupidez. Tampoco es verdad que la política sea un instante de valentía con resultados inciertos: eso es una imprudencia y una payasada.
El problema principal de ese discurso emocional es que entra en choque con todo el pensamiento posmoderno de la izquierda: es prueba de sus contradicciones estructurales. Su discurso teórico sostiene que no basta la voluntad para lograr las cosas —fracaso del proyecto de la Revolución Francesa—, pero su praxis es propia del Comité Central de Salvación Pública, por ello no extraña que algún bufón necio del régimen haya señalado, a modo de lisonja, que una ministra es la Robespierre de la Administración.
Voltaire, allá por 1740, editó un libro atribuido a Federico II de Prusia, denominado El Anti-Maquiavelo. La obra busca refutar, capítulo a capítulo, lo que dice El Príncipe, el texto más conocido del autor florentino. Si lo que escribió Maquiavelo fue un tratado de realismo político, el manual al cuidado de Voltaire es un trabajo de corte ético. Existe mucha distancia entre las prédicas de comportamiento hechas por el rey germánico y la moral del sentimiento de la 4T. Mientras Federico II era un ejemplo de despotismo ilustrado, el nuevo gobierno ejerce una arbitrariedad inculta. Si el viejo Fritz peca de ingenuidad, el Juárez postmoderno cae en la irresponsabilidad.
Sentirse valiente, resistente y atrevido, porque se invoca al sentimiento como justificación de la desconfianza en los organismos internacionales acusados de imponer la política económica neoliberal6, denota una falta de conexión con la realidad: si esas entidades mienten, hay que demostrarlo con algo distinto a emociones.
Existe el legítimo derecho a que una Administración se oponga a una determinada política económica y a que agentes externos determinen la agenda de gobierno. A lo que no se tiene derecho es a construir leyendas negras: si el neoliberalismo “causó muchas desgracias en México”7, hay que demostrar que el motivo de tales desdichas fue esa política económica, porque hay evidencias de que —por el contrario— la causa de tales adversidades estuvo en la inveterada corrupción estructural, que en México existe desde mucho antes de esa época repudiada por el actual jefe del Ejecutivo federal.
“Saber lo que han significado las políticas neoliberales”, como afirma el presidente López, implica algo más que una profesión de fe. No hay intrepidez, firmeza y soltura en pelearse con las matemáticas, el Derecho y la economía: la acción de gobierno sin evidencia, ni reflexión, se llama ocurrencia.
Por tanto, lo de López no se parece a lo planteado por Federico II. En su caso, se trata más de un Contramaquiavelo: una demagogia efectiva en la obtención del poder, pero ineficaz en el gobierno.
1 En el sentido que le da Husserl a esencia.
2 Cfr. https://dle.rae.es/?id=C8V3LG9
4 Ídem.
5 En el sentido por Pareto al término.
6 Supra nota 3.
7 Ídem.