La recepción de una película depende de muchos factores, no sólo de su calidad cinemática. Una queja habitual en una sociedad como la mexicana es culpar a las distribuidoras —supuestamente dominadas por una malévola personificación llamada Imperialismo Cultural Estadounidense— de la escasa visibilidad de algunas películas. Esto puede o no ser cierto, la realidad es que el cine más interesante, y no necesariamente “independiente” o “artístico”, suele ser distribuido en México por pequeñas empresas, a veces unipersonales. Otro factor que operaría en contra, según los clichés, sería el duopolio exhibidor del país, dejando de lado que para el cine de nicho el verdadero obstáculo es el mastodonte burocrático llamado Cineteca Nacional que inhibe el surgimiento de un circuito alternativo de exhibidores por la imposibilidad de competir con tal complejo subsidiado, mucho más ahora con su multiplicación de sedes en la Ciudad de México.
En el Festival Internacional de Cine de la UNAM (FICUNAM) de 2022 se vio una cinta de Ryûsuke Hamaguchi, Drive my Car (2021), rodeada de una desbordada expectativa del público que después continuó por su presencia en la plataforma MUBI y con su proyección en la mencionada cinemateca. Pero, el nuevo filme de Hamaguchi (1978, Japón), El mal no existe (2023), no ha recibido la misma atención. Para mí habría pasado desapercibido de no ser por el joven cineasta Juan Romo, quien llamó mi atención sobre la nueva creación del director. A pesar de la falta de promoción semejante o de la expectativa asociada a una actividad cultural de moda, desde la primera toma, el rigor fílmico de Hamaguchi entremezcla música y naturaleza, envolviendo a los espectadores.
El mal no existe genera una cadencia —hecha con la lentitud de acciones comunes como cortar leña— que se convierte en estado de ánimo prolongado: disposición hacia la vida, como la del personaje principal Takumi (interpretado por Hitoshi Omika), quizá feliz a pesar de su desgracia. Pero hay que estar alerta sobre lugares comunes, aun los que parecen favorables. Japón produce fascinación —con razón, como cualquier país— pero ésta se estereotipa al grado de producir la caricatura de que se trataría de un pueblo esteta, lo que es una imposibilidad. Si ya el concepto de pueblo es cuestionable —por inaprehensible e improcedente— más todavía es caracterizarlo de maneras tan específicas y elaboradas. Claro que las sociedades tienen rasgos distintivos: aun sin entrenamiento etnográfico hay características que resultan evidentes incluso para los despistados. Pero esto no significa automáticamente que múltiples prácticas culturales japonesas impliquen que sus ciudadanos vivan en constante éxtasis estético o en cercanías a él; de la misma manera en que la calidez de los mexicanos no equivale a franca amistad, sino que antes bien puede ser sumamente engañosa. El mal no existe merece ser vista más allá de anteojeras de prejuicios positivos sobre Japón —porque el zen generalizado no existe, como tampoco ocurre el cristianismo adoptado por todos; aunque la fantasía sea reveladora— hacerlo permite adentrarse en personajes, atmósferas y, mejor aún, en una composición cinemática efectiva.
En El mal no existe Hamaguchi aborda un Japón rural —el ficticio pueblo de Mizubiki— que, sin embargo, muestra beneficios del desarrollo que no suelen causar molestias (ni siquiera a anticapitalistas furibundos). El director adopta un asunto evidente: la tensión entre la vida tradicional del poblado —con cierto grado de inmovilidad, aunque ésta nunca suceda de manera absoluta— y los cambios que invariablemente conlleva cualquier actividad económica que puede o no mejorar la vida, así como puede, perfectamente, empeorarla. Las ganas de etiquetar y creer entender llevan a algunos a describir El mal no existe como “ecodrama” y a magnificar una sencilla operación de búsqueda en la pequeña población como encarnación de sus deseos comunitarios. Las interpretaciones de los filmes que sólo saben prenderse de lo social —provocando conversaciones en la comodidad de lo familiar— se centrarán en la anécdota: la comunidad debe decidir cómo reaccionar ante el proyecto que busca establecer un espacio de “glamping” (acampar con comodidades, con algo de glamor). Se trata de una empresa no especializada —originalmente dedicada a la representación de actores— y está, además, en el límite temporal para aprovechar subsidios postpandémicos de reactivación económica. Los problemas que el proyecto acarrea incluyen contaminación del agua, eventual insuficiencia de la fosa séptica del campamento y peligro de incendios por fogatas; así como la disrupción de la vida de la aldea.
Una lectura centrada en la cuestión social y ambiental tiene, cuando menos, dos cuestiones relacionadas. Por una parte, nos habla del error de pretender conocer una época o una sociedad a través de las representaciones narrativas provenientes de prácticas artísticas: lo contenido en ellas necesariamente es simplificación a modo de los asuntos sociales y, en todo caso, el conocimiento al respecto tendría que ser afirmado en contraste con información plausible proveniente de otras fuentes, pues muy probablemente la manera de abordar el tema no pase de ser convención narrativa conveniente a cierto grupo de creadores en un momento histórico. Por otra parte, una interpretación centrada en un conflicto circunstancial aleja la atención del funcionamiento de las imágenes, del contrapunto de los sonidos, de la densidad de un mundo audiovisual. Así, por ejemplo, podría pasarse por alto un rasgo que definitivamente embellece la cinta: la música de Eiko Ishibashi, una aproximación al silencio musical.
Los promotores del glamping buscan entusiasmar a los pobladores con la hipótesis de que su proyecto conllevará más actividad económica en la región y que ésta los beneficiará a ellos. Takumi, viudo y padre de la niña Hana (Ryo Nishikawa), afirma que, como comunidad, no tienen todavía una decisión sobre qué hacer. Una cuestión destacable es la representación —si se la toma como realista— de la asamblea informativa y de discusión sobre el proyecto: un ejercicio de civilidad a pesar de exabruptos (dinámica distinta a la farsa que en México los propagandistas del nuevo autoritarismo mexicano celebran como “parlamentos abiertos”). Los representantes del proyecto se quedan lejos de convencer. A su vez, el director Hamaguchi realiza una más que competente persuasión por medios como la precisa conducción de sus actores no profesionales y la realista evasión del folclore: donde otros pondrían un Japón tradicional —en el sentido de imágenes acartonadas reconocibles por el público global— el director, a pesar de su tema aparente, mantiene casi totalmente al margen cualquier asomo de color local —pero ofrece flora y animales de granja y salvajes— confirmando una orientación realista que captura elementos que no se obstinan en ser japoneses. Los personajes usan ropa que podría ser vestida por igual en Edimburgo, San Cristóbal de las Casas o El Cairo. A su vez los vistazos a Tokio se alejan de la ultramodernidad laboral, comercial y de entretenimiento que suele retratarse para, en cambio, mostrar la aglomeración de edificios promedio.
El mal no existe es mirada y visión personal de Hamaguchi, como en su estilo de encuadres en movimiento. Takumi encuentra wasabi silvestre y junto a otra persona saborean su fuerte sabor: el filme se demora sin que el hecho sea clave argumental. Hamaguchi se permite también caricaturizar al empresario del proyecto de glamping —un desalmado en serio, por lo que hasta puede pasar por amable— quien tiene el cinismo de decir a sus empleados que la asamblea tenía el propósito de mostrar a las autoridades que escuchaban a la población al mismo tiempo que dejaban desahogarse a sus habitantes, todo sin necesidad de cambiar sus planes. Hay trama y tema —sazonados por preocupaciones económicas— pues, aunque El mal no existe es más exigente con el público que Drive my Car, sigue en un plano de accesibilidad. Como anoté, la película tendría que desligarse del aura de Japón, pues no hace falta un relato de contemplación popularizada: con llenar bidones en un arroyo —tarea real cotidiana— es suficiente. El encanto está por doquier: la tarea del artista es saber verlo y revelarlo materialmente, como hace Ryûsuke Hamaguchi: aún entre amortiguados disparos y el drama de una niña perdida consigue un cine silencioso.