Brozo es un disidente de la Real Academia Española, lo es como portavoz del habla popular que no se ciñe a fórmulas. Es la jerga que se despliega entre los desechos sociales arrumbados bajo la cama para evitar el mal aspecto y no diluir los espejismos oficiales. Es una coraza para evitar que se destruya la voz, que es lo último que queda de las batallas perdidas.
Barbarismos, adagios o sentencias y entre estos el albur y el calambur, son fogata de quienes habitan la intemperie. Y son algo más. Son el andamio de un idioma que palpita en la mofa y detona mediante la carcajada de la brosa persistente y necia. Brozo es una resonancia de ese eco.
Jesús Flores y Escalante cita a Carlos Fuentes en su libro Morralla del caló mexicano. Al castellano hay que cachetearlo, dice el escritor. Todo lenguaje popular, “es el lenguaje de los humillados, de los criminales, de los viciosos o considerados tales por la gente ‘decente’”. Tiene razón, el lenguaje del pueblo acarrea deseos que la gente del orden rechaza. No por nada el Santo Oficio existió también para velar por las buenas palabras en una encomienda inútil, pese a todo, porque siempre habrá vocablos en el pecho de los seres disruptivos.
Por cierto, hay un gozo inevitable al registrar que, en el mismo edificio donde operó aquel Tribunal, Manuel Acuña hubiera escrito su “Nocturno a Rosario”, que en el devenir de la historia remontó el suicidio del poeta. Lo mismo ha sucedido en el decurso del tiempo con los afanes censores. Más todavía: han sido yesca que alumbra el horizonte de los hombres libres.
En El laberinto de la soledad Octavio Paz escribió: “Para el mexicano la vida es una posibilidad de chingar o ser chingado. Es decir, de humillar y ofender”. Los chingones sin escrúpulos, sigue Paz, se rodean de fidelidades ardientes e interesadas. El servilismo ante la casta de los políticos es una de las deplorables consecuencias de esta situación. “Otra, no menos degradante, es la adhesión a las personas y no a los principios. Con frecuencia nuestros políticos confunden los negocios públicos con los privados. No importa. Su riqueza o su influencia en la administración les permite sostener una mesnada que el pueblo llama, muy atinadamente, de ‘lambiscones’ (de lamer)”.
Naturalmente, estamos registrando lenguajes. En plural. Reflejan estamentos, costumbres y educación formal. Entre la dicotomía a la que aludió el poeta, los chingones tienen la lingüística pomposa junto a la cortesanía y sus donaires cucufatos. Los chingados libran una batalla al crear sus propios códigos de comunicación, sean o no conscientes de ello. Más aún, su existencia es una afrenta para el poder y sus lisonjeros o, en el mejor de los casos, motivo para treparse al peldaño de su pretendida superioridad. Esa batalla es cultural. No está sujeta a vaivenes de ningún sexenio ni a las desavenencias palaciegas dentro de la élite. Las mofas de Lupe Rivas Cacho, los apotegmas del “Panzón” Soto, la profundidad insustancial de “Cantinflas”, los “ájale” y “en el aire las compones” de la carpa. El “a mí me la Pérez Prado” de Resortes, los pochismos de Tin Tan que festinan a los cholos. Los ingenuos albures de Clavillazo. Todos, comediantes, dieron sentido y ruta a los mexicanismos y, simultáneamente, han sido fuente de ingenio y catarsis social.
Paz adujo que esta concepción de la vida social como combate engendra fatalmente la división de la sociedad en fuertes y débiles. Erró. La fórmula es exactamente al revés: la división de la sociedad es la que provoca esa concepción de la vida. Una épica interminable. Cuando mandamos a la chingada a alguien lo estamos enviando a los confines del espacio relegado, precisamente ahí donde moran los chingados, la familia del “Estetoscopio Medina Chaires”, su esposa “Guadalumpen” y su lombriciento hijo “Microscopio”. Con esos personajes, Víctor Trujillo recrea, ya no como antes hicieron otros, con los entes de las vecindades, sino a los residentes del éxodo del campo a la urbe y sus hacinamientos miserables. Ese es el más grande fracaso de la economía mexicana. Trujillo los encamina a la tierra sin asfalto y la inseguridad, a la insalubridad y a los olores fétidos. Ahí, donde crece el hambre, sestean perros inflados y pululan infecciones. La chingada ha tenido diferentes comarcas a lo largo del tiempo y la del comediante es una de ellas. Otra refiere a los aposentos suntuosos construidos en Tabasco con el dinero de aquellos necesitados que habían otras favelas llamadas “Chingada”. Y en lo que parece una cuchufleta de carpa, el público escucha que el residente de aquella casona del dispendio les dice que su vida la consagró a ellos. Por el bien de él, su familia y amigos, primero los pobres. (Se cierra el telón).
Merolicos
Los datos se difuminan conforme alejamos la mirada hacia fechas remotas para registrar a los primeros anunciadores de los adelantos de la medicina. De acuerdo con los cronistas, éstos pulularon a partir de 1879 en las plazas públicas del país para promover pócimas maravillosas contra incordios de riñón e hígado, calvicie, estrabismo y el sabor a centavo en la boca cuando despertamos. A veces se trata del mismo brebaje que el esforzado pregonero distribuye para curar panzas infladas, hemorroides a punto de reventar y sarro en los dientes. “Sana, sana colita de rana, si no sanas hoy sanarás mañana”.
A la par de otros conjuros, el cocimiento mágico diluye hasta el mar de amores, según los charlatanes Se les llama “Merolicos”. El mexicanismo surge de un apellido impronunciable que acompañó a estos suelos al médico suizo Rafael Juan de Meraulyok quien trajo consigo espejitos milagrosos a cambio de unos tlacos. Son lenguaricos. Ágiles para montar palabras en humo y dar esperanza mediante promesas de saliva. Durante décadas trinaron al lado de la Catedral de la Ciudad de México y en tianguis. Ahora son parte del folclor y reminiscencia del entretenimiento en los barrios. “Mi producto le saca los callos hasta un ciempiés”, exclamó “Resortes” envuelto en serpientes en La Lagunilla (1951).
También fue merolico, pero de otra alcurnia, el titiritero de Bartolito en la Colonia Guerrero de los 50, como lo fue el gitano de la Osa Martina y su rival el Oso Toño en los años 60 y 70. También, por aquellos días, el perro Mantequilla “Nopales”, terror de los niños con su gancho izquierdo, el vaquero Margarito que no medía ni un metro de altura y, en los años recientes, María del Mar Terrón, la reina del albur procedente de Tepito. Todos tienen en común que, como adujera Fuentes, al cachetear al idioma, lo vigorizan. Debo advertir: hay de merolicos a merolicos. Unos fueron bufones del monarca y lo siguen siendo en la égida del poder moderno. Hablan sin decir nada. Incluso, como los pericos, cuando hablan no saben lo que dicen. Otros son comediantes de la calle que parlan a la velocidad del rayo y, con su dicción chusca y entretenida, expresan sentimientos populares. Los propagandistas son merolicos que venden cianuro como si fuera agua bendita o vino de Rioja. Los cuentistas del barrio le llaman al tlachique pulque, a los relingos les dicen tirlangas y calculan en setecientas las venas del chile. Brozo es un cuentista del barrio como lo fue “Resortes” y “Clavillazo” antes de que este último se volviera merengue en la carpa y saliera a escena acompañado de 100 mujeres presumiendo piernas. Ah, qué días en los que enseñó que no es lo mismo Emeterio, Saturnino y Guajardo que meterlo, sacudirlo y guardarlo. “No máaas”.
Leperadas
La etimología de lépero remite a la lepra. Es un término mestizo usado para referirse a “lo peor de los españoles y lo peor de los aztecas”, y comprende dichos procaces según personas decentes; en esa línea una leperusa es prostituta. Los marginados que mal hablan siempre han afrentado a grupos mojigatos que, no obstante, comprenden bien y a veces hasta sonríen a escondidas de sus dicharachos. Pero en público piden las sales. Ignoran (los puritanos generalmente son ignorantes) que eso es parte de la vitalidad del idioma a la que acudió Carlos Fuentes.
En esa dirección, Brozo nutre la lengua, dicho esto sin ninguna cachada. Veamos si no este muy breve perfil: Al cábula le gusta el rebane y la baba de oso. Su facha no lo achica y aunque sus pantos son del año del caldo, escoltan al chaqué para remar como caifán. La lima es blanca, está rota, refleja la inocencia que nunca tuvo. Usa cacles. A veces tenis. Callejonea cargando quimil y pomo. Parece Don Ferruco en la Alameda. Desde que recuerda tiene la corona de laurel. Su primo es Bozo y a esa fuente me atengo para revelar que Brozo no usó pañales, sino hojas de tamal. Denme más cancha para escribir que ningún chupón le aguantó. Su mamá fue Brozamaría, es hermana de Bozanova, la mamá de Bozo. Toda su vida ha sido un payaso de pecho. La diferencia es clara, donde Bozo dice “¡Hola chiquitines!”, Brozo saluda a los chiquitines de las mamás.
En la primera etapa de su vida, Brozo siempre anduvo burro o crudo y despertaba en andurriales. La combinación de licores le hizo las notas aguardentosas (¿notan el parecido con la voz de “Resortes”?). El payaso más jocoso y encajoso la giró contando cuentos como antes lo hizo Bartolito, nada más que estos bien picosos: El Ruiseñor y la Rosa, El rey Sidas y Alicia Pacheco en el país de las maravillas, entre decenas. Nunca le entró al tabiro ni al perico. No se arponeó ni le quemó las patas a Satanás. Puro tlachicotón en su jícara y alipuces de chinchol; solamente cuando andaba forrado libaba Ron Potosí (qué dijeron, “ahí viene el albur”. Pues no, chamacos groseros). Es amigo de mecánicos, taqueros y cronistas de futbol, les hace paro machín y no se abre a los madrazos. Es alburero igual que el pelón con suelas de hule que miran ustedes sentados en las banquetas (ahora sí, y ni lo vieron venir). No raspó el huarache ni en el Cocol o el Waikiki ni en otra duela porque nació con dos pies izquierdos. Es decir, con la derecha, ni en la pierna. Él es de Iztapalapa, yo tuleño y los demás lo conocemos desde distintas parcelas. Nunca dejó de ser lujurioso y hermano de encueratrices, le divierte destemplar al más pintado frente a unas nalgas portentosas.
Aviéntenme otro dato que yo aquí termino: Es lépero como él solo, pero bajita la baisa es más letrado que quienes se jactan de ello. ¿Cómo les quedó el de pescado? En su segunda etapa tuvo más verbo. Ha sido manchado con quienes se pasan de fabián en las cloacas del gobierno. De todos los gobiernos y aunque se le frunza “el no me niegues”, no dice frío. Leche ha tenido para seguir clavando. Saquen ustedes conclusiones: hace tiempo dijo que a él solamente lo puede desaparecer la flota, no el capricho del tirano. Líquenlo: Ignora a los besahuevos del oficialismo que, difamándolo, comen los de Apizaco. A chillidos de marrano, oídos de carnicero. Brozo ha seguido en lo suyo, balconea a merolicos que prometen todo y culpan a todos de sus propios yerros. A veces los manda al lugar ese sobre el que, con la Chole, bordó su laberinto Octavio Paz. No lo ha hecho como irigote, o no solamente, sino como rúbrica de un soliloquio mordaz y risueño frente al rey presuntuoso que no se percata de sus ropas transparentes. Cuando las cosas se pusieron del cocol en México, necesitamos más batos así. Para embestir la malaria populista, urge la labia corrosiva. Brozo se ha seguido discutiendo.
Pica como cuchillo de palo en el recuento de los daños y jurgonea en los tropiezos del jarabe de pico del preciso y sus acólitos. Refleja el sentimiento de la flota que valora la democracia y por ello, como ésta, ha hecho entripados: Los fregadazos extendidos en el país, los cuerpos yertos, las luces pirotécnicas de un territorio en llamas. La gente en los hospitales sin medicamento. El imperio de la corrupción. La formación de clientelas como en los años 50. El odio extendido. ¿Quién no lo comprende? A veces se le destempla la voz y se le decoloran las mejillas. Abre los de apipizca desesperado y hasta canas hay en sus cabellos verdes. Así descubre su acritud. Devela una sonrisa triste, de mazorca marchita. Es como si Víctor Trujillo lo estuviera evaporando. Se entiende, pero él sabe que la chirigota y la agudeza son armas que aturden a quienes empuñan la macana –tomen aire– y se creen depositarios de la neta. Tan lo sabe que, cuando se abre el telón, listones. El respetable tiene una luneta en YouTube. Y ya se la sábanas: primero la puntita y le sigue pa’ dentro de ocho días.
Pero no es correcto concluir esquilmando ajos y cebollas al carretonero ni dibujando al gallito inglés en las paredes. No ofendamos más a los espíritus gazmoños. Mejor digamos que el crepúsculo juega a las escondidas con el amanecer. Perderá, como ha perdido, la tiranía en todos los calendarios. Y cuando en ese mañana hablemos en presente, junto a José Juan Tablada, recitaremos este verso:
Y en su salto mortal hacia el Ocaso
Lucen el sol la cara del Payaso