Y la columna la trazo de memoria, no voy a caer en la pose de aquellos que escribieron sobre el creador de George Smiley con los libros por un lado, para presumir un conocimiento profundo sobre un escritor que no leían. Como decía el enano de jardín, redacto esta columna “de maquinazo” y con el único respaldo del recuerdo de mis lecturas sobre un autor que descubrí hace casi 20 años —a quien llamaré JLC durante el resto de este artículo—.
A México no llegaron las miniseries de la BBC con Sir Alec Guinness como Smiley y Patrick Stewart como el terrible Karla: en este país, la oferta bibliográfica de JLC fue muy magra por décadas y, hasta la segunda década del siglo XXI, llegaron las películas y series en plataformas. La primera novela de JLC que tuve en mis manos era una historia en la que Smiley no estaba a cargo del Circus (el servicio secreto británico en la mitología de JLC) y que se asemejaba más a un relato de suspense. Aunque las narraciones sobre Smiley son mis favoritas, los textos de JLC no se limitan a su espía gordito, de lentes, de buen corazón y estudioso de la literatura alemana, porque Smiley podrá estar en una organización en la que la vida es desechable, pero él es una buena persona por principio y final. Hay obras geniales en el resto del repertorio de JLC, pero Smiley es el Batman de su universo: cuando quieres que la trama mejore, hay que meter a cuadro al espía con apariencia de académico.
Los textos de JLC tienen dos notas que lo distinguen de la literatura dominante de espías: sus personajes no son glamorosos expertos infalibles… y sus finales son trágicos: el servicio secreto al servicio de Su Majestad pierde (casi) siempre. Le matan al soplón, al asset, al topo, al desertor, al refugiado. Todo el ciclo de Smiley se centra en que el Circus fue infiltrado por los soviéticos —y debe reconstruirse—, pero en otras historias de JLC también se reitera la nota de ineptitud en el mundo de los espías. Sólo recuerdo una novela de JLC con final abierto, casi feliz y que precisamente es de las últimas: Una verdad delicada. No es feliz porque ganen los buenos, sino porque queda la esperanza de que a los héroes no los maten, ya que la narración concluye antes de que sean detenidos o ejecutados. Este realismo aciago de JLC lo distingue de Ian Fleming, Tom Clancy o incluso de Robert Ludlum. Después de leer a JLC, hasta puede parecer que los británicos son estúpidos —no sólo los espías, sino también los políticos y gente de poder—, quizá esta es una de las razones por las que las películas y series que adaptan sus libros tienen a obviar esas partes, recuerdo en este momento The Night Manager, con Tom Hiddleston, Hugh Laurie y Elizabeth Debicki, una versión que dulcificó el final del libro. Otra adaptación que trajo un final feliz es Un traidor como los nuestros, cuya conclusión original es trágica y destila fracaso, mientras el filme tiene un epílogo que habilita un castigo que en la novela no existe.
JLC nos va a hacer falta, hay novelas de él que terminé de una sentada y, como recordaba Umberto Eco al prologar 1984 —lo cito de memoria—, la redacción de le Carré es muy superior a la de George Orwell: JLC no sólo hizo historias geniales, es un deleite leerlo. Aunque no era como Stan Lee, JLC hizo cameos en las adaptaciones de sus novelas, tengo especial afecto a su presencia como comensal en la versión televisiva de The Night Manager, ya que así imagino que era el David Cornwell cotidiano, un sujeto agradable que concilia la sencillez con la elegancia.
Sus textos seguirán llevándose a otros medios, pero ya no veremos al sujeto alto y delgado de Dorset, con cejas blancas y pobladas que hizo lo increíble: ser espía, escribir sobre su oficio y lograr que protagonistas con personalidades usuales brillaran por su normalidad, no por tener físicos imposibles, autos superdeportivos con metralletas, vidas lujosas o temperamentos dignos de un sueño de Casanova. JLC nos enseñó que la realidad es extraordinaria, que los héroes son sujetos normales que hacen cosas fuera de lo común y que no hay profesión más dura e ingrata que la de espía, una actividad que exige todo, hasta el buen nombre de sus operarios y en la que el secreto del mérito es parte esencial del oficio.
En la sede de la CIA en Langley, hay un muro donde los agentes tienen una estrella anónima para reconocerlos, ¿cómo se galardona a un espía al servicio secreto de Su Majestad? Quizá en el antiguo MI6, hoy SIS, hay leones grabados en alguna pared del edificio de Vauxhall Cross, pero lo más seguro es que el director de inteligencia tenga una carpeta de gastado cuero verde, con nombres escritos que nadie verá. Como en la rima que da título a una de las novelas de JLC, Tinker Tailor Soldier Spy, al final de la historia queda el marginal: mientras en el verso inglés es el pordiosero y el ladrón, en las historias de JLC es el espía, igual de despreciado que el que pide o roba.
Adiós, David Cornwell, que John le Carré se queda entre nosotros: tu máxima creación es inmortal.
Autor
Doctor en Derecho por la Universidad San Pablo CEU de Madrid y catedrático universitario. Consultor en políticas públicas, contratos, Derecho Constitucional, Derecho de la Información y Derecho Administrativo.
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