En una columna y un programa de televisión, uno de los portavoces oficiosos del nuevo gobierno cuestionó la integridad de los investigadores de Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), por las investigaciones y litigios contra la inundación del aeropuerto de Texcoco y el comienzo de las obras en el aeropuerto de Santa Lucía, de las que ya consiguieron una suspensión definitiva, además de otras medidas cautelares.
El argumento principal de la invectiva contra los integrantes de MCCI es que esa organización no litigó contra otros actos reputadamente corruptos del antiguo régimen y que, al ser presidida por Claudio X. González Guajardo, su actuación es espuria, ya que el emisario oficialista considera que sólo es legítimo el amparo formulado “para la defensa de las minorías oprimidas”, mientras que lo hecho por MCCI lo considera como “una acción contra las mayorías democráticas a favor de minorías oligárquicas”.
La táctica utilizada por el vocero no es nueva, de hecho pertenece al repertorio soviético de pseudoargumentaciones: es el whataboutism, una forma de la falacia tu quoque o invocación a la hipocresía. En pocas palabras, consiste en rebatir una crítica o acusación mediante el pseudoargumento de que el oponente es culpable de una ofensa igual o peor a la que señala.
Quizá lo más absurdo del uso del whataboutism es que, ridículamente, a los opositores se les exige la virtud de los santos y la imparcialidad de un juez divino, una condición imposible en la realidad. Por tanto, al llevar esta falacia a sus últimas consecuencias, resultaría que ninguno puede criticar porque nadie es perfecto. En una democracia, los integrantes son ciudadanos, no ángeles y el criterio para valorarlos es el cumplimiento de las leyes, no un alma impoluta.
Como remate, la ironía de los que invocan la falacia de hipocresía es que ellos mismos son hipócritas: se ostentan como puros y neutrales, cuando su tendencia es evidente para todos. Se ostentan como apóstoles, objetivos y neutrales, cuando son notoriamente partidarios, interesados e ideologizados.
Lo peor de la táctica soviética —utilizada en este caso— es que no se sostiene, ni siquiera en su lógica interna: afirmar que, al impugnar actos gubernamentales carentes de legalidad, “la minoría está expropiando, privatizando los canales de interlocución del Estado”, implica sostener que ciertos grupos sociales carecen de derechos. Para usar una expresión del presidente López, la afirmación del portavoz es propia de un cretino.
Desde la narrativa demagógica, toda medida es buena cuando favorece a los pobres, mientras que esa misma herramienta es mala cuando la usan los privilegiados: es un pataleo usual que tergiversa los criterios de justicia distributiva. Debe precisarse que ese discurso es falso: la propiedad, los derechos de los contribuyentes y la eficiencia gubernamental no son patrimonio exclusivo de una clase social.
Curiosamente, los amparos de MCCI cuestionan el menoscabo del interés público por el derroche de recursos fiscales: su lógica no es distinta a la del amparo #YoContribuyente, reconocido como un hito en la defensa de los derechos e intereses de la sociedad.
La finalidad de la Administración es la salvaguarda del interés público. Para garantizar que lo respete, existe el control judicial de sus actos. El constitucionalismo democrático implica que todo poder tenga límites y controles, por ello resulta mentecato asumir que oponerse desde lo judicial es lo mismo que «tener, como definición política, obstaculizar el gobierno» o que la oposición política sólo puede darse desde la lucha partidista electoral.
El principal error del vocero es asumir que sólo es democrático lo que hacen las ramas electas popularmente: esa visión denota una profunda ignorancia del Derecho Constitucional o una deshonestidad intelectual rampante.
La pregunta constitucional es si es válido —o no— que las minorías reclamen los actos de gobierno. La respuesta es categórica: las decisiones fundamentales de la Constitución están por encima de las tomadas por los gobiernos periódicos mediante procedimientos ordinarios. No es democrática una ley o acto administrativo que desacata la Constitución, ya que la norma fundamental fue construida por un consenso democrático más amplio que el de instrumentos comunes como el acto de autoridad o el legislativo. No entender esto implica estupidez política.
Tampoco es nuevo que las minorías vayan a tribunales para enfrentar decisiones de un nuevo gobierno que estiman abusivas: Roosevelt enfrentó una severa oposición judicial a sus reformas y, en un Estado Constitucional de Derecho, el criterio de decisión no es la votación popular, sino el apego de las decisiones gubernamentales a los derechos fundamentales y a la Constitución. Por esa razón resulta un tanto lerdo que el heraldo gubernativo invoque a Francis Fukuyama para alegar que, a veces, los tribunales son alentados por el poder económico en un afán de sustituir al Ejecutivo —o que este es un “fenómeno novedoso”, al que John Keane llama democracia monitorizada, ya que el autor australiano señala que ese fenómeno existe desde 1945, cosa que puede refutarse con los antecedentes del New Deal de los años treinta—.
Cualquier conocedor del Derecho sabe que la función de los tribunales es controlar y disciplinar a la Administración y a la Legislatura. Si, para el emisario cuatritrastornado eso implica sustituir al Ejecutivo, el antidemocrático es él: la rama administrativa no está por encima de la Constitución, ni de los otros poderes. En este caso, no entenderlo implica imbecilidad o muchas ganas de implantar una autocracia neopresidencial.